Obra literaria
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Obra literaria

  1. 752 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Obra literaria

Descripción del libro

Renato Leduc, enfrentado al academicismo de inicios del siglo XX, hizo de la desconfianza intelectual y del desprecio al falso refinamiento sus sellos distintivos. Sin embargo, Edith Negrín deja claro que no se trató de un poeta descuidado o simplemente humorístico pues su rebeldía literaria se expresaba en una lucha contra la cursilería, no contra la precisión.

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Información

Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786071623799
Categoría
Literatura
Categoría
Poesía
Cuando éramos menos
[1989]
Renato Leduc publicó en forma de artículos sus notas autobiográficas, primero en la revista Interviú—entre marzo de 1978 y marzo de 1979—, y luego en Interviú en lucha—hasta julio de 1979—. La versión que aquí se incluye se apega a la publicación póstuma editada por Antonio Saborit (Cal y Arena, 1979). Reproduzco la nota del editor sobre su desempeño en este libro:
Los descuidos y las prisas de una publicación semanal dejaron sus huellas en cada uno de los artículos de Leduc, quien además no se daba tiempo (y dudo que lo tuviera) para revisar lo publicado. Traté de reparar los daños en el original de estas memorias que desde el principio Leduc llamó Cuando éramos menos. Suprimí las cabezas, no incluí una entrega en la que Leduc contestó la carta de un lector, y tampoco lo que consideré avisos de continuación entre una y otra entrega. Quien se tome la molestia de cotejar el material de las revistas con el que aquí se ofrece encontrará, de inmediato, cambios en la sintaxis y en la puntuación, dos o tres puntos y aparte en donde sólo había un punto y seguido, encontrará cortes y también reacomodos. Todas estas modificaciones partieron del texto mismo. No inventé ni censuré una sola escena.
Cuando éramos menos se inicia con las siguientes líneas: “Nací en los tiempos en que el señor don Porfirio era presidente y Dios Nuestro Señor omnipotente”, que recuerdan el terceto inicial de la “Tardía dedicatoria al primero pero ya difunto amor del fabulista” (XV fabulillas de animales, niños y espantos, 1957): “Tiempos en que era Dios omnipotente / y el señor don Porfirio presidente / tiempos—ay—tan lejanos del presente”. Estas líneas, con una variante, se retoman asimismo en el volumen Catorce poemas burocráticos… (1964), como se ve en la nota introductoria a éste.
I
NACÍ EN LOS TIEMPOS en que el señor don Porfirio era presidente y Dios Nuestro Señor omnipotente. Entonces la República contaba con veintisiete estados, tres territorios y un Distrito Federal. Éramos trece millones de mexicanos repartidos en dos clases, los ricos y los pobres, porque—según afirman los historiadores socioeconómicos—en México no había clase media. Mienten los tales historiadores: mi familia y yo, pobretones y todo, éramos clase media. Mi cuna se meció, o la mecieron, en San Antonio de las Huertas—hoy Tlalpan—, antiguo sitio de solaz y esparcimiento del nefasto cojo Santa Anna. Obviamente no puedo decir cuántos años tenía cuando comencé a darme cuenta del mundo en que había caído. Sí recuerdo con absoluta exactitud las primeras palabras que me significaron que había llegado a la edad de la razón, o más exactamente, de la comprensión. Fue un grito de mi tía Ángela a la criada: ¡Compra una docena de priscos! A partir de entonces comencé a entenderme con mocosos de mi estatura tan estúpidos como yo.
El trato con las personas mayores—como a todos los niños de entonces—me estaba prohibido. Al primer intento de comunicación con mis padres o con la tía Ángela se me paraba en seco con un áspero: ¿Quién te llama a ti, escuincle metiche? Vámonos de aquí.
