Diferente cada noche
eBook - ePub

Diferente cada noche

El actor en libertad

  1. Spanish
  2. ePUB (apto para móviles)
  3. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Diferente cada noche

El actor en libertad

Descripción del libro

Mike Alfreds recuerda cómo, en los primeros años de su compañía Shared Experience, hizo un montaje de la novela de Dickens Casa Desolada que duraba diez horas, con los actores vestidos de calle, en un escenario vacío sin efectos de luz ni de tecnología; y cómo, aun así, al término de la función se le acercaban espectadores para felicitarle por «las maravillosas luces» del fuego de la chimenea en las casas y de las farolas de gas en las calles. Nada de eso estaba en el escenario pero el público lo había «visto»… lo cual parece una buena ejemplificación de su concepción del teatro: «Un grupo de personas [público] que observa a un segundo grupo de personas [actores] que se convierte en un tercer grupo de personas [personajes]». Para él realmente no se necesita más. Lo único realmente imprescindible del teatro son los actores y el público. Este libro es una detalladísima descripción del trabajo conjunto entre director y actores para conseguir que la función sea, como dice su título, Diferente cada noche. La larga experiencia del autor como director de escena –del National Theatre a la Royal Shakespeare Company, pasando por el Globe y un gran número de compañías en distintos países? le permite exponer un gran número de ejercicios y técnicas e introducirnos en la sala de ensayos para que el actor pueda no solo dar vida al texto sino prolongar esa vida hasta la última función.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
No, los libros no se pueden descargar como archivos externos, como los PDF, para usarlos fuera de Perlego. Sin embargo, puedes descargarlos en la aplicación de Perlego para leerlos sin conexión en el móvil o en una tableta. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Essential y Complete
  • El plan Essential es ideal para los estudiantes y los profesionales a los que les gusta explorar una amplia gama de temas. Accede a la biblioteca Essential, con más de 800 000 títulos de confianza y superventas sobre negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye un tiempo de lectura ilimitado y la voz estándar de «Lectura en voz alta».
  • Complete: perfecto para los estudiantes avanzados y los investigadores que necesitan un acceso completo sin ningún tipo de restricciones. Accede a más de 1,4 millones de libros sobre cientos de temas, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Complete también incluye funciones avanzadas como la lectura en voz alta prémium y el asistente de investigación.
Ambos planes están disponibles con un ciclo de facturación mensual, semestral o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la aplicación de Perlego en dispositivos iOS o Android para leer cuando y donde quieras, incluso sin conexión. Es ideal para cuando vas de un lado a otro o quieres acceder al contenido sobre la marcha.
Ten en cuenta que no será compatible con los dispositivos que se ejecuten en iOS 13 y Android 7 o en versiones anteriores. Obtén más información sobre cómo usar la aplicación.
Sí, puedes acceder a Diferente cada noche de Mike Alfreds en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Medios de comunicación y artes escénicas y Actuación y audiciones. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2019
ISBN de la versión impresa
9788490655740
1
PRESENTACIONES
Curriculum vitae
Soy director. He dirigido unos doscientos montajes en cincuenta años aproximadamente. En una ocasión llegué a hacer doce en un año; actualmente me limito a no más de dos. Me he pasado la mayor parte de la vida dirigiendo compañías o implicándome de un modo u otro con un mismo grupo de actores durante un largo período de tiempo. Paralelamente, he desarrollado mi carrera como docente para directores y actores. He traducido y adaptado muchos de los textos de mis montajes. Nací en el Reino Unido, estudié en Estados Unidos y he trabajado en otros ocho países.
