Respeto por la interpretación
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Respeto por la interpretación

Uta Hagen

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Uta Hagen

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En 1948 Uta Hagen sustituyó temporalmente a la actriz Jessica Tandy en el papel de Blanche en Un tranvía llamado Deseo en Broadway. Ante las reticencias de Marlon Brando, propuso que ensayaran los cinco primeros minutos para ver si sus interpretaciones encajaban: «¿Por qué funcionó? Los dos estábamos totalmente familiarizados con el lugar, los objetos y las circunstancias. Ninguno fue caprichoso ni egoísta. Ninguno violó las intenciones de nuestros personajes. Las cuatro semanas que siguieron nunca dejaron de ser una aventura». En Respeto por la interpretación, un clásico de la pedagogía teatral desde su publicación en 1973, la actriz se sirve de las obras que interpretó -de El huerto de los cerezos y Tío Vania a Casa de muñecas y ¿Quién teme a Virginia Woolf? — para ilustrar sus principios sobre el arte y el oficio de la interpretación. Se dirige en todo momento al potencial actor de tú a tú, descifrando con él, a través de ejercicios y trabajos preparatorios, las claves de su técnica de la «sustitución», es decir, la identificación con experiencias emocionales y sensoriales que guíen al intérprete hasta conseguir una actuación interiorizada. Este encuentro con uno mismo, «a través de una serie continua y solapada de sustituciones de nuestras propias experiencias y recuerdos mediante el uso de una imaginativa extensión de las realidades», es una de las claves del libro.