Sin embargo, yo tenía un amigo adulto, amigo también de la casa: don Valentín Zamora. A través de mis ochenta años he olvidado totalmente su catadura, pero no su nombre ni su bondad. Don Valentín era español aunque no sé ni supe nunca si panadero o carnicero. Llegaba a la casa y desde el zaguán me gritaba:
—Vente, Renacuajo—corrupción de mi nombre, Renato—. Vamos por ahí a tomar hidrógeno que es muy bueno para la salud.
Me tomaba de la mano y me llevaba a recorrer las espesas arboledas que todavía entonces rodeaban al pintoresco pueblo de Tlalpan. Me obsequiaba resorteras y me incitaba a matar pajaritos (nunca maté uno solo, y no por deseos de no hacerlo, sino por falta de puntería).
Aquello acabó. Una mañana vi con terror que tres o cuatro hombres, semejantes a los que yo veía salir tambaleándose de la pulquería de la esquina, entraban a la casa y en menos de lo que canta un gallo trasladaban nuestro escaso mobiliario a un carro estacionado en la puerta y arrancaban. Poco después, mi madre, mi tía Ángela y yo abordamos un tren, y después otro.
—¿Qué es esto?—le pregunté a la tía Ángela.
—Nos mudamos a La Villa—me contestó con visible mal humor.
Al anochecer llegamos a La Villa, en donde desde la mañana siguiente iniciamos una nueva vida y en donde yo habría de pasar toda mi infancia y parte de mi adolescencia. Todo cambió en mi pequeña existencia. No volví a ver a mi amigo Valentín Zamora y fue lo que más me dolió. A las frondosas arboledas de Tlalpan sucedió un paisaje triste y polvoriento que comenzaba en la desolada plazuela en que estaba ubicada nuestra nueva casa, cerca de las llamadas Trancas—el cruce de la vía de los tranvías urbanos con la vía del Ferrocarril Mexicano.
Los boscajes y arboledas por donde yo paseaba con Valentín Zamora me fueron cambiados por calles, callejones y plazuelas resecas y polvorientas, y las laderas boscosas del Ajusco se tornaron en la pelona serranía de Guadalupe con su bendito Tepeyac coronado por una capillita y un cementerio. Estábamos en la sacrosanta Villita de Guadalupe, santuario de la patrona de México y emperatriz de América, sucia, melancólica y hasta un poco siniestra como todos los Lugares Santos o Santos Lugares. Yo no sé qué le veía mi padre al santo poblacho, que desde su juventud y soltería le gustó vivir allí—a pesar de su aversión a la curería que abundaba en la zona—. En un folletito literario que guardo por ahí, hay un artículo de Amado Nervo que dice algo como esto: “Cuando me abruma el bullicio y el estruendo de la capital, corro a refugiarme en la celda de cartujo de Alberto Leduc en La Villa de Guadalupe”. Celda de cartujo llamaba Nervo al destartalado cuartucho que mi padre ocupaba en La Villa. En cuanto al bullicio y al estruendo de la capital en aquellos años—1895 más o menos—, el seráfico vate nayarita exageraba un poco. En una estampa de aquellos años puede verse el Paseo de la Reforma a la altura de la hoy intransitable glorieta de Colón. En el desolado Paseo pueden verse una carretela de sitio, un indito que arrea un asno cargado de leña y una empingorotada dama que camina al parecer apresuradamente.
En La Villita abundaban especímenes variados de la clerecía que mi padre detestaba, especímenes que se exhibían ostentando suntuosos trajes talares como el canónigo Arias, o raídas sotanas como el padre Moradito.
2
Cambiamos de casa. De la plazuela polvorienta próxima a la Estación del Mexicano fuimos a dar a una enorme y bella vecindad de la calle principal. En esa época la calle se llamaba Porfirio Díaz, después se llamó Madero, ignoro si hoy se llama López Portillo. Yo crecía y—como decía el maestro Lombardo Toledano—“adquiría yo cada día más exacto conocimiento del mundo y de la vida”. Me ayudaban a acrecentar ese conocimiento no sólo mi cada día menos adormilada inteligencia sino, además, la catadura y calidad de la gente que vivía en nuestro nuevo domicilio—la bella vecindad—y la calle Porfirio Díaz.