Cuando era niño quería ser actor. Pudriéndose en algún desván –o eso espero y deseo– hay una grabación casera de mí, con seis años, haciendo de Carmen Miranda, con un turbante hecho con frutas de verdad y una toalla, con pendientes de plástico de varios colores, de los que se utilizan para anillar a los pollos, colgando de las orejas. Mi primera aparición sobre un escenario –o medio aparición– fue como una de las tres campanillas en una obra de teatro del colegio por Navidad. Íbamos con un vestuario azul medio transparente, con sombreros de ala blanda. Por culpa de la torpeza de la primera campanilla, o por su mala fe, apenas logré salir de la pata del escenario. (Gran decepción de mis padres: «¿Por qué no empujaste?».) En el montaje del año siguiente me ascendieron al papel de Amundsen, del que jamás había oído hablar, y tenía una frase: «Me llamo Amundsen y voy a llegar al Polo Sur antes que nadie». Entonces, con la bandera noruega, tenía que correr en círculo más rápido que el chico que hacía de Scott, que corría en dirección contraria con la Union Jack. Tita Bea, la directora del colegio que dirigía los ensayos, me preguntó qué había comido. «Bacalao», dije. «Pues eso, estás actuando como un bacalao relleno», me respondió. (Señores directores, nuestras bromas calan hondo y duran años.) En el instituto, interpreté a madame Wang en la obra Lady Precious Stream [Señora Arroyo Precioso] de S. I. Hsiung y a Raina en El hombre y las armas de Bernard Shaw. Probablemente lo hacía fatal… pero decía bien el texto. Hice una obra en verso de un acto cuyo nombre he olvidado, algo en la línea de Febe o la doncella espartana, en la que interpretaba el papel principal en un uniforme de doncella prestado. Era una especie de parodia pícara de la tragedia griega situada en la década de 1920, pero fuese lo que fuese aquello, yo no entendí nada de nada. Estuve a punto de librarme de los papeles de travesti interpretando a Jaques en Como gustéis (me estaba cambiando la voz), pero las fechas de las funciones coincidían con mi Bar Mitzvá. Mi ruptura oficial con el mundo del drag no se produjo hasta que me uní a un grupo de teatro amateur de mi barrio un par de años más tarde, en el que interpreté, como el buen chico judío que era –en un iglesia– a san Cuthman en la obra The Boy with a Cart [El chico de la carretilla] de Cristopher Fry. Estaba tan nervioso que lo único que recuerdo es cómo cambiaba las palabras de sitio: las colinas, por ejemplo, rodaban por las piedras. Una representante de actores, una amiga de la familia, vino a ver la función. Me consiguió una prueba de cámara para hacer del niño rey Ptolomeo en la versión cinematográfica de César y Cleopatra de Bernard Shaw, que estaba protagonizada por Vivian Leigh, a la que yo adoraba. El día de la prueba tenía tanto miedo que fingí estar enfermo. La representante, sin inmutarse, me pasó un ejemplar de El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador de la vivencia de Stanislavski, un libro al que curiosamente yo, en aquel momento, no encontré ni pies ni cabeza. La llave que acabó abriendo la puerta a las que, para mí, son algunas de las verdades esenciales de la interpretación estuvo diez años en mi estantería sin abrirse. Seguí actuando en el grupo de teatro amateur sintiendo cada día más y más vergüenza.
Mi creciente incomodidad en el escenario encajaba a la perfección con, o quizá fue lo que propició, mi nueva ambición de convertirme en escritor de teatro. Desde que tenía once años iba regularmente al teatro, de manera que a los dieciocho, cuando me fui a hacer el servicio militar, ya había visto muchos montajes y había leído muchas obras. En aquella época, la escena teatral londinense era más sencilla: solo existía el West End, más un par de lo que entonces se llamaban «pequeños teatros», especializados en representar sombría bazofia extranjera. Por eso vi tantas comedias ligeras (un género que, como el teatro de variedades, ha pasado a mejor vida). Guardo en una carpeta las páginas amarillentas de mis primeras tentativas de escritura dramática: «Acto primero. Escena primera. Una casa de campo. A través de la cristalera entra…». Pensaba que La fiebre del heno y Vidas privadas eran las obras más divertidas que uno podía imaginar y las leía una y otra vez. Cuando años más tarde mi madre, con bastante atrevimiento, le pidió a Noël Coward que leyese una de mis obras, este aceptó y en su carta de contestación le aconsejó que su hijo intentase «escribir algo motu proprio».
