Interludio 1.
Maisons de week-ends imaginaires
My washed rags flap on a serious grey sunset.
Anne Carson, «Sunday», Decreation
He soñado muchas veces con una casa. No un hogar, una casa. No un sitio al que volver, sino un lugar al que acudir. Sueño con una casa que sea como un fin de semana.
Porque los sueños extraen su materia de lo vivido e imaginado, esa casa con la que sueño se compone de habitaciones y espacios provenientes de todas las casas por las que he pasado.
He vivido aquí:
c/ Mayor de la Vila, 1, 1º Elche 03202
Y también aquí:
Silkeborggade 30, 3. Th 2100 Ø København
Pasé varios meses durmiendo aquí, entre libros de Flora Tristán:
119 S Elliott Pl Apt 4, Brooklyn, Nueva York 11217-1533
Y aquí vivía con una gata, además de mis compañeros:
c/ Torrent d’en Vidalet, 38, 1-4, Barcelona 08012
En algunas de esas casas siguen habitando quienes me acogieron. En otras, también los compañeros se han ido y hasta los vecinos han marchado. No sé si en alguna pared, en un mueble o una silla, permanecerán las huellas de mi estancia. No sé si el espacio guardará el hueco de mi cuerpo con tanta lealtad como yo guardo los gestos con que mi cuerpo demoraba en el espacio. Una casa es un hábito, y como todo hábito se compone de repeticiones, de repeticiones de gestos. Así podría verse: una casa es un baile. Al menos, una casa sienta las condiciones para una serie definida de coreografías.
En una casa, el recorrido hasta el baño era angosto y echaba la cintura hacia atrás cada vez que lo cruzaba.
En esta casa:
c/ Benet Mercadé, 7 3-2, Barcelona, 08012
En esta otra casa, todas las mañanas de invierno arrancaba carámbanos de hielo de las ventanas:
7, rue d’Abbeville, 6ème étage, París, 75010
Aquí, la puerta de la terraza no cerraba bien, toda la casa se llenaba de arena y salitre de la playa. Lo recuerdo en mis pies:
c/ Villena, 6, 1.º dcha., Santa Pola, 03130
A partir de todas estas casas, y de muchas otras cuya dirección he perdido, voy componiendo esa casa con la que sueño, una danza deliciosa. Ya lo he dicho: una casa a la que acudir. He huido de muchas casas. No es una casa lujosa, solo es la casa en la que mejor se baila. O eso es lo que a mí me parece.
El Capullo de Jerez canta que «la vida es una rutina». Tiene razón, y lo digo sin pesar. Una casa —una vida— es un haz de repeticiones.
¿Qué estamos dispuestos a repetir?
En una casa se sientan las condiciones para que, quizá, ese algo vuelva a repetirse. El Capullo se pone muy contento cuando ve la luna llena. Para explicar esa rutina que es la vida, o esa repetición que es la casa, canta tan solo «enciéndeme la luz/apágame la luz»:
Enciéndeme la luz
Apágame la luz
El cantaor hace la cadencia de la frase con estos dos versos, que conforman el estribillo. Soñaba una casa en que toda mi actividad se midiera por estos dos gestos. En que reconociera que, en el fondo, durante todo el día solo me dedicaba a encender la luz y, después, a apagarla. O a encenderla por alguien, y dejar que alguien la apagara por mí. Soñaba con una casa en que el ritmo de la vida lo marcara la luz.
Si la arquitectura de una casa marca el ritmo de una vida, es como una partitura. Sueño con una casa que es música. En aquella película de Marguerite Duras, Vera Baxter se retira a una villa, acude allí a descansar y pensar. Cuando una desconocida pronuncia su nombre, comienza a sonar una canción de Carlos d’Alessio que no cesará en los noventa minutos que dura la cinta. Es una música que proviene del bosque que rodea la casa, resuena en la playa y no deja de escucharse. Parece la fiesta de unos extranjeros, dicen. Venga de donde venga, en esa casa, Baxter, Vera Baxter, es capaz de escuchar la música que contiene su nombre. Quiero ir a ese lugar, allí donde esa canción —una que descubra, pero que quiera como mía— se hace audible. Habitar una casa es como aprender a escucharla.
¿Qué imagino que hago en esa casa que imagino? Se parece a un sábado por la mañana. La escena que evoco una y otra vez sin darme cuenta es la de tender la ropa, una extensión del ritual del baño. Cuando acaba la lavadora, subo al terrado y extiendo las camisas en las cuerdas disponibles, por encima de las plantas y los gatos de la vecina. Luego vuelvo a bajar, cargo otra lavadora, vuelvo a subir. Sueño con una casa en que la vida va girando, sube y baja, al ritmo del agua.
En esta casa no subía a tender, sino que bajaba:
36, rue Édouard Dereume, Rixensart, Brabant-Wallon 1330
Soñar una casa es complicado, y a veces se hace inevitable marchar. Sobre todo es complicado porque una casa no es un espacio de pertenencia. Cuando hablamos del hogar, hablamos de origen, de pertenencia, de regreso y de recuerdo. Volver al hogar, recordar el hogar, decimos. Puesto que se nutre de los materiales de lo que hemos sido, el sueño puede parecerse mucho al recuerdo, y a veces confundirse con él. Pero al recuerdo volvemos, y al sueño acudimos. El recuerdo está detrás, uno sueña hacia adelante. Por eso el sueño no genera relaciones de pertenencia. Es también una fiesta de extranjeros. Quizá genere relaciones de deseo.
Durante algún tiempo, quise volver obsesivamente aquí:
2825 E 17th Street, Long Beach, California 90804-1612
Luego aprendí que era un país de recuerdos, que me estaba aferrando a ese lugar. Una imagen mítica se sobreponía a un espacio con sus repeticiones. Y quien está atado no puede seguir ningún ritmo.
Maisons de week-ends imaginaires es una obra de la artista Laía Argüelles. Laía encontró un día un viejo libro de casas proyectadas y se preguntó cómo serían sus interiores: cómo entraría la luz, qué muebles habría, dónde se dispondrían las plantas, de qué madera estarían hechos los marcos de las puertas. En sus viajes, encontró en rastros y mercadillos muchas fotografías de interiores que encajaban a la perfección con alguno de los cuartos de aquellas casas proyectadas. Compuso un total de doce dípticos para armar esta correspondencia, marcó con un punto de pan de oro el lugar en el plano que era evocado por la fotografía escogida. La lógica de la correspondencia era perfecta, pero también era inventada. La relación no era de pertenencia, sino que respondía al deseo de la imaginación. Ninguna de esas casas existe, y sin embargo yo acudo una y otra vez a ellas, las visito, respiro su silencio. A veces, casi, me pondría a tender la ropa. Laía me explicaba que sus maisons tratan de dar cuerpo a dos carencias: la falta de tiempo y la falta de casa. Esas carencias son en demasiadas ocasiones la condición sobre la que se sostienen nuestras vidas, y de tan básica como es, esa co...