Aquella gente estaba predestinada a grandes destinos—perdón por el pleonasmo—. En uno de los corredores ornados de bugambilias y otras muchas especies de flores estaba la vivienda de don Arturo Alvaradejo, quien habría de llegar a ser subsecretario de Comunicaciones en el gabinete del chacal Victoriano Huerta. En otro de los corredores ornados de macetas vivía el funcionario ferrocarrilero Sotullo, aspirante perpetuo a la mano de una tía mía. Sobre Porfirio Díaz, frente a la bella vecindad, en el segundo piso de una mansión lujosa y sombría (altos del Puerto de Santander, abarrotes, cantina y billares), vivía nada menos que el entonces coronel Victoriano Huerta, años después general traidor a las instituciones, asesino del presidente Madero y último tirano cuartelero de este país. En otra bella vecindad de esa misma calle vivía la familia Borja, una de cuyas muchachas, Lupita, llegaría a ser la primera dama del país durante la presidencia de su marido, el licenciado Díaz Ordaz. Estaba la farmacia de los hermanos Suárez—Abel, Pancho y Pepe—y la tienda de abarrotes de los Navarro. Otrosí, como dicen los notarios, más al sur de la calle, una cuadra antes de su entronque con la Calzada de Guadalupe, en una alegre y florida residencia estaba el consultorio del doctor Altamirano, cuyo hijo, excelente muchacho y gran pianista, murió consumido por la morfina. Fue el primer drogadicto o farmacodependiente que yo conocí. Y casi enfrente, en un bonito y cursilón palacete, habitaba el señor licenciado don Luis Aguilar, secretario de su ilustrísima el arzobispo de México. Este importante personaje, ataviado los más de los días de impecable frac, pantalón a rayas y bombín, tenía una esposa guapa, elegante y piadosa, y un hijito único poco más o menos de mi edad. Fuese por espíritu misionero y catequista, o fuese porque o para que su vástago tuviera amiguitos con quien divertirse, la señora Aguilar organizaba diariamente sesiones de doctrina cristiana a las cuales invitaba o más bien conminaba a todas las mamás de la barriada a enviar a sus retoños. La mía fue una de esas madres; y aunque ella decía cuando le preguntaban que era católica pero que no ejercía, más bien por descansar de nosotros que por deseo de evangelizarnos nos envió a mi hermano y a mí a las sesiones de doctrina de los sábados. Uno de éstos, en que por excepción mi padre estaba en casa a esa hora, fuimos a despedirnos de él para ir a la doctrina.
—¿A la doctrina?—preguntó—. ¿Qué no les da asco ir a oler pedos de beata? Váyanse mejor a respirar aire puro y a cortar remolachas a la hacienda de Atepoxco. Eso les hará más provecho.
Y como desde mi más tierna infancia los sermones siempre me han aburrido, no volví jamás a la doctrina, en donde premiaban a los niños aplicados con chocolates, galletas y juguetitos de hojalata.
Como es de suponerse, en el santuario de la Virgen Morena abundaban los ministros y ministras del Señor. El ateísmo revolucionario todavía no les ni las obligaba a colgar los hábitos, y curas y monjitas se paseaban por las calles luciendo sus uniformes talares y hábitos religiosos, por los que se conocía la jerarquía y posición del personaje. El canónigo Arias, alto y obeso, portaba chistera y una amplia sotana que, por lo brillante, parecía de seda. El padre Moradito, en cambio, pequeño y desmedrado, vestía sotana raída y deslavada y usaba boina vasca. Había un notable parecido entre el canónigo Arias y don Pancho Moreno, prefecto o jefe político, también grueso y gigantesco, también portador de chistera y de un levitón o paletó tan largo y amplio que parecía sotana de canónigo. El padre Moradito, por su parte, tenía aspecto de burócrata cesante. El canónigo Arias vivía en una casa con dos balcones a la calle, o más bien al callejón que entonces se llamaba de El Cerrito y que está exactamente abajo del Tepeyac. Gustaba exhibirse tomando su copioso almuerzo con los balcones abiertos para que lo viera la feligresía. Viéndole ingerir el espumoso chocolate frente a una enorme charola repleta de los más finos pasteles de El Globo y de la afamada panadería de Santo Domingo (frente al Arzobispado) entendimos el malicioso sentido del dicho que se aplicaba en esa época a los galanes afortunados y rodeados de mujeres: “Parece chocolate de cura”.
