La palabra amenazada
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La palabra amenazada

Ivonne Bordelois

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La palabra amenazada

Ivonne Bordelois

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"El lenguaje es un amenazante peligro para la civilización mercantilista, por su estructura única e indestructible, que ningún mercado puede poner en jaque. Por eso, para los sectores del poder es perentorio, dada la resistencia del lenguaje, volverlo invisible e inaudible, cortarnos deesa fuente inconsciente y solidaria de placer que brilla en el habla popular."Ivonne Bordelois explora en este libro la dimensión subversiva del lenguaje desde una mirada original donde confluyen la visión etimológica, la veta poética, la comparación entre las lenguas y los milagros creadores del habla cotidiana. Reflexionando sobre los mitos relativos a la palabra y el silenciamiento, su texto dialoga con el pensamiento de quienes han interrogado al lenguaje, desde Nietzsche hasta Platón pasando por Juan de Patmos, Borges, Steiner y Merleau-Ponty, y explora asimismo las relaciones del lenguaje con el humor y con la infancia. El rescate de la palabra no es ya un problema de crítica filológica o de talento literario, sino el requerimiento de una nueva conciencia ecológica, una alerta contra el embate de las fuerzas que impiden nuestro contacto con ese lenguaje del que surgen la crítica, el júbilo, la creatividad y el contacto más profundo con los otros y con nosotros mismos.