Dirigir, que antes se llamaba producir, no me decía nada, aunque ya conocía a Peter Brook y había visto muchos de sus primeros montajes, entre los que estaba Ring Round the Moon [Anillo alrededor de la luna], que a mí precozmente no me pareció tener tanto estilo como me habían dicho. Ya empezaba a desarrollar mi propio ojo crítico y –aunque por aquel entonces no habría podido llamarlo así– una idea sobre la verdad teatral. Por aquella época vi a Peggy Ashcroft en Un profundo mar azul de Terence Rattigan y a Sam Wanamaker y Michael Redgrave en Una chica de campo de Clifford Odets, y me conmovió profundamente la honda sexualidad de la actuación de la primera y la espontaneidad y el peligro de la de los segundos. Vi a los Olivier en La escuela del escándalo, que demostraba que los textos clásicos podían ser cercanos y accesibles. Su manera de interpretar la «escena del biombo» reveló otra apasionante posibilidad: la comedia y la tragedia podían coexistir en una misma situación.
Cuando acabé en la RAF (Fuerza Aérea Británica) en Singapur, monté un club de cine y empecé a leer sobre dirección cinematográfica. Me entusiasmó descubrir que a través de la manipulación de la composición, la luz y el movimiento se podían insinuar significados más allá de su propósito literal. Entendí que el cine (y por extensión el teatro) podía ser algo más que lo que se veía en la superficie. «Una de esas cosas que pasan» me pasó a mí. Esto es lo que quería hacer. Dirigir. Películas.
Así que en vez de regresar al Reino Unido, me las ingenié, por medio de una laboriosa burocracia, para licenciarme del servicio militar en Singapur y coger un barco de carga a través del Pacífico para llegar a Hollywood. Conseguí un trabajo en MGM como chico de los recados en el departamento de dibujos animados de Tom & Jerry. Al cabo de dos semanas, me ascendieron de forma vertiginosa al plató principal como aprendiz en el departamento de publicidad. Pensé que no había nada que me pudiese parar. Pero sí que había algo. Mis intentos por llegar más lejos, al departamento de producción, se quedaron en nada. Me pasaba los días haciendo tours especiales por el estudio para VIP. Estos tours, además de pasearles por los escenarios sonoros para que vieran el rodaje y se hicieran fotos con las estrellas, que no estaban muy por la labor, incluían enseñarles los vestidos que la Garbo había llevado en La dama de las camelias y advertirles con el dedo de la presencia de Elizabeth Taylor en la cafetería del estudio. Las tardes, sin embargo, las pasaba dirigiendo para una de las muchas compañías de teatro que crecían como setas alrededor de Los Ángeles y que potencialmente servían de escaparate para los miles de aspirantes a estrella que viajaban al Oeste con la esperanza irracional de ser descubiertos. Mi primer montaje fue una obra en un acto de Tennessee Williams llamada Saludos de Bertha, que cuenta la historia de una prostituta que muere de mal de amores en un prostíbulo de Nueva Orleans… ¡bien lejos de mi natal Maida Vale! No obstante, ganó el Premio Southern California Theatre’s Jesse Lark al mejor montaje y pareció confirmarme en mi tercera opción de carrera. Mi siguiente empeño consistió en un ambicioso programa triple. Se componía de una adaptación, realizada por mí, de una pieza de Kenneth Tynan en torno al toreo, The Death of Manolete [La muerte de Manolete], y de una traducción, también mía, de La voz humana de Cocteau, una obra en un acto para una mujer y un teléfono, para la que seleccioné a una actriz sueca que tenía la intención de ser la próxima Ingrid Bergman. (En los peligrosos bajíos de Hollywood se hundió sin dejar rastro.) El tercer número era una farsa de Molnar llamada Un, dos, tres en la que, durante el intermedio, yo, sin la ayuda de nadie, cambiaba la configuración de los asientos que miraban hacia el escenario y los colocaba en círculo mirando al centro. La función fue un éxito, pero era larga, una característica que ha acompañado gran parte de mi trabajo a lo largo de los años.