Yo ya había alcanzado la edad escolar y mientras se abrían las inscripciones en la escuela oficial me metieron a una preprimaria de monjitas, ubicada en las calles de Abasolo. El ambiente era deprimente y busqué la manera de salir de allí.
3
Me gustan Los bandidos de Río Frío y A la recherche du temps perdu, porque tanto Payno como Proust nunca o raras veces dejan volando a sus personajes. Los toman de la mano y los conducen—y a uno con ellos—hasta su último destino. Yo quisiera hacer otro tanto con los personajes de este relato.
Pero por lo pronto, el Ausente Luna jamás reapareció. Si lo hubiera hecho, dejaría de ser el Ausente. Su joven esposa, en cambio, soportó heroicamente durante dos años su probable viudez. Al cabo de ellos contrajo nuevas nupcias dizque porque no podía aguantar la soledad; pero el Ausente seguía inexorablemente presente en su mente, en su corazón y en sus sentidos. Una amiga íntima de la joven esposa me refirió que, incluso por las noches, cuando el nuevo cónyuge se disponía a ejecutar los rutinarios ejercicios conyugales, la joven esposa, a guisa de prólogo incentivo, le refería pormenorizadamente la forma en que su antecesor, el Ausente, ejecutaba tales ejercicios. A veces, en el espasmo, se le escapaba el nombre del Ausente. Una noche de aquéllas, el nuevo cónyuge, ebrio, celoso y exasperado, golpeó despiadadamente a la joven esposa, y a consecuencia de esta golpiza falleció tres meses después. Yace actualmente en el cementerio del pueblo en una coqueta tumba ornada con siemprevivas.
El tío Arturo, en un viaje a la frontera norte, desapareció definitivamente. La familia jamás volvió a hablar de él. A mi primo, el capitán Alberto Gavira, le pareció haberlo visto en Saltillo—dijo—“pero se hizo el disimulado y no contestó a mi saludo”. La información del primo Alberto, además de vaga era dudosa, porque el primo Alberto nunca conoció al tío Arturo más que por referencias. En cuanto a las tres pobres desnarigadas, lo más probable es que reposen en sendas tumbas del Panteón de Abajo de La Villa. El suntuoso Tepeyac no estaba a su alcance, pues pertenecían a las clases económicamente débiles en aquella sociedad más feudal que de consumo del porfiriato.
Libre de la férula monjil de la escuelita de la calle de Abasolo, pude consagrarme una corta temporada, con gran alarma de mi madre, a la vagancia y a la travesura—no obstante que la primera no rebasaba la azotea de la hermosa y extensa vecindad en que vivíamos, y las segundas, mis condenables travesuras, se reducían a ayudar a mi charro negro, Tavera, a enseñar a fumar a los murciélagos.