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Informations

Année
2020
ISBN
9789875992962
Hacia un nuevo diálogo
A más de diez años de la primera edición, mi editor, Leopoldo Kulesz, me propone volver a publicar La palabra amenazada. A través de su invitación llego a comprender hasta qué punto ocurre con los libros lo mismo que con los hijos: proceden de un arrebato de pasión irrenunciable y luego crecen por su cuenta, reciben halagos e improperios, van por el mundo a su propio aire, se nos vuelven distintos, imprevisibles. A veces nos sorprenden; discutimos a menudo con ellos; nos rejuvenecen y avejentan al mismo tiempo.
En realidad, después de cerca de treinta años de vagabundeos fuera del país sentí, a través de La palabra amenazada, que había llegado a reincorporarme a mi grupo de origen mediante una reflexión cosechada en esos años y que, a pesar de esos vagabundeos, nos retrataba a todos en ese momento. Y aquí está el carozo de la cuestión: en el momento en que aparece La palabra amenazada, en 2003, la enorme crisis que afligía al país había puesto de relieve la necesidad de limpiar y revitalizar nuestros canales de comunicación. Porque las catástrofes tienen la ventaja de hacer emerger lo necesario: cuando se nos ha despojado de todo, se vuelve importante comprobar si algo nos queda, y en esto precisamente se funda el libro: en la conciencia de la naturaleza inalienable –y al mismo tiempo preciosa– del lenguaje, que sí sabemos que es imposible perder.
Fue así que al quiebre de las seguridades institucionales básicas respondieron espontáneamente, y de modo admirable, las asambleas de barrio, los clubes de trueque, los muchos espacios en los que no sólo los líderes políticos o los personajes de la farándula monopolizaban la palabra, sino que desde el llano se elevaban y se escuchaban las voces de los hasta entonces ignorados. Así calaba hondo el mensaje fuerte del libro, al mostrar la palabra como un bien enfrentado a los bienes de consumo porque, a la inversa de ellos, es gratuita, solidaria e inagotable, y al señalar que precisamente por esas razones, y por ser la conciencia de la palabra el pilar fundamental de la razón crítica hacia la sociedad y la historia, se la persigue y menoscaba incesantemente.
Mucha agua pasó bajo los puentes desde entonces. El país se fue reconstruyendo desde los escombros. Discursos y relatos –innovadores, polémicos, provocadores– fueron poblando la atmósfera cotidiana. Ciertas palabras comenzaron a batallar buscando preponderancia, tanto en el mundo de la política como en el del deporte y el espectáculo. Algunos adjetivos se volvieron condenas; algunas palabras se volvieron tabú. La oratoria se reveló como gran herramienta de construcción de identidades y lealtades. Los medios instalaron sus luchas de poder en la televisión, la radio y la prensa. Los diarios más conservadores bajaron sus defensas incluyendo vocablos antes irreproducibles. La propaganda comercial multiplicó sus artillerías. El mundo digital desplegó sus redes y conquistó al público joven para nuevas tácticas de comunicación que exaltan la velocidad, la imagen y el minimalismo expresivo. Los caminos actuales –Facebook, Twitter, WhatsApp– reducen o relativizan el impacto ideológico de la prensa y los medios convencionales, creando nuevas fuentes de información y discusión insoslayables –si bien no es posible discernir todavía con claridad el lenguaje que pueda emerger de estas nuevas trincheras–. Al mismo tiempo, la literatura se ha ido acercando a menudo a los modismos de la oralidad, y el mundo del espectáculo y de la música acentúa los ademanes más populares de lo coloquial.
A pesar de estas transformaciones, nos encontramos ante el paisaje de una sociedad que se pretende democrática pero que extrema la brecha de la desigualdad, intensificada por una escuela en la que el lenguaje ha dejado de ser una prioridad indispensable en el camino de la identidad comunitaria. Un alarmante proceso de analfabetización desemboca en demasiados jóvenes que llegan a la universidad sin haber leído un libro o sin poder redactar una carta.
No tendría sentido, sin embargo, refugiarnos en la queja permanente o en la denuncia apocalíptica. La palabra está siempre en crisis, porque en ella repercute necesariamente la crisis de nuestro mundo, no sólo la de nuestro país. Y la crisis actual es muy diferente a la de 2003, porque las circunstancias van cambiando y evocan nuevas estrategias y distintos matices para resguardar la fortaleza del lenguaje.
Además de seguir excavando en el tema –siempre vigente– del deterioro de la palabra, hoy siento que es también necesario hablar de una disputa de discursos que se trenzan en la arena de las plazas del mundo, para reclamar cada uno para sí la atención exclusiva y unánime del público al que están dirigidos. Ellos representan no la palabra amenazada, sino la palabra amenazante: altavoces de la política, de la publicidad comercial, del fútbol invasor, del espectáculo sensacionalista que cotidianamente nos aturde, nos persigue, nos enajena y va estrechando el territorio cada vez más reducido del entendimiento grupal espontáneo, la conversación íntima, la palabra unida a la reflexión y al juego, libre de lastre utilitario. No se trata tanto de una intención deliberada de aniquilar toda palabra, sino de la pretensión de acentuar palabras dominantes o de entronizar discursos excluyentes. Ciertos encuentros televisivos alcanzan las