El plan perfecto
Me despierta el telĂ©fono en la madrugada. Sin ver la pantalla adivino que no han dado las cinco y que quien llama es mi jefe. Aunque ya me lo esperaba, la angustia hace que me duela el estĂłmago. No sĂ© si contestarle, poner en silencio el aparato o echarme a llorar. Lo Ășnico que quiero, en realidad, es descansar un poco, algo que no he hecho desde que empecĂ© a trabajar con Ă©l.
Lo peor de todo es que me lo habĂan vaticinado: cuando aceptĂ© el trabajo hubo quien me dijo que iba a ser terriblemente absorbente; que perderĂa a mis amigos y a mi novio y que terminarĂa con mucha ropa de marca y mucho zapato cuco, pero sola como un perro. Que acabarĂa como propiedad de mi jefe.
No me acuerdo si no lo creĂ o si no me importĂł: lo que sĂ recuerdo es que estaba harta de estar perdiendo a mis amigos de tanto pedirles dinero prestado y que me daba mucho miedo perder a Toño, mi novio, por no poder ir a ningĂșn lado a menos que Ă©l disparara todo.
Desde que conocĂ al jefe me di cuenta de que serĂa una chamba difĂcil. Philip Smith era un señor joven, de unos cuarenta años, muy trajeado, muy guapo y muy erguido. No era gringo, o por lo menos no tenĂa acento.
âSoy Phil y soy workohĂłlico âbromeĂł al presentarse.
Luego, mĂĄs en serio, me pidiĂł que le hablara de tĂș y le dijera Phil, pero sĂłlo cuando no tuviera clientes. En esos casos le tenĂa que decir âseñor Smithâ.
âÂżComo en Matrix? âle preguntĂ©, tratando de romper el hielo, pero Ă©l se encogiĂł de hombros y le tuve que explicar que era una pelĂcula vieja de ciencia ficciĂłn.
Lo primero que me pesĂł fue el horario: llegaba a las siete de la mañana y recibĂa al muchacho del puesto de revistas, que traĂa los seis o siete periĂłdicos que Phil revisaba diario. Luego iba a una tienda cercana a comprar fruta fresca: a Phil le gustaba tener un platĂłn lleno cerca de su escritorio y era todo lo que comĂa durante el dĂa.
A las ocho yo revisaba su correo personal y borraba todo lo que no tuviera en el asunto la palabra dissolve, que (ahora lo sĂ©) era una clave. Los mensajes que sĂ la traĂan, los dejaba sin abrir para que Phil los leyera y contestara.
A las ocho cuarenta y cinco preparaba el café.
A las nueve en punto llegaba Phil, entrĂĄbamos a su privado y me dictaba todos los nombres de la gente con la que le tendrĂa que comunicar durante el dĂa. Luego, yo le decĂa las citas de la mañana. Casi todas eran en la oficina: a Phil le chocaba salir.
A las dos de la tarde me iba a comer y regresaba a las tres. MĂĄs llamadas y mĂĄs citas.
A las siete en punto, se iba. Yo me quedaba un rato mĂĄs para lavar la cafetera y las tazas que se habĂan usado durante el dĂa.
A las tres semanas de estar con ese ritmo de trabajo, una mañana llegó Phil a las ocho y media y me dio una memoria USB.
âHoy no me pases llamadas. Tengo que preparar una conferencia âdijo. Y se encerrĂł en su privado.
Yo no sabĂa quĂ© hacer con la USB y me daba pena molestarlo, pero a los quince minutos saliĂł de nuevo.
âAh, en ese drive hay un archivo de Excel. Llama a todos los de la lista y diles que la reuniĂłn serå⊠ây me dictĂł los datos.
Cuando abrĂ el archivo me espantĂ©: eran cientos de contactos. SentĂ alivio al releer el dictado y ver que faltaban varias semanas para la reuniĂłn. SĂłlo asĂ podrĂa avisarles a todos.
A las dos de la tarde habĂa logrado hablar con cincuenta y siete personas y habĂa dejado casi cuarenta mensajes en buzones de voz, de los cuales quince me habĂan devuelto la llamada. En total, veinte habĂan confirmado su asistencia. Me sentĂa orgullosĂsima de mi eficiencia.
âPhil, voy a comer; Âżte traigo algo? âle preguntĂ©.
âÂżCĂłmo que vas a comer? ÂżCuĂĄntos confirmados tienes?
Le dije. Se indignĂł. Me gritĂł que esa reuniĂłn era importantĂsima y que no me podĂa ir si no confirmaba por lo menos la asistencia de trescientas personas.
âQuĂ© ideas; comer algo⊠puros pretextos para no trabajar âme dijo en un tono tan despectivo que se me hizo un nudo en la garganta. Mejor me salĂ de su privado para no llorar frente a Ă©l.