Ya vivíamos en la amplia y hermosa vecindad ubicada en la calle principal que iba, y todavía va, del atrio de la Basílica a las Trancas. Era una enorme vecindad de dos pisos con el amplio patio y los largos corredores ornados de macetas y de jaulas de pájaros. En el segundo piso vivía gente de polendas, como el señor Alvaradejo. Otras viviendas del segundo piso las ocupaban el señor Ferrer, o algo así, un español elegante y narigudo, director de la orquesta del Teatro Principal y novio perpetuo aunque fallido de una guapa tía mía. Y un acaudalado comerciante, padre precisamente de mi amiguito Tavera, un muchacho flaco y desgarbado como de diez años de edad, quien en una especie de bodega para guardar trebejos, instalada en la azotea de la vecindad y llena de polvo, telarañas y murciélagos, había descubierto casualmente—como todos los grandes descubrimientos—que a los murciélagos, a los que él llamaba ratones viejos, les encantaba fumar. Y desde entonces no había día que no subiera a cultivarles el vicio.
Él tenía una singular habilidad para atraparlos dormidos: los sacaba a la soleada azotea y—ahora comprendo que deslumbrados—los pobres bichos quedaban a su merced. A mí me tomó de ayudante:
—Extiéndeles las alitas y deténselas mientras yo los pongo a chupar—me decía.
Al principio, por horror o temor, yo me resistía a hacerlo, pero como él me flagelara con epítetos tales como miedoso, mariquita, rajón y otros dulces nombres, acabé por obedecerle, pues yo no quería desprestigiarme ante quien consideraba todo un hombre. Todo terminó cuando papá Tavera descubrió a su vástago robándole los cigarros; el viejo creyó que eran para su uso personal, le propinó un bofetón en la boca, se la bañó en sangre y Tavera no volvió a dar de fumar a los ratones viejos ni yo a extenderles las alas.
4
Mil novecientos tres. Contexto—así se dice ahora—: la guerra ruso-japonesa. Contexto nacional: el marasmo porfiriano y una nueva detención y amonestación de mi padre por don Pancho Moreno, prefecto político de La Villa de Guadalupe.
Resulta que mi padre, reportero multifacético o versátil—como todos los de la época—del Diario del Hogar y de El País, escribió en este último la crónica social de una carrera de postín en el Hipódromo de Peralvillo, a la que concurrió don Porfirio Díaz, de chistera siete reflejos y levitón, y su cónyuge, Carmelita, luciendo una toilette o terno de luces que mi padre, improvisado reportero de sociales y personales de El País, describió, en su parte relativa, en estos objetivos términos: “El sombrero que lucía Carmelita era una obra maestra de repostería. Más que confeccionado por la acreditada sombrerera parisiense madame Marnat, parecía confeccionado por el también acreditado y francés monsieur Duverdun, maestro pâtissier de El Globo”. Mi padre, hijo de un zuavo invasor de los del mariscal Bazaine, era muy aficionado a intercalar galicismos en sus escritos. Se le trataba de afrancesado y hasta se le atribuía—parece que por José Juan Tablada, que era hombre de muy mala leche—que había leído El Quijote en su versión francesa. Pero éstos son chismes de familia de los que, como recomendaba don Luis Mejía, no hay que hacer ca...

Índice

  1. Portada
  2. Agradecimientos
  3. Renato Leduc (1897-1986). “No sé qué carajos hago en el Olimpo”, por Carlos Monsiváis
  4. Acerca de las obras incluidas
  5. Introducción
  6. POESÍA
  7. Unos cuantos sonetos que su autor, Renato Leduc, tiene el gusto de dedicar a las amigas y amigos que adentro se verá [1932]
  8. Algunos poemas deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario [1933]
  9. Breve glosa al Libro de buen amor [1939]
  10. Desde París [1940, 1942?]
  11. XV fabulillas de animales, niños y espantos [1957]
  12. Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles [1963]
  13. Poemas (casi) inéditos
  14. Otros poemas
  15. POESÍA INTERDICTA
  16. Prometeo [1934]
  17. La Odisea [1940]
  18. Euclidiana [1968]
  19. PROSA
  20. El corsario beige (novela) [1940]
  21. Historia de lo inmediato [1976]
  22. Cuando éramos menos [1989]
  23. Bibliografía
  24. Índice