notas discordantes de un reñidero, antes que representar ocasiones propicias para aclarar o denunciar hechos concernientes a los densos conflictos que nos amenazan. ¿Quiénes son los que toman la palabra y no la sueltan? ¿Quiénes son los que ambicionan ser los únicos escuchados y escuchables? ¿Quiénes disponen los temas, los tonos y los climas que nos van arrinconando? ¿Quiénes deciden el color y el humor de nuestros pensamientos cotidianos desde el amanecer hasta la noche? ¿Quiénes se apoderan de los palcos de la ciudad y desalojan o ignoran a las voces diferentes? ¿Y quiénes somos los que aceptamos ser llevados por la manada de los discursos imperantes sin intentar valorar ni comprender siquiera el territorio que se disputa, la injusta proporción de aire y de libertad de la que somos despojados? Propongo aquí reflexiones antes que respuestas acerca de estos interrogantes.
Mantengo, por cierto, con fuerte convicción, la filosofía que esbocé en la primera edición, así como también una estructura fundamental del texto inicial como díptico, cuya primera hoja despliega las razones y maneras por las cuales el presente sistema intenta aniquilar la conciencia lingüística en un tiempo diseñado para la enajenación laboral, informática y consumista. La segunda hoja bosqueja algunos caminos de rescate, caminos de creación y recuperación de la palabra: la aventura etimológica, el diálogo de las lenguas, la atención a lo coloquial, el lenguaje del humor y de la infancia, la apelación a la poesía –tanto la de los poetas como la de los involuntarios y anónimos creadores del lenguaje–, la poesía que es fuente que sigue y siempre seguirá manando “aunque es de noche”. Finalmente, incorporé meditaciones surgidas más tarde, en el contacto permanente con un público que comparte conmigo el fervor por la palabra.
Pero al reeditar este libro quise evitar una mera repetición y decidí entrar en diálogo con él, agregando reflexiones que relativizan, matizan o transforman algunos de mis dichos de entonces a la luz de las actuales experiencias. De esta manera espero mantener actualizadas aquellas reflexiones, tanto para mí misma como para quienes se arriesgan a leerme. Ojalá este diálogo se siga multiplicando entre mis lectores y en el aire de las plazas del mundo.
Violencia y lenguaje
En estos días, se habla mucho de violencia; acaso demasiado. El mismo hablar contra la violencia parece generar violencia. Profetas que aúllan, pacificadores que abruman, políticos y periodistas que ensordecen, rockeros que deliran: de este estruendo parece surgir en nosotros sólo un vehemente deseo de fuga a un lugar de silencio y de paz. Acaso ese lugar es mucho más accesible que lo que nos imaginamos. Y estas líneas, que intentan una suerte de ecología del lenguaje, se proponen imaginar ese lugar; porque uno de los aterradores poderes de la violencia es que está destinada, precisamente, a la tarea de destruir la imaginación, tarea en la que es muy eficaz.
Una primera y muy extendida forma de violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente participamos, es el prejuicio que de manera exclusiva la define como un medio de comunicación. No es un azar el que un filósofo como Walter Benjamin, al hablar de la caída, diga que la primera caída consiste en considerar la palabra como un medio o un instrumento. Si se la considera así –como lo hace nuestra sociedad–, se la violenta en el sentido de que se olvida que el lenguaje –en particular, el lenguaje poético– no es sólo el medio, sino también el fin de la comunicación. Cuando se mediatiza el lenguaje, cuando se lo considera sólo una mediación para otra mediación –porque la comunicación se pone al servicio del marketing, el marketing, del dinero, y así sucesiva e infinitamente– nos olvidamos de que el lenguaje es ante todo un placer, un placer sagrado; una forma, acaso la más elevada, de amor y de conocimiento.
En el logro de cada acto de lenguaje, hay una pulsión de vida que se satisface: una onda sonora emitida vocalmente encuentra su acogida en nuestra capacidad biológica de escucha, de un modo que cabe comparar con la plenitud del acto sexual: relación misteriosa y fecunda. El lenguaje pone de manifiesto nuestra capacidad innata de investir nuestra energía en palabras, que nos relacionan a su vez con los otros y con nosotros mismos. Y las relaciones existentes entre las palabras son a la vez espejo y modelo de nuestras propias relaciones con el universo.
A través de la comunicación, el lenguaje se va recreando, y con él se recrea el grupo que lo comparte. No sólo el placer sino incluso la identidad misma del grupo hablante entran en juego en cada acto verbal. Palabras como nación, proletariado, democracia, pacifismo, discriminación, derechos humanos nos han ido definiendo a través de los tiempos, y en verdad no podríamos reconocernos históricamente sin ellas, a pesar de las múltiples y conflictivas interpretaciones que de ellas podemos dar.
Si es verdad que la pulsión de vida, el Eros, es la que vincula al deseo y su objeto, y el placer es la señal certera de su realización, el lenguaje es una de las manifestaciones más evidentes y universales del principio de placer. En cada comunicación verbal que se logra, se da una relación misteriosa y fecunda. La libido hace de las palabras su objeto y habitación: entre la lengua parlante y la oreja escuchante, hay una relación análoga a la que ex...

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