La niñez desviada
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La niñez desviada

La tutela estatal de niños pobres, huérfanos y delincuentes. Buenos Aires 1890-1919

Claudia Freidenraij

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La tutela estatal de niños pobres, huérfanos y delincuentes. Buenos Aires 1890-1919

Claudia Freidenraij

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Este libro habla de una época en que las calles de Buenos Aires estaban salpicadas de niños. Nos ubica de entrada en un escenario que no es el repertorio nostálgico del barrio perdido sino la vitalidad desbordante de una ciudad-experimento, aquella que cruzó el siglo XIX al XX a ritmo volcánico, donde esa infancia plebeya escapaba a los marcos previstos. Los testigos ofrecen las visiones más pesimistas: he aquí el precio que se ha cobrado el progreso. Y dicen también: hay que hacer algo al respecto. ¿Pero qué? Claudia Freidenraij despliega las inflexiones de ese diagnóstico en un recorrido enormemente informado, y a la vez sensible a su objeto.A medida que estos frágiles habitantes de la urbe interactúan con la red de especialistas que se teje en torno suyo -más y más lejos de la escuela-, se dibujan las trayectorias que forman la urdimbre de este libro. Desfilan policías de calle, defensores de menores, gestores de las instituciones punitivas, médicos legales, criminólogos. Niños y jóvenes de la calle a la "leonera", de la "leonera" a la penitenciaría, de allí al reformatorio, o a trabajar como doméstica o doméstico en una casa privada. Decir que este libro habla de un mundo que no es el nuestro es solo una verdad a medias, entonces. Si tantos datos de aquella sociedad nos resultan lejanos, el panorama de las instituciones de castigo y disciplinamiento compone un cuadro en todo reconocible.Con su contundente bagaje de evidencia y sus destrezas de historia social, este libro se agrega a una conversación relevante -urgente-, ajustando sus términos, volviendo a pensar los problemas de aquel mundo lejano y los del nuestro.Del prólogo de Lila Caimari

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Informations

Année
2020
ISBN
9789876918350
Sujet
History
Sous-sujet
World History

CAPÍTULO 1
Infancias urbanas

Conocemos perfectamente la forma en que vive la mitad de nuestros niños, esto es, los que constituyen la población escolar […] Pero respecto de los medios de vida y forma en que la otra mitad de nuestros niños se desarrolla se ha escrito poco. Sin embargo, ellos constituyen la otra mitad, compuesta por los niños obreros de la ciudad de Buenos Aires.
Alejando Unsain, “De la escuela a la fábrica”, 1910
Como sugiere el plural del título, pensar la infancia porteña de fines del siglo XIX supone multiplicar los puntos de mira y asumir que estamos frente a muchas y diversas infancias.1 Este libro no interpreta esa multiplicidad pretendiendo dar cuenta de todas sus versiones, sino que encara la cuestión ajustando el foco sobre los niños y jóvenes de la clase trabajadora porteña.
En este capítulo mi intención es insertar a la niñez de la clase trabajadora en la dinámica de las transformaciones urbanas que experimentó la ciudad de Buenos Aires desde fines del siglo XIX y, desde allí, procurar una reconstrucción de los principales rasgos de su vida cotidiana, sus prácticas, sus rutinas, sus juegos y sus sociabilidades.
Me interesa hacer pie en los modos de habitar la ciudad de esta infancia y juventud plebeyas, así como “revisar” las marcas de la infancia y la juventud en ella. ¿Qué sabemos sobre la vida de los niños y jóvenes pertenecientes a las clases trabajadoras que habitaban la ciudad de Buenos Aires hacia fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX? ¿Qué espacio ocupaban y qué papeles jugaban? ¿Cómo inscribían su vida en el espacio urbano?
Si bien hay una coincidencia general en otorgar a la calle un lugar central en los diagnósticos y las clasificaciones que las elites morales realizaban de la población infantil, lo cierto es que poco se ha explorado el problema de la inscripción real y efectiva de los niños en el espacio urbano; más bien se ha atendido el lugar que la calle ocupaba en el imaginario y las representaciones que de los menores elaboraba la elite (Talak y Ríos, 1999; Zapiola, 2007a, 2010a).
El capítulo se organiza, en primer lugar, sintetizando los rasgos más generales de las transformaciones de Buenos Aires de fines del siglo XIX. En segundo término, atiende a las peculiaridades de los modos de habitar de la niñez de la clase trabajadora en vinculación con la fuerte presencia infantil callejera. Luego, se detiene a sopesar sus vinculaciones con el mundo laboral y con el ámbito escolar, tratando de desentrañar qué clase de relaciones establecían estos niños con la escuela y con el trabajo. Finalmente, en el cierre se procura reconstruir los usos infantiles del espacio público.

