Hiperpaternidad
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Hiperpaternidad

Eva Millet

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Hiperpaternidad

Eva Millet

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En el siglo XXI, las familias han evolucionado hasta el punto de que los hijos se han convertido en el centro de las mismas. Y dispuestos a "darles todo" y a conseguir unos hijos perfectos, orbitan los hiperpadres o "padreshelicóptero ", que ejercen una crianza basada en estar siempre encima de los hijos, anticipándose a sus deseos y resolviéndoles todos sus problemas. Un cóctel con ingredientes como la estimulación precoz, las agendas repletas, la tolerancia cero a la frustración y los enfrentamientos con los maestros que osen cuestionar las maravillas del niño o la niña. Aunque ejercida con la mejor intención, la hiperpaternidad se está llevando por delante aspectos tan vitales en el desarrollo de los hijos como la adquisición de autonomía, la capacidad de esfuerzo y el tiempo para jugar. También provoca familias estresadas y niños tan sobreprotegidos que, irónicamente, tienen más miedos que nunca. Con rigor y un punto de humor, este libro analiza el fenómeno de los hiperpadres y da claves para la práctica del underparenting o la "sana desatención": relajarse, confiar en los hijos y dejarlos más a su aire.

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Informations

Éditeur
Plataforma
Année
2016
ISBN
9788416620043

Segunda parte

7. ¡Relájese!,
practique el underparenting

El underparenting –o el hacerle menos caso a los hijos– puede empezar con algo en apariencia tan simple como es la mochila.
Cada tarde, en miles de puertas de escuelas, se produce un gesto cotidiano que define perfectamente cómo se ha trasformado la paternidad hoy en día. El niño o la niña salen del cole y, sin mediar palabra, lo primero que hacen es tenderle la mochila a la madre, al padre o a la persona que haya ido a buscarlos. Cada tarde, en miles de puertas de escuelas, madres y padres van cargados como mulas y mulos con las mochilas, los instrumentos o las bolsas de deporte de sus hijos. A su lado, sus retoños caminan grácilmente, libres de todo peso, pobrecitos.
El de la mochila es un ejemplo que siempre siempre aparece cuando hablo de la educación actual con maestros y pedagogos. Es un gesto recurrente que incluso ha sido protagonista de un video clip.38 Lo produjo la granja-escuela de Cristina Gutiérrez Lestón y tiene como título: «Sí, puedo». La idea es hacerles entender a esos padres que llevan la mochila a sus hijos de casa a la escuela y de la escuela a casa que hay que dejar de hacerlo. Porque con este detalle diario, observa Cristina, el mensaje que recibe el hijo es el siguiente: «Te la llevo yo porque tú no puedes». Y ¡por supuesto que puede! Si van muy cargados, Cristina sugiere sacar algunos libros y llevárselos, pero lo de cargar la mochila del hijo como norma: ¡no!
«Lo que hay que decirles es: “Cariño, la llevas tú, porque es tuya” –explica–. Porque mientras haces esto, lo estás entrenando en dos habilidades: la autonomía (yo puedo) y la responsabilidad (de lo mío, respondo yo)».
En los últimos tiempos también se ha normalizado que los niños interrumpan en las conversaciones de los adultos. Estás hablando con unos padres del cole, por ejemplo, o con unos amigos, o con tus suegros, y el niño o la niña corta la conversación (con un «Me aburro», un «Quiero irme» o cualquier otro comentario).
En mis tiempos, esta interrupción habría sido recibida:
  1. Con total indiferencia por parte de los adultos. Como si hubieran oído llover, vaya.
  2. Con un escueto: «Tú, calla».
  3. O con un «No te metas en las conversaciones de los mayores».
Hoy, sin embargo, la tendencia es responder al niño que interrumpe:
  1. Con una sonrisa arrobada, de orgullo indisimulado.
  2. Dejando de lado la conversación adulta para centrar toda la atención en lo que el niño o la niña (normalmente, el propio) tengan que anunciarnos.
  3. En consecuencia, se olvida por completo la conversación con el adulto.
Tampoco es cuestión de no escuchar, jamás, al niño. Los niños tienen derechos, y voz, por supuesto, y debemos prestarles atención y conversar con ellos. Pero ello no significa que no sepan que interrumpir conversaciones ajenas está considerado como algo de mala educación y que, a veces, no todo lo que dicen es tan interesante como para dejar cualquier otro tema de lado y concentrarnos al cien por cien en ellos.