Aquel éxito bastó para animarme a alzar el vuelo y estudiar en Nueva York y posteriormente en la Universidad Carnegie Mellon de Pittsburgh, entonces el Carnegie Institute of Technology, en cuyo departamento de teatro, al que estoy, como dicen, eternamente agradecido, empecé a aprender mi oficio. La formación era intensa e intensiva, con un sólido equilibrio entre teoría y práctica. Trabajábamos dieciocho horas diarias, actuando, dirigiendo, construyendo escenarios, confeccionando vestuario, escribiendo obras, ejerciendo de regidores, o de ayudantes de dirección, preparando trabajos de investigación, analizando textos y –como directores neófitos– haciendo infinitos ejercicios de composición, foco, equilibrio y traducción en imágenes. Con esta formación descubrí, para mi pesar, que mi instinto para dirigir, que tan bien me había servido hasta ahora, se hundía bajo el peso de las técnicas que estaba aprendiendo. Durante una temporada, mi trabajo fue correcto, pero falto de espontaneidad. Con el tiempo, absorbí estas técnicas y finalmente, para alivio mío, mi instinto resurgió, reforzado por mis nuevas habilidades. Me di cuenta de que en el teatro la absorción de procesos requiere un tiempo considerable y no puede apresurarse. Aprendí que es inútil, aparte de bastante erróneo, esperar resultados inmediatos de los actores, exceptuando los de tipo más práctico.
En las vacaciones de verano, me fui a trabajar como regidor en un teatro de repertorio en Kennebunkport, Maine, que programaba un musical diferente, opereta u ópera cada una de las once semanas de su temporada. El director había tenido que dejarlo antes de tiempo y me ofrecieron dirigir los dos últimos montajes. Lo hice lo bastante bien para que me volvieran a llamar como director la siguiente temporada. Aprendí a manejarme con un gran reparto de unos cuarenta intérpretes, a concentrarme en lo esencial, a comunicarme con precisión, y a poner en pie un montaje en un tiempo récord (aproximadamente nueve horas). Las mañanas se dedicaban a ensayos musicales y a montar los números de baile. Conseguía montar la primera mitad del espectáculo la tarde de los miércoles, la segunda la de los jueves y juntarlo todo la de los viernes. Los sábados había matinés, así que no podíamos ensayar. Los lunes hacíamos ensayo técnico y, al día siguiente, ensayo general en un estado de histeria, llorando de la risa sin remedio y sollozando de frustración. Se obraba el milagro y los estrenos de la noche de los martes eran tan serenos como las proverbiales aguas mansas.
Cuando me gradué, un grupo de compañeros de estudio y yo montamos un teatro de repertorio de invierno en Tucson, Arizona, que duró lo que una única producción maldita. Más adelante, a los veintiséis, me convertí en director artístico de la Cincinnati Playhouse-in-the-Park donde dirigí catorce obras en nueve meses, entre ellas Hamlet, La gaviota, Hedda Gabler, Volpone, La casa de las penas, La ronda, Panorama desde el puente, El servidor de dos amos, Las sillas de Ionesco y Sin salida de Sartre. Algunas de estas obras acabaron formando parte de mi repertorio personal, y desde entonces las he vuelto a dirigir frecuentemente con placer renovado. Formé un compañía estable y aprendí, con mucho dolor, a lidiar con los retos que planteaban muchos actores «metodizados». Tenían momentos de una verdad asombrosa, pero siempre en relación con ellos mismos y no con sus personajes. También aprendí a organizar mi horario de ensayos teniendo en cuenta quién había dormido con quién la noche anterior y quién había roto con quién. Mi trabajo, de manera extraoficial, incluía salir corriendo en mitad de la noche al centro, a la estación de autobuses Greyhound, para sacar a rastras de algún vehículo a punto de salir a actores que repentinamente habían decidido que tenían que volver a Nueva York. Fue una época de intenso aprendizaje para un joven director artístico. Mi curva de aprendizaje fue pronunciada. Llegué a comprender que dirigir consistía en tratar tanto con personas como con textos.