No se fue a las siete en punto, ni a las ocho.
A las diez de la noche yo tenĂa doscientas treinta confirmaciones, la garganta irritada y los ojos rojos de aguantar las lĂĄgrimas. No me atrevĂa a irme y seguĂa haciendo llamadas, aunque ya varias personas me habĂan contestado molestas por hablar a deshoras.
A las once saliĂł Phil de su despacho.
âÂżTodavĂa por aquĂ, señorita? âme preguntĂł. ParecĂa genuinamente sorprendido.
âLlevo doscientas cincuenta ârespondĂ, esperando el regaño.
âHuy⊠bueno⊠de todos modos ya no son horas para estar hablando. Vete a tu casa y mañana le sigues. Pero te aplicas, no como hoy en la mañana.
SentĂ que se me iba toda la sangre a la cara, del enojo. Pero Ă©l no se dio cuenta, o fingiĂł no darse cuenta, y siguiĂł como si nada:
âNada mĂĄs lava las tazas y revisa el correo antes de irte, ÂżsĂ? Y mañana trĂĄete un sĂĄndwich o algo.
No me dio tiempo ni de asentir: se fue de inmediato. Yo no sabĂa si sentirme agradecida de que me habĂa hablado tan como si nada despuĂ©s de la gritoniza del medio dĂa, o indignada porque encima de que me habĂa tenido que quedar hasta esa hora me habĂa hecho el reproche de que no me habĂa encargado de mis tareas normales. Pero me dolĂa tanto la espalda y tenĂa tanta hambre que, ante la duda, preferĂ no pensar.
Los siguientes dĂas fueron iguales, horribles, largos. Pasaba todo el tiempo sentada en la oficina, pegada al telĂ©fono. Si Phil veĂa en su extensiĂłn que el foquito de la mĂa estaba apagado por mĂĄs de un minuto, salĂa de su privado y, segĂșn su estado de ĂĄnimo, me gritaba o me suplicaba que no me detuviera.
Cuando terminĂ© de hacer las invitaciones le pedĂ permiso de faltar al dĂa siguiente para ir al doctor porque el dolor de espalda era ya terrible. Pero se puso como loco:
âAy, niña, no seas mañosa. Todas las enfermedades estĂĄn en la mente. Si tĂș quieres te dan, si no, no. ÂżY no ves que estamos en una urgencia?
âYa llamĂ© a todos los de la lista âtratĂ© de defenderme.
âPues ahora hay que reconfirmar a los que dijeron que sĂ van a ir a la reuniĂłn.
AsĂ que tuve que llamar de nuevo a todos para reconfirmar su asistencia.
Y cada que colgaba el telĂ©fono me quedaba con la sensaciĂłn de que era gente rara. AĂșn no sĂ© muy bien cĂłmo explicarlo, pero tenĂan algo en el tono de voz, todos: una como urgencia. TambiĂ©n pensĂ© que podĂa ser algo como una fe: sonaban como mi tĂa la que entrĂł a una secta.
Mientras tanto, las cosas con Toño comenzaron a ir mal. Justo el dĂa de la famosa reuniĂłn de Phil, que fue la primera vez en mucho rato que salĂ a una hora decente, tuvimos un pleitazo.
âPasas mĂĄs tiempo con el tal Phil que conmigo âreprochaba.
âÂĄNo es cierto, flaco! Hay dĂas que lo veo cinco minutos.
âAjĂĄ. ÂżY quieres que te crea que te la pasas trabajando sin parar, sin verlo siquiera, desde las siete de la mañana hasta las diez, once de la noche? ÂżPor quĂ© ni siquiera me contestas el telĂ©fono cuando te llamo a tu oficina? ÂżSe pone celoso?
âÂĄPorque tengo que hacer no sĂ© cuĂĄntas llamadas al dĂa! ÂżDe veras no entiendes?
âÂĄNi siquiera me has dicho a quĂ© se dedica este cabrĂłn!
Me quedĂ© de a seis: yo misma no lo sabĂa. No tenĂa ni idea de quĂ© habĂa ido âla reuniĂłnâ, no sabĂa quĂ© le decĂan en los mails que no eran spam, no sabĂa quĂ© buscaba en los periĂłdicos, de quĂ© hablaba con la gente a la que yo le comunicaba, de dĂłnde sacaba dinero para pagarme.
Nada.
Cero.
Al dĂa siguiente de la discusiĂłn, lleguĂ© a la oficina con la firme intenciĂłn de encarar a Phil. Pero encontrĂ© un postit sobre mi computadora: âVoy de viaje, te encargo todoâ. No decĂa mĂĄs. TratĂ© de llamarle a su celular, pero me mandĂł al buzĂłn. A...