¿CÓMO MIRAR
Y PENSAR LA
BELLEZA?
Conferencia pronunciada en el Collège des
Bernardins, París, el 5 de noviembre de 2010
Nuestra presencia en el mundo puede parecernos banal o milagrosa, según la sensibilidad de cada uno. Pero todos admitimos que en ello hay un misterio. No estábamos ahí y, un buen día, descubrimos que estamos, durante un tiempo. Un vez inmersos en este mundo tal como se nos ofrece, dos fenómenos, entre otros, nos asombran especialmente, dos fenómenos extremos que constituyen, por así decirlo, misterios en el misterio, el del mal y el de la belleza.
El mal, sabemos lo que es, de tan roída que está la vida humana por él. El mal está causado por las enfermedades o las calamidades naturales. Está aquel que los hombres infligen a los demás hombres. Este último es mucho más aterrador. Como el hombre está dotado de inteligencia y goza de libertad, cuando pone su ingenio al servicio del mal —masacres, genocidios, suplicios, violaciones, torturas físicas o morales, destrucciones en masa—, no existen límites a su radicalidad. Ni siquiera la muerte acaba con él, ya que dicho mal destruye, con crueldad aterradora, no solo el cuerpo, sino también el alma. Es capaz de destrozar el orden de la propia vida. De este modo, este mal radical transforma nuestro planeta único en un astro negro entre los astros. Por lo tanto, hay aquí un misterio que nos habita y nos paraliza.
La belleza también sabemos lo que es. Todos la hemos experimentado y compartimos impresiones comunes, desde el cielo estrellado, los paisajes grandiosos, hasta el más insignificante vuelo de un pájaro entre las nubes, hasta la más insignificante hierba acariciada por la brisa. Si se halla en todas partes, a bote pronto no parece indispensable para la vida. Comparado con lo bueno, lo bello aparece como un lujo, un excedente, dicho de otro modo, algo superfluo. Aquí les proponemos partir de una idea sencilla: el universo no está obligado a ser bello. Podríamos imaginar un universo únicamente funcional, sin que lo rozara ninguna idea de belleza. Sería un universo que se conformaría con funcionar, en el que un conjunto de elementos neutros, indiferenciados, se mueven, se agitan, indefinidamente. Estaríamos ante un mundo de robots, o un mundo de concentración; ya no estaríamos en el orden de la vida. Para que haya vida, es necesario que haya una diferenciación de elementos que, al complejizarse, tiene como consecuencia la formación de cada ser en su singularidad. Esto responde a la ley de la vida que implica que cada ser constituya una unidad orgánica específica y posea, al mismo tiempo, la capacidad de crecer y transmitirse. Es así como la gigantesca aventura de la vida ha desembocado en cada brizna de hierba, en cada insecto, en cada uno de nosotros, cada uno único y no intercambiable.
En mi opinión, con este hecho de la unicidad de los seres empieza la posibilidad de la belleza. Cada ser deja de ser un robot entre los robots y una simple figura entre otras figuras. La unicidad transforma cada ser en presencia, que, como una flor o un árbol, no deja de tender, en el tiempo, hacia la plenitud de su esplendor singular, que es la definición misma de la belleza. En cuanto presencia, cada ser está virtualmente habitado por la capacidad de alcanzar la belleza y, sobre todo, por el “deseo de belleza”. Repitámoslo: a primera vista, el universo solo está poblado por un conjunto de figuras; en realidad, está poblado por un conjunto de presencias. Debido a ello, nace en los humanos la posibilidad del lenguaje que nombra todas las cosas y que designa “yo” y “tú”. A partir del lenguaje, el hombre, cuando no zozobra en el mal, entra en un proceso que lo eleva hasta transfigurarlo, perfeccionando el amor, enriqueciendo sus creaciones.
Así pues, presencia, esa noción tan fundamental. De presencia a presencia y entre las presencias, cuando se revela, se manifiesta la verdad de la belleza, se produce un fenómeno de percepción, sensación, atracción, exaltación y adhesión. Si cada presencia es una finitud, en cambio, entre las presencias que no cesan de intercambiar circula el soplo del infinito. La belleza, debido a su poder de atracción, contribuye a la constitución del conjunto de presencias en una inmensa red de vida orgánica en la que todo se conecta y se sostiene, en la que cada unicidad adquiere sentido ante las otras unicidades y, de este modo, participa en el todo. Sí, se participa y se va a algún sitio, y esto se resume quizás en una única palabra, la pala...