Cuando empecé a dirigir, trabajaba de una manera convencional, diciendo a los actores dónde ponerse. Tenía una idea clara de cómo se debía interpretar cada situación e intentaba conducir a los actores hacia esos resultados que yo, por aquel entonces, solía establecer con mucha precisión. Tenía, creo, un buen instinto para aquello a lo que aludía la palabra «estilo» y era meticuloso en la búsqueda y en la preparación. Sin embargo, parte de mi formación había sido en el Método, que estaba en pleno apogeo en aquel momento, y, en medio de las confusiones e indulgencias que este propiciaba, me llamaron la atención las recurrentes exhortaciones a «jugar en presente» y «estar en presente». También me entusiasmaba enormemente leer los escritos sobre los procesos de ensayo de Stanislavski, Vajtángov, Tairov y Meyerhold. Sus condiciones de trabajo parecían de otro planeta, un planeta donde contaban con el vestuario y la escenografía final desde el comienzo de los ensayos y trabajaban en un único montaje el tiempo que fuese necesario, en ocasiones más de un año… algo muy diferente de nuestro predominante plan de ensayos de entre una y cuatro semanas de duración. Me inscribí en un curso de dirección en Nueva York en la desaparecida American Theater Wing, que impartía un dramaturgo, Joseph Kramm, cuya obra The Shrike [El alcaudón] lo había catapultado a la fama. Dos veces a la semana presentábamos escenas que habíamos preparado, mendigando actores y tomándolos prestados de donde podíamos. Después de mostrarlas, él preguntaba a los actores cuáles eran sus objetivos. Casi siempre, cuando se volvían a hacer, las escenas cobraban una nueva vida, las imágenes antes borrosas se enfocaban ahora con nitidez. Otra de esas campanas interiores anunció la buena nueva de que los objetivos eran vitales para la vida en el teatro. Influido por todo esto, fui encontrando gradualmente una mayor libertad en el trabajo con los actores. Gracias a Kramm también descubrí que lo que hacía que una obra fuera buena no era únicamente el tema que literalmente pareciese tratar, sino las metáforas que había en ella.
Regresé a Inglaterra en 1962. El teatro allí parecía dar señales de una nueva y excitante energía que emanaba del Royal Court. Cuando toda una señora de Cincinnati se me acercó y me confesó efusiva: «Es que me encanta Ibsen», comencé a preguntarme qué hacía yo en el Medio Oeste. Volví a Inglaterra. Y rápidamente dejé de trabajar. A pesar de mis tres años de formación, mis cuarenta montajes y de haber dirigido tres compañías, me trataron como si acabara de aparecer de la nada. Tuve una entrevista con Hazel Vincent Wallace, en aquel entonces una dama...

Índice

  1. Cubierta
  2. Dedicatoria
  3. Prólogo
  4. Agradecimientos
  5. Epígrafes
  6. Una guía práctica
  7. Advertencias de salud y seguridad
  8. 1. Presentaciones
  9. 2. Conceptos
  10. 3. Preparación
  11. 4. EL trabajo:ensayo, montaje, representación
  12. 5. Desatascar el trabajo
  13. 6. Coda: resumen
  14. Créditos
  15. Alba Editorial