Teoría general de la historia del arte
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Teoría general de la historia del arte

Jacques Thuillier, Rodrigo García de la Sienra Pérez, Rodrigo García de la Sienra Pérez

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Teoría general de la historia del arte

Jacques Thuillier, Rodrigo García de la Sienra Pérez, Rodrigo García de la Sienra Pérez

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Síntesis lúcida de las principales ideas que han determinado la visión y el estudio del arte, este breve ensayo es una reflexión sobre el fenómeno artístico -desde el paleolítico hasta las instalaciones contemporáneas- y sobre los intentos de historiarlo y estudiarlo científicamente, que encuentra con puntualidad los nudos de esa trama de ideas en el pensamiento de Platón, en la transformación de la visión del artista en el siglo XVII y en la obra de Hegel, que, como reconocen otros historiadores del arte, resulta fundamental para comprender el nacimiento de la historia del arte en el siglo XIX.

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Información

Año
2014
ISBN
9786071620361
Categoría
Arte

PRIMERA PARTE

EN BUSCA DE UNA DEFINICIÓN
DEL ARTE

I. EL VACÍO SEMÁNTICO

EN SÍ MISMA, en francés la palabra arte no implica ningún elemento estético. En realidad, designa una cierta capacidad y el Petit Larousse da como ejemplo de su sentido “poseer el arte de gustar, el arte de conmover”. Se trata con frecuencia de un dominio poco intelectual: “él posee el arte de halagar a las mujeres”, y la calidad puede tornarse despectiva: “él posee el arte de mentir”. La palabra designa también una serie de preceptos que se deben poner en práctica: el arte de cocinar, el arte de la navegación, el arte de la pesca… Solamente en segundo lugar remite el arte a un cierto dominio de la actividad creativa del hombre, sin definirlo en absoluto.
De hecho, esta ambigüedad del término es directamente heredada del latín. Ars significa habilidad, talento, e igualmente un conjunto de preceptos. El Gaffiot, por ejemplo, cita dos textos de Tito Livio, arte Punica (“con la habilidad de los cartagineses”) y quicumque artem sacrificandi conscriptam haberet (“cualquiera que poseyere un tratado concerniente a los sacrificios”). Pero el latín es aún más vago que el francés con el plural, artes, que con frecuencia designa exclusivamente las cualidades intelectuales. En Salustio, bonae artes significa las calidades, las virtudes, y malae artes la habilidad negativa, los vicios. Si el término llega a designar la actividad creadora, es sobre todo a propósito del ars rhetorica, es decir, del arte de la oratoria. Cicerón lo utiliza ciertamente en relación con estatuas; pero en un contexto que precisa el sentido. Las lenguas que tomaron la palabra latina heredaron sus ambigüedades: l’arte, el arte, the art, arta, gozan más o menos de los mismos significados que el francés; de la misma manera que los países germánicos, aun cuando utilizan una raíz diferente: Kunst, Konst, etc., calcan el sentido de los tratados italianos.
Sin embargo, el esfuerzo por establecer distinciones se deja sentir desde la Edad Media, la cual retoma la oposición antigua entre artes liberales y artes mechanicae. Pero la palabra ars tampoco aquí debe desviarnos: se trata de una clasificación de los principales dominios del conocimiento y de la acción, en la que no aparece el aspecto estético. La separación, con un fundamento social, casi no sobrevivirá a los profundos cambios de la cultura y de las costumbres. Por lo demás, dicha separación aportaría una simple jerarquía, no una definición.
Este intento ha reaparecido en la época moderna, en la cual poco a poco se introduce el término compuesto de bellas artes (beaux-arts). Cuando André Félibien escribe en el prefacio de sus Entrevistas (1666): “Al ver cómo Su Majestad se preocupa por hacer florecer en Francia todas las bellas artes, y en particular el arte de la pintura, me pareció que estaba yo en la obligación de exponer al público lo que había notado al respecto…”, todo equívoco se ha disipado. La pareja de palabras se encuentra por lo demás en la mayoría de las lenguas: belle arti, fine arts, schöne Künste; podíamos, pues, suponer que gradualmente terminaría por imponerse.
Desgraciadamente esa expresión carecía de singular: no se dice un “bello arte”. Y el plural sugería una nomenclatura que dio lugar a disputas acerca de los límites: ¿las artes decorativas, el arte industrial, la estampa, la fotografía, formaban parte de las bellas artes? El triunfo mismo del término resultó nocivo para él. En Francia, la mayor parte de los museos se convirtieron en “museos de Bellas Artes”; las antiguas academias fueron llamadas “escuelas de Bellas Artes”; se creó una “sección de Bellas Artes” en el Instituto y una “dirección de Bellas Artes” en el Ministerio; la palabra fue acaparada por las instituciones,1 llegando incluso a designar un estilo más o menos escolar. Prácticamente no funcionó bien en francés, ni en ninguna otra lengua.
No hemos hablado de la lengua griega, generalmente tan rica y tan precisa, la cual sin embargo no parece haber tenido a su disposición más que el término τεκνη, que siempre remite más o menos al saber del obrero, y ποίησις, que concierne a la creación; pero hablaremos más adelante de este problema. Para las demás lenguas, confesamos carecer de experiencia. Pero si nos fiamos de lo que nos han dicho, antes de su apertura al Occidente, China y Japón no disponían más que de palabras que definían oficios; posteriormente, se dotaron de términos cuya acepción calcaba más o menos fielmente las palabras europeas.
Así, el historiador del arte no ha logrado hacer coincidir su objeto con una palabra precisa y, por lo tanto, con un concepto claro. Mientras que el naturalista o el químico son capaces de definir bastante bien aquello que pertenece a su campo de estudio, la historia del arte o la Kunstwissenschaft pudieron aprovechar esa amplitud lingüística para tirar de su objeto en todas direcciones… y vaya que sí lo hicieron. No tengamos miedo de insistir: el historiador del arte no sabe bien de qué está hablando, pero acaso sea porque no ha sabido forjar palabras más precisas que las del pasado.
Durante mucho tiempo esta paradójica situación no incomodó a nadie y parecía natural separar, al interior del vasto envoltorio del término artes, una especie de campo reservado a esa creación del genio que era por excelencia “el arte”. Hoy, repitámoslo, ese consenso ha sido alterado por una serie de fenómenos de ruptura, y la imprecisión de la palabra ha sido inmediatamente explotada, de lo cual resultaron tantos abusos que hoy se deja sentir una necesidad de contar con marcos de referencia. Ciertamente, la clarificación puede llevar consigo una “revisión desgarradora”; pero, después de todo, acabamos de asistir a otras revisiones —dogmas marxistas, dogmas freudianos, nacionalismos— cuyas consecuencias no fueron menos graves…