Demasiadas preguntas

Pero, claro, a unas criaturas a las que, desde muy pequeñas, se les ha preguntado prácticamente todo, les resulta difícil no entender que cualquiera de sus opiniones, observaciones o quejas no sean de vital trascendencia para sus padres.
Otra de las tendencias actuales en la crianza es la de preguntar a los hijos constantemente. Pero no cosas tipo: «¿Cómo estás?», «¿Qué tal ha ido el día?» o «¿Queréis más postre?». No. Cada vez son más los padres que les preguntan cosas a sus hijos que estos no están en posición de responder.
El ejemplo más claro lo viví en una cafetería de Barcelona. Una tarde, entraron un padre y su hija de la mano. La niña, que debía de tener un año y medio o dos, lloraba y lloraba. No era un llanto de aburrimiento o de mimada, sino un llanto genuino. Efectivamente: el padre informó a la camarera, una vez aposentó a la niña en el taburete frente a la barra, que su hija acababa de caerse. Estaba un poco nervioso. A su hija, le informó a la camarera, le estaba saliendo un chichón en la frente… «¿Tendría un hielo?», le preguntó.
La niña continuaba con su llanto, ahora ya completamente desolado. El padre, mientras esperaba que le diesen el hielo, le preguntó:
–¿Qué quieres tomar?
Frente a la niña había un mostrador con dónuts, cruasanes de mantequilla y de chocolate, bocadillos de jamón, de queso y de chorizo, magdalenas simples y salpicadas de chocolate, bolsas de patatas, Cheetos y almendras. La niña no contestó, seguía llorando.
–¿Quieres un cruasán de chocolate?
La niña seguía sin responder. Lloraba y lloraba, así que el padre, aprovechando que le habían traído el hielo envuelto en una servilleta, pidió un cruasán de chocolate a la camarera. Entonces, volvió a preguntarle a la niña:
–¿Quieres un poco de hielo?
Si la niña hubiese sabido que el hielo, tras darse un golpe, es un remedio casero para parar la inflamación, quizás le habría contestado que sí. Pero como las niñas de esta edad normalmente desconocen los usos del hielo envuelto en servilletas y su padre tampoco le había informado de ello, siguió llorando y sin contestar.
–¿Quieres aguantarte tú el hielo?
Tampoco hubo respuesta. Solo un hipido.
–¿Quieres que te lo aguante yo?
Hipidos y el mismo llanto desolado. El padre, mientras le aguantaba el hielo sobre la frente, consiguió sacar el móvil de su bolsillo:
–¿Quieres que llamemos a mamá?
La niña seguía sin contestar. Lloraba. El padre llamó a su mujer. Al hablar con ella, le cambió el tono de voz por completo. Hasta ahora, su voz, cada vez que se dirigía a su hija, era aguda, un punto infantil. Con su cónyuge era adulta y seria. Le informó de que su hija se había «dado un tortazo tremendo» en la calle. Sí, iba con él, de la mano, pero se había caído. Un tropezón. No sabía bien cómo… «Tiene un chichón enorme en la frente», añadió, para después dirigirse a la niña –cambiando automáticamente el tono de voz–, y preguntarle:
–¿Quieres hablar con mamá?
Aquí sí que la niña supo perfectamente lo que le preguntaban. Cogió el móvil del padre y contestó con monosílabos, más hipidos y algún sollozo a las preguntas de su madre. El intercambio apenas duró medio minuto. El padre, esta vez sin preguntar, le cogió el móvil a la niña, se despidió de su esposa y colgó. Fue entonces cuando la camarera, que estaba pasando el trapo por la barra, comentó en voz alta que, realmente, la niña tenía «un chichón grandísimo». Pese a que eran casi las mismas palabras que él acababa de utilizar en la charla con su mujer, el padre no estuvo de acuerdo con esa apreciación:
–No, no es tanto… No es un chichón tan grande. Es que ella tiene la frente grande. ¿Verdad, hija? ¿A que tienes la frente grande?
Y la niña, por supuesto, siguió sin contestar y siguió llorando.
Demasiadas preguntas para alguien de su edad. Quizás si el padre, en vez de consultarle cada una de la acciones que llevó a cabo desde que entraron en la cafetería, se hubiera mostrado más seguro («Ven, siéntate, tómate un cruasán de chocolate, que te gustan, mientras, voy a ponerte un hielo en la frente, que te ayudará a que te duela menos el chichón» y «Después llamamos a mamá y hablas con ella, ¿vale?»), en vez de consultarle cada una de sus acciones a una cría que ni puede (ni quiere) decidir cómo hay que gestionar esa situación, la niña se habría calmado.
Pero en un universo en el que el niño es el astro rey, preguntarles prácticamente todo a los hijos, ya desde muy pequeños, es lo que se lleva. Me lo ratificó también Jo Frost, la célebre supernanny inglesa, en una entrevista.39 Opinaba que tantas preguntas eran una tendencia poco pedagógica. Del «¿Quieres ir a la cama?» a un niño de un año al «¿Te quieres bañar?», «¿Vestir?» y «¿Ponerte el pijama?», pasando por el «¿Qué quieres cenar?». O, si se encuentra mal (también lo he oído, lo juro), el «¿Quieres tomar Dalsy?». Los niños son muy inteligentes, cierto, pero hay cosas (como lo que les conviene comer, las horas que necesitan dormir o el medicamento que puede bajarles las fiebre) que aún no están capacitados para decidir.
Frost, gran defensora de las rutinas y los límites, considera que es papel de los padres guiarlos en el día a día, con firmeza y tranquilidad, sin preguntarles constantemente su opinión cuando, además, no están capacitados para darla. Así, en vez de preguntarles si se quieren bañar, cenar, ponerse el pijama e irse a la cama, hay que anunciarles que: «Es hora de bañarse y ponerse el pijama y, después de cenar, a la cama». Entre otras cosas, eso les dará seguridad para poder dedicarse a otras actividades seguramente más interesantes para ellos que decidir, con un año y medio, qué van a tomar o si les conviene o no bañarse esa noche… No se trata del ordeno y mando de hace unas décadas, sino de encaminarlos, dirigirlos bien, sin necesidad de preguntarles todo, como el padre de la cafetería.
Está bien valorar la opinión de los hijos. Incluso hay modelos de familias que se precian de que se gestionan «democráticamente» y en las que a los críos se les consulta todo. Pero, mal que les pese a algunos, la familia es un sistema jerárquico y la autoridad de los padres, necesaria. Si al niño se le pregunta y consulta todo por norma, aunque no esté capacitado para responder, lo que se consigue son unos «niños L’Oréal» (quienes, «porque yo lo valgo», como dice el eslogan, tienen una especie de derecho divino de opinar sobre todo), pero, a la vez, muy inseguros. Tantas preguntas les hace intuir que quizás sus papás no están del todo preparados para ejercer como tales.
Sí, es cierto. La capacidad de tomar decisiones es fundamental para educar hijos independientes, pero, como señala la psicóloga Maribel Martínez, eso se puede hacer de una forma coherente:
Preguntarle al niño de cuatro años qué quiere para merendar no es una buena idea, porque no está capacitado para responder. Cuando sea mayor, con ocho, por ejemplo, está bien, de vez en cuando, preguntarle si quiere A o B, porque a medida que crecen, el decidir sobre algo les ayuda en la autoconfianza, en su capacidad de decisión. Pero, ¡ojo! –advierte–, no hay que preguntárselo sistemáticamente todo.

