La Tarara
Dramatis personae
Rosa / Rosa niña: mujer de 43 / niña de 8 años
Telma: madre de Rosa, anciana
Madame Rèvelot: sobrenombre de Encarnación, la cuidadora de Telma
Cristóbal: amante de Telma, profesor de violín
Yasmín: conocida en el barrio como la Tarara, prostituta transexual
Hombre de negro / Listz: pianista austriaco fallecido en 1886
Una voz: psiquiatra de Rosa
Gabriel: guardia civil, amante de Yasmín
Inspector 1
Inspector 2
Dependiente de Galerías Preciados
I
Rosas y pensamientos
Alicante, 2 de junio de 1988
Rosa.— Tengo todo el jardín lleno de rosas bordes. Esta mañana tu nieta ha dicho “teta”. Teta. Así, sin venir a cuento. Ha mirado a su madre y ha dicho “teta”. Antes que mamá o papá. Me paso el día amamantándola y ella nunca tiene suficiente. La lactancia es una larga despedida para los niños, igual que lo es la demencia para los viejos.
Tú nunca me explicaste cuántos meses me diste teta, ni siquiera sé si lo hiciste. Hoy he plantado rosas bordes en el jardín, son más fáciles de cuidar que las rosas normales, no cogen pulgón. Eso dicen. Aunque hay que hablarles. Cada tanto hay que ponerles fertilizante y regarlas, claro. No es como tener un cactus, hay que prestarles mucha atención y, aun así, se secan, no les basta el rocío.
A veces lloro al borde de las cosas. Como cuando era pequeña y todo lo demás era grande e inasible, eterno y hermoso, vasto y frío, y un horror, como en un poema de Hölderlin. Recuerdo que a menudo paseaba por las calles con olor a viejo y a sal, y a club de alterne, y veía el sol remolón de la mañana relamer los adoquines meados por los gatos del Raval y me tenía que tapar la boca para sofocar los sollozos. Los olores y algunos tipos de luz que eran nuevos para mí me hacían llorar de emoción y de dolor, de desconcierto y de miedo, como llora un recién nacido al abandonar el útero materno.
Así es que paseaba por el canal del parto que era para mí la calle san Andrés, sembrada de marineros franceses en busca de un desahogo. Paseaba con la mano en la boca, lo cual tú atribuías a que me sentía acomplejada por mis recién estrenados dientes incisivos, demasiado grandes para mi pequeño cuerpo, asustado por la vida trepidante, extasiado por el rojo de labios de las putas alegres y por los destellos de sal de los peces lívidos que los pescadores llevaban al Mercado de Abastos en carretas desvencijadas entre tembleques y bamboleos y chistes verdes.
Muchos estamos condenados a ser niños por siempre y a taparnos la boca para que nadie lo note. También lloré con la mano así cuando se secaron los pensamientos de mi jardín. No sabía qué hacer ni cómo consolarme cuando se supone que tenía que estar tan feliz porque iba a ser madre. Compré más, muchos más, y, claro, ahora tengo todo el jardín lleno de pensamientos y una niña agarrada a mi pezón y adicta a mi pecho. Solo cuando nació tu nieta dejé de llorar, mamá. Dejé de llorar para empezar a cagarme de miedo: tener un hijo bloquea todos los demás sentimientos. Está solo el miedo, cagarse de miedo esperando que tu niña se rompa el alma contra cualquier esquina de la vida. Creo que te gustaría conocerla, se pasa el día durmiendo, como tú. Tu cuidadora, madame Révelot, te leerá esta carta.
Te echo de menos. Un beso,
Rosa
Madame Révelot.— Señora, hay un regalo para usted.
Telma.— ¿Qué es esto?
Madame Révelot.— Ha llegado esta mañana por correo. Sin remite. Parece un álbum de fotos.
Telma.— No es de fotos. Es de recortes de periódico.
Madame Révelot.— Ah, su hija le ha confeccionado un álbum precioso para que usted no la olvide y siga sus pasos. Son fotos, recortes de/ Ah, fíjese, ahí tenía apenas, ¿qué?, ¿quince años? O/ Qué violín tan bonito, y elegante. En esta otra está muy guapa: Filarmónica de Berlín. Praga, Salzburgo, Sídney, Copenhague... Qué importante es su/
Telma.— No me lo ha enviado ella.
Madame Révelot.— ¿Ah, no? ¿Y entonces quién?
Telma.— Tíralo a la basura.
2
El saltamontes en la tapia
Alicante, 20 de abril de 1992. Han pasado cuatro años
Rosa.— Ayer estaba cortando rosas y pensé otra vez en ti. Un saltamontes se estaba comiendo los pétalos. Al punto de aplastarlo entre mis dedos pulgar y corazón me acordé de ti. Y fue como querer matarte.
Me quité los guantes de jardinero y sostuve el saltamontes con delicadeza. Lo dejé encima del murete que nos separa de la vecina.
Este saltamontes solo tiene una vida. Esta vida. Tiene algo de marioneta y de helicóptero, de ingenio alado del Renacimiento y de tijeras, de cirujano circunspecto y de hoja de árbol temblona. Tiene algo de escucha atenta de los vientos. Y tiene mucho de indiferencia ante la vida, de silencio, de sometimiento, de sueño, o acaso de arrobo.
Por eso me recordó a ti.
A veces juego a reunir recuerdos que no encajan. Como cuando te vi aovillada durmiendo en el patio calcinado de la casa. Eso fue después del incendio.
Me acerqué y te pedí que me contaras un cuento, porque solo cuando me cuentas cuentos, mamá, dejo de tener miedo.
Te diste la vuelta y te arrebujaste en la oscuridad de tu antebrazo, doblado ante los ojos y sucio de hollín. Te agarrabas con fuerza a un pañuelo de hombre. Yo me quedé allí, a tu lado, apretada contra tu cuerpo silente y convulso hasta que se hizo de noche. Queriendo ser el pañuelo.
A los saltamontes les gusta la luz. Yo siempre me he sentido mejor en la semisombra.
Solo cuando me cuentas cuentos dejo de tener miedo, mamá.
Dile a madame Révelot que te lea esta carta dos veces y que te recuerde que me llamo
Rosa
y que soy yo, tu hija.
PD: He plantado nomeolvides. Dan unas flores azules y pequeñas. También se sienten mejor en la semisombra.