Maestros de la Poesia - Rubén Darío
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Maestros de la Poesia - Rubén Darío

Rubén Darío, August Nemo

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Bienvenidos a la serie de libros de los Maestros de la Poesia, una selecciĂłn de los mejores trabajos de autores notables.El crĂ­tico literario August Nemo selecciona los textos mĂĄs importantes de cada autor. La selecciĂłn se hace a partir de las poesias, cuentos, cartas, ensayos y textos biogrĂĄficos de cada escritor.Esto ofrece al lector una visiĂłn general de la vida y la obra del autor.Esta ediciĂłn estĂĄ dedicada a RubĂ©n DarĂ­o, un poeta, periodista y diplomĂĄtico nicaragĂŒense, mĂĄximo representante del modernismo literario en lengua española. Es, tal vez, el poeta que ha tenido mayor y mĂĄs duradera influencia en la poesĂ­a del siglo XX en el ĂĄmbito hispano. Es llamado "prĂ­ncipe de las letras castellanas".Este libro contiene los siguientes escritos: Comentario biogrĂĄfico: por Leopoldo Lugones y la autobiografĂ­a del autor.PoesĂ­a: 30 poemas seleccionados.Prosa: 7 mejores cuentos seleccionados por el crĂ­tico August Nemo.AdemĂĄs de los tributos poĂ©ticos de RamĂłn de Campoamor y RamĂłn Molina.ÂĄSi aprecias la buena literatura, asegĂșrate de buscar los otros tĂ­tulos de Tacet Books!

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Informations

Éditeur
Tacet Books
Année
2020
ISBN
9783969691328

AutobiografĂ­a

Tuttí gli uomini d’ogni sorte, che hanno fatto qualque cosa che sia virtuosa, o si veramente che le virtu somigli, dovrebbero, essendo veritieri e da bene, di lor propria mano descrivere la lora vita; ma non si dovrebbe comincíare una tal bella impresa prima que passato l’etá de quarant’anni.
(La vita de Benvenuto de
M.Âș Cellini, Florentino).

I

TENGO mås años, desde hace cuatro, que los que exige Benvenuto para la empresa. Así doy comienzo a estos apuntamientos que mås tarde han de desenvolverse mayor y mås detalladamente.
En la catedral de LeĂłn, de Nicaragua, en la AmĂ©rica Central, se encuentra la fe de bautismo de FĂ©lix RubĂ©n, hijo legĂ­timo de Manuel GarcĂ­a y Rosa Sarmiento. En realidad, mi nombre debĂ­a ser FĂ©lix RubĂ©n GarcĂ­a Sarmiento. ÂżCĂłmo llegĂł a usarse en mi familia el apellido DarĂ­o? SegĂșn lo que algunos ancianos de aquella ciudad de mi infancia me han referido, un mi tatarabuelo tenĂ­a por nombre DarĂ­o. En la pequeña poblaciĂłn conocĂ­ale todo el mundo por Don DarĂ­o; a sus hijos e hijas por los DarĂ­os, las DarĂ­os. FuĂ© asĂ­ desapareciendo el primer apellido, a punto de que mi bisabuela paterna firmaba ya Rita DarĂ­o; y ello, convertido en patronĂ­mico llegĂł a adquirir valor legal, pues mi padre, que era comerciante, realizĂł todos sus negocios ya con el nombre de Manuel DarĂ­o, y en la catedral a que me he referido, en los cuadros donados por mi tĂ­a Doña Rita DarĂ­o de Alvarado, se ve escrito su nombre de tal manera.
El matrimonio de Manuel GarcĂ­a—dirĂ© mejor de Manuel DarĂ­o—y Rosa Sarmiento, fuĂ© un matrimonio de conveniencia, hecho por la familia. AsĂ­ no es de extrañar que a los ocho meses mĂĄs o menos de esa uniĂłn forzada y sin afecto, viniese la separaciĂłn. Un mes despuĂ©s nacĂ­a yo en un pueblecito, o mĂĄs bien aldea, de la provincia, o, como allĂĄ se dice, departamento, de la Nueva Segovia, llamado antaño Chocoyos y hoy Metapa.