1. Vertiginosa Buenos Aires

La década de 1880 inauguró una era de desbordes urbanos. El fenomenal desplazamiento de población a través del Atlántico, el consiguiente proceso de urbanización acelerada, la constitución de diversas agencias estatales que convivían con las tradicionales y el desdibujamiento de las distancias sociales que organizaban la sociedad de la “gran aldea” fueron fenómenos vividos con creciente ansiedad por los contemporáneos.
En el centro de esos procesos encadenados de transformación social se encontraba la explosión demográfica que sacudió a Buenos Aires desde el último cuarto del siglo XIX. Entre 1881 y 1914 más de 4.200.000 de personas arribaron a la Argentina, el país que más cantidad de inmigrantes recibió con relación a la población nativa. Con una tasa de crecimiento anual del 6% entre 1887 y 1895, la ciudad de Buenos Aires llegó a albergar, en 1914, al 20% de la población del país, superando el millón y medio de habitantes, de los cuales prácticamente la mitad eran extranjeros. Por entonces, uno de cada tres inmigrantes se afincaba en esta ciudad portuaria (Devoto, 2009; Recchini de Lattes, 1983).
Ciertamente, la masividad del fenómeno inmigratorio modificó la composición demográfica de Buenos Aires. La ciudad se pobló de hombres jóvenes, generalmente solteros, extranjeros, que en sus países de origen habían sido mayoritariamente jornaleros. No obstante, dada la importancia que tuvieron las pequeñas tramas de relaciones personales y familiares en la inmigración de ultramar, no debe subestimarse la tendencia creciente de mujeres, solas y con niños, que venían a reunirse con sus compañeros llegados tiempo atrás. En este sentido, aunque la composición demográfica de la ciudad dio prioridad numérica a los hombres jóvenes, es importante no perder de vista que el crecimiento demográfico general incluyó a todos los grupos etarios, de manera que los niños y los jóvenes de ambos sexos no constituyeron una excepción.
Los individuos menores de 15 años constituyeron el 19% de las personas ingresadas al país entre 1882 y 1905, y el 15% entre 1906 y 1930 (Bjerg, 2012). Si hasta fines del siglo XIX “los niños de hasta 14 años constituyeron, relativa y paradójicamente, una minoría” (Recchini de Lattes, 1983: 244), a principios del siglo XX se produjo un ensanchamiento de la base de la pirámide de edades debido a la combinación de la disminución de las tasas de mortalidad (tanto la general como la infantil) y cierta estabilización de las tasas de natalidad.2 Esa combinación explicaría el aumento de la tasa de crecimiento vegetativo que, entre 1895 y 1905, superó el 2% anual. De este modo, observamos que tanto por la llegada de niños y jóvenes provenientes del viejo continente como por el incremento de la población nacida en el país (cuyo riesgo de morir durante la primera infancia era menor) la población menor edad creció en el cambio de siglo.
La dinámica del crecimiento de los individuos de ambos sexos menores de 20 años siguió una tendencia más o menos paralela a la de la población general de la ciudad, fluctuando en todo el período en torno al 40% del total.3
Estos datos sugieren que, pese a la tendencia generalizada a pensar la ciudad de Buenos Aires del cambio de siglo como un espacio esencialmente de hombres jóvenes pero adultos, lo cierto es que durante la primera década del siglo XX la proporción de personas de 14 años o menos creció en términos absolutos y relativos, superando en 1904 el 35% de la población porteña.4