La sana desatención

Para Martínez, una de las bases para educar hijos independientes es lo que ella llama «la sana desatención»: observar sin intervenir.
No se trata de volver a los tiempos de Dickens y relegar a los niños a los sótanos de la casa. Ni tampoco observar cómo está a punto de despeñarse y quedarse quieto… No. La sana desatención consiste en no anticipar posibles contratiempos, en no ponerse de los nervios ante cualquier posible malestar del niño.
En cantidad de problemas con los hijos (desde trastornos alimentarios a ansiedad o trastornos de conductas), observar sin intervenir es la clave –afirma la psicoterapeuta–. ¿Por qué? Porque podemos crear un problema donde no lo hay: si una niña de doce años deja un día la comida ya nos ponemos: «Anorexia, bulimia… Come, come». Quizás la niña está incubando la gripe y no nos damos cuenta de que estamos presionando.
Martínez apunta que los niños, además, tienen épocas, y cuanto menos se interviene, mejor. Aunque esto no significa pasar de todo: «Si hace un mes que la niña no se acaba nunca el plato o deja de comer, entonces sí hay que tomar medidas. Pero solo hay que intervenir si la observación nos dice, de forma contundente, que algo pasa». Porque si no es así, advierte, crearemos un problema donde no lo hay.
Se necesita temple para observar sin intervenir, para la sana desatención hacia los hijos. Esta fórmula es también recomendable en las clásicas peleas entre hermanos. Mientras que hay padres que parecen no querer enterarse de las dinámicas de bullying entre sus hijos, hay otros a los que cualquier altercado fraterno les parece inaceptable. Entre ambos polos, señala Maribel Martínez, hay que encontrar el equilibrio: «Por supuesto, no se puede permitir ser cómplice de una relación de acoso entre hermanos, pero también es sano dejar que sean los hijos los que resuelvan sus diferencias: es una oportunidad para que se sociabilicen. Es parte de la vida».
Hay que confiar en los hijos, recalca Martínez. Es otra de las bases para conseguir una relación sana con ellos. Confiar en ellos desde que nacen. «Y que el niño lo sepa». Confiar que su cuerpo lucha contra los virus, que es capaz de andar, de aprender a nadar, de pasar por ahí sin hacerse daño, de entretenerse solo, de tener amigos, de ser capaz de aprobar y de todas esas cosas que dan mucho miedo a los padres y están convirtiendo lo que ha de ser un periodo bonito de la vida en algo angustioso.

Los deberes y la escuela

Y con el tema de los aprobados llegamos directamente a otro tema en el que los padres intervienen cada vez más: los deberes.
Hoy cada vez es más habitual que haya padres que:
  1. Ayudan por sistema a hacer los deberes a sus hijos.
  2. Hacen ocasionalmente los deberes de sus hijos.
  3. Hacen por sistema los deberes a sus hijos.
La tentación ...

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