II

MI primer recuerdo—debo haber sido a la sazĂłn muy niño, pues se me cargaba a horcajadas, en los cuadriles, como se usa por aquellas tierras—es el de un paĂ­s montañoso: un villorrio llamado San Marcos de ColĂłn, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragĂŒense; una señora delgada, de vivos y brillantes ojos negros—¿negros?... no lo puedo afirmar seguramente..., mas asĂ­ los veo ahora en mi vago y como ensoñado recuerdo—blanca, de tupidos cabellos obscuros, alerta, risueña, bella. Esa era mi madre. La acompañaba una criada india, y le enviaba de su quinta legumbres y frutas, un viejo compadre gordo, que era nombrado «el compadre GuillĂ©n». La casa era primitiva, pobre, sin ladrillos, en pleno campo. Un dĂ­a yo me perdĂ­. Se me buscĂł por todas partes; hasta el compadre GuillĂ©n montĂł en su mula. Se me encontrĂł, por fin, lejos de la casa, tras unos matorrales, debajo de las ubres de una vaca, entre mucho granado que mascaba el jugo del yogol, fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera y del cual se saca aceite en molinos de piedra como los de España. Dan a las vacas el fruto, cuyo hueso dejan limpio y seco, y asĂ­ producen leche que se distingue por su exquisito sabor. Se me sacĂł de mi bucĂłlico refugio, se me diĂł unas cuantas nalgadas y aquĂ­ mi recuerdo de esa edad desaparece como una vista de cinematĂłgrafo.
Mi segundo recuerdo de edad verdaderamente infantil es el de unos fuegos artificiales, en la plaza de la iglesia del Calvario, en LeĂłn. Me cargaba en sus brazos una fiel y excelente mulata, la Serapia. Yo estaba ya en poder de mi tĂ­a abuela materna, doña Bernarda Sarmiento de RamĂ­rez, cuyo marido habĂ­a ido a buscarme a Honduras. Era Ă©l un militar bravo y patriota, de los unionistas de Centro-AmĂ©rica, con el famoso caudillo general MĂĄximo Jerez, y de quien habla en sus Memorias el filibustero yanqui William Walker. Le recuerdo: hombre alto, buen jinete, algo moreno, de barbas muy negras. Le llamaban «el bocĂłn», seguramente por su gran boca. Por Ă©l aprendĂ­ pocos años mĂĄs tarde a andar a caballo, conocĂ­ el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia. Dios le haya dado un buen sitio en alguno de sus paraĂ­sos. Yo me criaba como hijo del coronel RamĂ­rez y de su esposa doña Bernarda. Cuando tuve uso de razĂłn, no sabĂ­a otra cosa. La imagen de mi madre se habĂ­a borrado por completo de mi memoria. En mis libros de primeras letras, alguno de los cuales he podido encontrar en mi Ășltimo viaje a Nicaragua, se leĂ­a la conocida inscripciĂłn:
Si este libro se perdiese,
como suele suceder,
suplico al que me lo hallase
me lo sepa devolver.
y si no sabe mi nombre
aquĂ­ se lo voy a poner:

Félix Rubén Ramírez
El coronel se llamaba Félix, y me dieron su nombre en el bautismo. Fué mi padrino el citado general Jerez, célebre como hombre político y militar, que murió de ministro en Washington, y cuya estatua se encuentra en el parque de León.
FuĂ­ algo niño prodigio. A los tres años sabĂ­a leer, segĂșn se me ha contado. El coronel RamĂ­rez muriĂł y mi educaciĂłn quedĂł Ășnicamente a cargo de mi tĂ­a abuela. FuĂ© mermando el bienestar de la viuda y llegĂł la escasez, si no la pobreza. La casa era una vieja construcciĂłn, a la manera colonial: cuartos seguidos, un largo corredor, un patio con su pozo, ĂĄrboles. Rememoro un gran «jĂ­caro», bajo cuyas ramas leĂ­a; y un granado que aun existe; y otra ĂĄrbol que da unas flores de un perfume que yo llamarĂ­a oriental si no fuese de aquel prĂłdigo trĂłpico y que se llaman «mapolas».
La casa era para mĂ­ temerosa por las noches. Anidaban lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de ĂĄnimas en pena y aparecidos, los dos Ășnicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo. VivĂ­a aĂșn la madre de mi tĂ­a abuela, una anciana, toda blanca por los años, y atacada de un temblor continuo. Ella tambiĂ©n me infundĂ­a miedos, me hablaba de un fraile sin cabeza, de una mano peluda, que perseguĂ­a, como una araña... Se me mostraba, no lejos de mi casa, la ventana por donde, a la Juana Catina, mujer muy pecadora y loca de su cuerpo, se la habĂ­an llevado los demonios. Una noche, la mujer gritĂł desusadamente; los vecinos se asomaron atemorizados, y alcanzaron a ver a la Juana Catina, por el aire, llevada por los diablos, que hacĂ­an un gran ruido y dejaban un hedor a azufre.
Oía contar la aparición del difunto obispo García, al obispo Viteri. Se trataba de un documento perdido en un ya antiguo proceso de la curia. Una noche, el obispo Viteri hizo despertar a sus pajes, se dirigió a la catedral, hizo abrir la sala del capítulo, se encerró en ella, dejó fuera a sus familiares, pero éstos vieron, por el ojo de la llave, que su ilustrísima estaba en conversación con su finado antecesor. Cuando salió, «mandó tocar vacante»; todos creían en la ciudad que hubiese fallecido. La sorpresa que hubo al otro día fué que el documento perdido se había encontrado. Y así se me nutría el espíritu con otras cuantas tradiciones y consejas y sucedidos semejantes. De allí mi horror a las tinieblas nocturnas, y el tormento de ciertas pesadillas inenarrables.
Quedaba mi casa cerca de la iglesia de San Francisco, donde habĂ­a existido un antiguo convento. AllĂ­ iba mi tĂ­a abuela a misa primera, cuando apenas aparecĂ­a el primer resplandor del alba, al canto de los gallos. Cuando en el barrio habĂ­a un moribundo, tocaban en las campanas de esa iglesia el pausado toque de agonĂ­a, que llenaba mi pueril alma de terrores.
Los domingos llegaban a casa a jugar el fusilico viejos amigos, entre ellos un platero y un cura. Pasaba el tiempo. Yo crecía. Por las noches había tertulia en la puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y puntiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se hablaba de revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conversación y la noche cerraban mis pårpados. Pasaba el «vendedor de arena»... Me iba deslizando. Quedaba dormido, sobre el ruedo de la maternal falda, como un gozquejo. En esa época aparecieron en mí fenómenos posiblemente congestivos. Cuando se me había llevado a la cama, despertaba y volvía a dormirme. Alrededor del lecho mil círculos coloreados y concéntricos, kaleidoscópicos, enlazados y con movimientos centrífugos y centrípetos, como los que forma la linterna mågica, creaban una visión extraña y para mí dolorosa. El central punto rojo se hundía, hasta incalculables hípnicas distancias, y volvía a acercarse; y su ir y venir era para mí como un martirio inexplicable. Hasta que, de repente, desaparecía la decoración de colores, se hundía el punto rojo y se apagaba, al ruido de una seca y para mí saludable explosión. Sentía una gran calma, un gran alivio, el sueño seguía tranquilo. Por las mañanas, mi almohada estaba llena de sangre, de una copiosa hemorragia nasal.

III

SE me hacĂ­a ir a una escuela pĂșblica. Aun vive el buen maestro, que era entonces bastante joven, con fama de poeta, el licenciado Felipe Ibarra. Usaba, naturalmente, conforme con la pedagogĂ­a singular de entonces, la palmeta, y, en casos especiales, la flagelaciĂłn en las desnudas posaderas. AllĂ­ se enseñaba la cartilla, el CatĂłn cristiano, las «cuatro reglas», otras primarias nociones. DespuĂ©s tuve otro maestro, que me inculcaba vagas nociones de aritmĂ©tica, geografĂ­a, cosas de gramĂĄtica, religiĂłn. Pero quien primeramente me enseñó el alfabeto, mi primer maestro, fuĂ© una mujer, doña Jacoba TellerĂ­a, quien estimulaba mi aplicaciĂłn con sabrosos pestiños, bizcotelas y alfajores que ella misma hacĂ­a, con muy buen gusto de golosinas y con manos de monja. La maestra no me castigĂł sino una vez, en que me encontrara, ÂĄa esa edad. Dios mĂ­o! en compañía de una precoz chicuela, iniciando, indoctos e imposibles Dafnis y Cloe, y, segĂșn el verso de GĂłngora, «las bellaquerĂ­as, detrĂĄs de la puerta.»