1 Recordemos que todavía en 1955 Jeanne Laurent publicó un libro titulado La République et les Beaux-Arts (París, Julliard).

II. LA INSUFICIENCIA DE LOS GRANDES SISTEMAS FILOSÓFICOS

PARA PODER encontrar una definición clara del objeto de estudio del historiador, lo más sencillo pareciera ser volverse hacia la filosofía. Hace más de veinticinco siglos que el fenómeno llamado artístico ocupa un lugar privilegiado en la civilización occidental; sería, pues, imposible que estuviera ausente de la reflexión filosófica propiamente dicha. La carencia lingüística de la que hemos hablado debería haber llamado la atención de los pensadores, y provocado al menos algunos intentos de solución. Ahora bien, la búsqueda ha resultado decepcionante.
Ciertos filósofos, como Descartes, se preocuparon muy poco por lo concerniente al arte. Otros, por el contrario, estimaron que su sistema quedaría incompleto si no se tomaba en cuenta ese fenómeno. Pero aquí interviene un hecho que bien debiera sorprender: mucho más que la obra de arte o el artista, es lo Bello lo que llama la atención de los filósofos y lo que es comúnmente el objeto de sus disquisiciones. Al respecto, desde un comienzo aparece una ambigüedad que habrá de dominar durante mucho tiempo toda la reflexión, ambigüedad que aparece en el centro mismo de la doctrina platónica y por doquier será retomada y llevada hasta sus límites.

1. LA DICOTOMÍA PLATÓNICA

Hemos perdido los tratados teóricos de Platón y se discutirá interminablemente acerca de lo que en sus diálogos debe considerarse relativo a la ficción, o lo que puede pertenecer al sistema filosófico o teológico. Pero aquí eso sólo importa a medias, puesto que gracias a los diálogos se difundió su pensamiento. Ahora bien, en el Fedro, en el Fedón o en El banquete, el término bello (τὸ καλόν) o belleza (τὸ κάλλος) aparece en incontables páginas, pero generalmente se aplica a la belleza humana, a la belleza del amado, y no a la belleza artística. Es cierto que esa belleza es capaz de suscitar el amor solamente por el hecho de ser partícipe de lo Bello absoluto, y por dejar entrever la idea misma de lo Bello, “la belleza divina misma, uniforme, pudiera contemplar”;1 de la misma manera, según el mito largamente desarrollado en el Fedro, el delirio amoroso no es sino la reminiscencia de la Belleza entrevista dentro del cortejo divino (250.c-d). En lo que respecta al juicio estético, Platón no se interesa en introducir semejante término; a lo sumo encontramos esa palabra calificando el acorde musical de las cuerdas de una lira (“en la lira afinada la armonía es cosa invisible, incorpórea, enteramente bella y divina”).2
Pero Platón aborda también el problema por el otro extremo: el del lenguaje del artista aplicado a reproducir las formas naturales. Al principio del libro X de L...

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