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Información

UTA HAGEN
con haskel frankel
Respeto por
la interpretación








Prólogo
David Hyde Pierce
Traducción
Martín Schifino








ALBA
Para Herbert,
que ha revelado y aclarado cosas y
siempre ha puesto delante de mí un grandísimo ejemplo
Prólogo
Tuve la experiencia transformadora de actuar con Uta Hagen en una obra para dos actores unos años antes de su fallecimiento. Me hacía mucha ilusión colaborar con aquella actriz y profesora legendaria, pero también me intimidaba la idea de ser la única persona que compartiera con ella el escenario, de manera que releí sus libros a fin de prepararme para mi papel y para ella.
Bueno, nada te preparaba para la señora Hagen. Cuando nos conocimos, ella andaba por los ochenta años y seguía siendo de armas tomar. Era sobria, pasional, encantadora, indómita, incansable y teatral. Como estudiante de sus escritos, eso fue lo que me más me sorprendió: todo lo que hacía era real, fundado y profundamente humano, pero tenía una extravagancia gestual, un lirismo físico y vocal que hundía sus raíces en una época anterior.
De verdad ponía en práctica lo que predicaba sobre la vida física de un personaje. Insistía en que tuviéramos los elementos de utilería reales, incluidos algunos electrodomésticos, en la sala de ensayos. Nada de imitaciones de cartón piedra: «Quiero abrir y cerrar la puerta de esa nevera cien veces antes siquiera de pisar el escenario», dijo una vez. En los ensayos utilizamos un tosco recipiente de plástico para guardar las galletas que ella tenía que servirme en el segundo acto. Cuando nos trasladamos al teatro, el escenógrafo lo reemplazó por una estupenda lata de galletas que representaba al dedillo el objeto que habría tenido en su cocina el personaje. La señora Hagen le echó un vistazo, soltó un improperio y la arrojó detrás de bastidores. Usamos el recipiente de plástico en todas las funciones de la obra.
Su obsesión con esos detalles no era frívola ni egoísta. Uta era una actriz generosa, la realidad que se creaba en el escenario era contagiosa y actuar con ella te hacía sentir seguro y libre a la vez. Recuerdo una escena en la que yo tenía un parlamento sobre la pérdida de mi madre a raíz del Alzheimer. Me parecía que el parlamento debía tener una gran carga emocional y, como mi propia madre había fallecido, y yo había perdido a algunos familiares por el Alzheimer, nunca me hacían falta sustituciones: la emoción siempre se presentaba. Pero, en una función, nada más empezar a decirlo presentí que no lo haría. Podría haberme aturullado, o haber intentado forzarla o fingirla, pero delante de Uta no quería ni necesitaba resultar falso. Pensé en su consejo de no determinar el momento o la manera en que aparecerá una emoción (capítulo «Memoria emocional», punto 2), supe que ella aceptaría cualquier interpretación del pasaje y continué con el parlamento hasta el final, seco como un hueso. Luego me puse de pie, empecé a decir la siguiente frase (algo inocuo como: «¿Te apetece un vaso de agua?») y me deshice por completo. Cuando salimos del escenario después de la escena, se volvió a mirarme con un brillo en los ojos y dijo: «Eso ha sido interesante».
El lector debe saber que la señora Hagen renegó de Respeto por la interpretación. Después de escribirlo, viajó a lo largo y ancho de Estados Unidos para visitar diversos talleres de interpretación y quedó horrorizada con lo que vio. «Pero ¿qué hacen?», preguntaba a los profesores. «Sus ejercicios», contestaban estos con orgullo. Así que la señora Hagen escribió otro libro, Un reto para el actor, que es más detallado y quizá más claro y sin duda debería leerse como complemento de este. Esperaba que su segundo libro reemplazara Respeto por la interpretación, pero no ha sido así, y creo que este perdura porque captura su primer impulso, puro y generoso, de orientar y nutrir a los artistas que amaba.
En este libro se oirá la voz de la señora Hagen y se intuirá un poco quién era. Quería que los actores tuviéramos tanto respeto por nosotros mismos y nuestro trabajo que nunca nos conformásemos con lo fácil, lo superficial o lo chabacano. De hecho, quería que nunca nos conformásemos en absoluto, sino que siguiésemos explorando en todo momento, que no dejáramos de ahondar y subir el listón en nuestras escenas, en nuestras obras y en nuestra carrera. Respeto por la interpretación no es un libro extenso, pero, con un poco de suerte, tardaréis el resto de vuestra vida en leerlo.
David Hyde Pierce
Agradecimientos
Quiero agradecer al doctor Jacques Palaci, que me ayudó con sus conocimientos científicos en unas cuantas esferas en las que necesito mayor ilustración y comprensión sobre los motivos, la conducta y los problemas psicológicos humanos.
Primera parte. El actor
Introducción
Todos tenemos convicciones y opiniones contundentes sobre el arte de la interpretación. Las mías son nuevas solo en la medida en que se han concretado en mí. Me he pasado la mayor parte de la vida en el teatro y sé que el proceso del aprendizaje artístico no se acaba nunca. Las posibilidades de crecimiento son ilimitadas.
Antes aceptaba opiniones como: «Actor se nace»; «Los actores no saben realmente qué hacen en escena»; «La interpretación es puro instinto: no se puede enseñar». En el breve período en que también yo creía esas afirmaciones no tenía respeto por la interpretación, como nadie que piense de esa manera.
Muchas de las personas que expresan tales convicciones, incluidos algunos actores profesionales, tal vez admiran la voz y el cuerpo preparados de un actor, pero creen que cualquier preparación adicional solo puede obtenerse interpretando una obra delante del público. Eso me parece algo similar a enseñar a nadar a un niño echándolo al agua. Los niños pueden ahogarse, y no todos los actores se desarrollan a fuerza de presencia física en un escenario. Puede que un pianista de talento, hábil a la hora de improvisar o tocar de oído, cause sensación por un tiempo en un club nocturno o en la televisión, pero sabe que no debe arriesgarse con un concierto de Beethoven. Lo cierto es que los dedos del pianista no darán abasto. Un cantante pop que no ha educado su voz puede tener un éxito similar, pero no con una cantata de Bach. El cantante se destrozaría las cuerdas vocales. Una bailarina sin formación no tiene esperanzas de interpretar Giselle. Se desgarraría los tendones. Al hacer el intento, todos ellos le cogerían también manía al concierto, a la cantata y a Giselle: si al cabo se preparan lo suficiente para interpretarlos, solo recordarán sus primeros errores. En cambio, un actor joven se zambullirá en Hamlet sin pensarlo dos veces a la primera oportunidad. Debe aprender que, si no está listo, se hace y hace al papel un flaco favor.
Más que en las otras artes escénicas, la falta de respeto por la interpretación actoral parece deberse a que todo lego se considera un crítico legítimo. Ningún espectador no experimentado comenta los golpes de arco de un violinista, la paleta o pincelada de un pintor o la tensión generada por un entre-chat mal hecho, pero todo el mundo está dispuesto a proporcionarle fórmulas al actor. Sus tías y sus agentes van a verlo al camerino para aleccionarlo: «Creo que no has llorado lo suficiente». «Creo que tu “Camille” debería llevar más colorete.» «¿No te parece que vendría bien sollozar un poco más?» Y el actor los escucha, agravando la idea criminal de que la interpretación no presupone ningún arte ni aptitud.
Hubo unos pocos genios que lograron su cometido, por así decirlo, echándose al agua, pero eran genios. Descubrieron de manera intuitiva un método de trabajo que tal vez no habrían sabido definir. No obstante, aun cuando no todos tengamos esos dones, podemos alcanzar un nivel de interpretación más alto que el que se consiguió con las pruebas y errores del pasado.
Laurette Taylor se convirtió en mi ideal cuando la vi interpretar a la señora Midget en El viaje infinito (Outward Bound), de Sutton Vale. Su trabajo parecía escapar al análisis. Fui a verla una y otra vez en el papel de la señora Midget y luego en el de Amanda en El zoo de cristal. En cada ocasión, me esforzaba por estudiar y aprender y nunca sacaba nada en limpio, porque la actriz me envolvía con su espontaneidad hasta el punto de que eliminaba mi capacidad de ser objetiva. Unos años después, me entusiasmó descubrir en la biografía Laurette, escrita por su hija Marguerite Courtney, que ya a principios del siglo xx su madre analizaba los papeles de una manera que guardaba estrecha relación con los principios en los que he llegado a creer. Laurette Taylor comenzaba su labor construyendo los antecedentes del personaje que iba a interpretar. Procuraba identificarse con ellos hasta creer que habitaba la piel del personaje, en las circunstancias dadas, con las relaciones dadas. ¡Su esfuerzo no acababa hasta que, en sus propias palabras, llevaba «la ropa interior» del personaje! Dedicaba los ensayos a estudiar el escenario, vigilaba a los demás actores como un halcón, dejaba que se entablaran relaciones y sopesaba todas las posibilidades de su comportamiento. Se negaba a memorizar el texto sin antes convertirlo en parte indisociable de su vida en escena. No quería un resultado rápido. Se rebelaba contra las convenciones escénicas y la imitación. Y aun así insistía en que no tenía técnica ni método de trabajo algunos.
Se dice que los Lunt rechazan la interpretación relacionada con el «método», y sin embargo tuve con ellos una experiencia que superaba con mucho la técnica de casi todos los actores partidarios del «método». En el último acto de La gaviota, de Chéjov, dura...

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