IV

EN un viejo armario encontré los primeros libros que leyera. Eran un Quijote, las obras de Moratín, Las Mil y una noches, la Biblia, los Oficios, de Cicerón, la Corina, de Madame Staël, un tomo de comedias clåsicas españolas, y una novela terrorífica, de ya no recuerdo qué autor, La Caverna de Strossi. Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño.

V

AquĂ© edad escribĂ­ mis primeros versos? No lo recuerdo precisamente, pero ello fuĂ© harto temprano. Por la puerta de mi casa—en las Cuatro Esquinas—pasaban las procesiones de la Semana Santa, una Semana Santa famosa: «Semana Santa en LeĂłn y Corpus en Guatemala»—; y las calles se adornaban con arcos de ramas verdes, palmas de cocotero, flores de corozo, matas de plĂĄtanos o bananos, disecadas aves de colores, papel de China picado con mucha labor; y sobre el suelo se dibujaban alfombras que se coloreaban, expresamente, con serrĂ­n de rojo brasil o cedro, o amarillo «mora»; con trigo reventado, con hojas, con flores, con desgranada flor de «coyol». Del centro de uno de los arcos, en la esquina de mi casa, pendĂ­a una granada dorada. Cuando pasaba la procesiĂłn del Señor del Triunfo, el Domingo de Ramos, la granada se abrĂ­a y caĂ­a una lluvia de versos. Yo era el autor de ellos. No he podido recordar ninguno... pero si sĂ© que eran versos, versos brotados instintivamente. Yo nunca aprendĂ­ a hacer versos. Ello fuĂ© en mi orgĂĄnico, natural, nacido. AcontecĂ­a que se usaba entonces—y creo que aun persiste—la costumbre de imprimir y repartir, en los entierros, «epitafios», en que los deudos lamentan los fallecimientos, en verso por lo general. Los que sabĂ­an mi rĂ­tmico don, llegaban a encargarme pusiese su duelo en estrofas.
A todo esto, el recuerdo de mi madre habĂ­a desaparecido. Mi madre era aquella señora que me habĂ­a acogido. Mi «padre» habĂ­a muerto, el coronel RamĂ­rez. A tal sazĂłn llegĂł a vivir con nosotros, y a criarse junto conmigo, una lejana prima, rubia, bastante bella, de quien he hablado en mi cuento Palomas blancas y garzas morenas. Ella fuĂ© quien despertara en mĂ­ los primeros deseos sensuales. Por cierto que, muchos años despuĂ©s, madre y posiblemente abuela, me hizo cargos: «¿Por quĂ© has dado a entender que llegamos a cosas de amor, si eso no es verdad?»—«¥Ay! le contestĂ©, ÂĄes cierto! Eso no es verdad, ÂĄy lo siento! ÂżNo hubiera sido mejor que fuera verdad y que ambos nos hubiĂ©ramos encontrado en el mejor de los despertamientos, en la mĂĄs ardiente de las adolescencias y en las primaveras del mĂĄs encendido de los trĂłpicos?...»
Mi familia se componĂ­a entonces de mi tĂ­a doña Rita DarĂ­o de Alvarado, a quien su hermano Manuel GarcĂ­a, esto es Manuel DarĂ­o, Ășnico que tenĂ­a en tal ocasiĂłn dinero, habĂ­a hecho donaciĂłn de sus bienes ÂĄah, malhaya! para que se casase con el cĂłnsul de Costa Rica; mi tĂ­a Josefa, vivaz, parlera, muy amante de la crinolina, medio tocada, quien una vez—el dĂ­a de la muerte de su madre—apareciĂł calzada con zapatos rojos, y a las observaciones y reproches que se le hicieron, contestĂł que «Las perdices y las palomitas de Castilla...» ÂĄCuando digo que era medio tocada! Mi tĂ­a Sara, casada con un norteamericano, muy hermosa, y cuya hija mayor ÂĄoh, Eros! un dĂ­a, por sorpresa, en un aposento a donde yo entrara descuidado, me diĂł la ilusiĂłn de una AnadiĂłmena... Y «mi tĂ­o Manuel». Porque don Manuel DarĂ­o figuraba como mi tĂ­o. Y mi verdadero padre, para mĂ­, y tal como se me habĂ­a enseñado, era el otro, el que me habĂ­a criado desde los primeros años, el que habĂ­a muerto, el coronel RamĂ­rez. No sĂ© ...

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