Esta explosión demográfica supuso que miles de personas llegaran a instalarse a una ciudad sin infraestructura urbana ni capacidad habitacional, donde era frecuente la aparición periódica de brotes epidémicos y enfermedades infectocontagiosas (Carbonetti y Celton, 2007). Las obras de infraestructura sanitaria y de salubridad (sistema de cloacas y desagües pluviales, empedrado, agua corriente, alumbrado público a gas y luego eléctrico, etc.) se encararon en los primeros años de la década de 1880, a la par que se iba poniendo en pie un sistema de salud pública (Departamento Nacional de Higiene, Asistencia Pública de la Capital, red hospitalaria, etc.) alimentada por las preocupaciones higienistas sobre la salud de la población. Sin embargo, estas iniciativas iban a la zaga de las necesidades vitales de la población porteña y se realizaron de manera sectorizada, cubriendo buena parte del centro de la ciudad pero dejando grandes espacios urbanos sin ningún tipo de servicios. Hacia fines de la década de 1880 buena parte de las calles todavía eran de tierra, lo que generaba constantes desniveles y anegamientos con las lluvias. El territorio de la ciudad estaba atravesado por quintas, arroyos, pantanos y bañados que interrumpían el trazado urbano no solo en los barrios más apartados, sino también en las zonas céntricas (Carretero, 2000). Mucho de ese territorio no urbanizado conservaba áreas descampadas donde pervivían prácticas que, como la caza de animales, estaban asociadas a la vida rural. Según un padrón policial, en 1892 la ciudad de Buenos Aires contaba con 1.640 manzanas pobladas (17%), 1.390 semipobladas (14%) y 6.657 despobladas, y esos terrenos constituían quintas, hipódromos, cementerios, plazas, paseos y “huecos”.5 Todavía en 1895, esa ciudad moderna que inauguraba la avenida de Mayo y dejaba de ser “un poblado que se expande con cautela para volverse la imagen de sí misma” tenía amplias zonas anegadizas y frecuentemente inundables, pozos en medio de la calle y problemas recurrentes con la recolección de la basura (Korn, 1981: 12).
En este contexto de desmesurado crecimiento poblacional la ciudad fue alterando su fisonomía y su dinámica de funcionamiento, adaptándose a las nuevas necesidades del capitalismo agrario pampeano: el proceso de metropolización de la ciudad de Buenos Aires estuvo más marcado por los ritmos del mercado exportador que por las necesidades vitales de su población. Así, mientras se invirtieron millones en la construcción de un nuevo puerto y el endeudamiento externo creció de la mano de la expansión ferroviaria y el embellecimiento de ciertas zonas de la ciudad, la vivienda urbana no mereció una atención destacada en la agenda política municipal ni nacional, sino que se constituyó en otro negocio rentable en el contexto de una ciudad desbordada.
Aunque los límites geográficos de Buenos Aires se fijaron en 1888 con la incorporación de los partidos de Flores y Belgrano, lo cierto es que la ciudad se expandió. Aun cuando el crecimiento demográfico –desmedido, desorganizado, vertiginoso– fuese muy por delante del crecimiento edilicio, el territorio urbanizado creció. Mientras casi 40.000 personas se radicaban anualmente en la ciudad, se edificaban alrededor de 1.500 casas nuevas por año (Spalding, 1970). La ciudad, particularmente el centro –esas 93 manzanas que James Scobie (1977) señaló como el corazón porteño–, se vio rápidamente desbordada porque el grueso de la población trabajadora quedó encajonado en la zona céntrica mientras no se desarrollaron medios urbanos de transporte relativamente baratos y veloces. Y eso significó la convivencia durante varios años –tres lustros al menos, o tal vez más– de todas las clases sociales en un espacio urbano de reducidas dimensiones (Korn, 1981; Scobie, 1977). Ese espacio urbano reducido, abarrotado, congestionado, constituye el escenario principal sobre el que se recorta esta historia.

2. Del conventillo a la calle

La inmigración masiva se instaló sobre un espacio urbano que no estaba preparado para recibirla, de modo que la ciudad se volvió irreconocible en un lapso muy breve, de la mano de sucesivas transformaciones, ensanches, emparchados y reformas (Liernur, 1993, 2000). Las casas de inquilinato se multiplicaron y se convirtieron en una de las formas de habitación más frecuentes entre las clases trabajadoras de la ciudad, albergando entre el 15% y el 25% de la población porteña según la época (Suriano, 1983; Yujnovsky, 1983; Scobie, 1977; Korn y Sigal, 2010). El grueso de las casas de inquilinato se concentró en el área céntrica, en los barrios de San Juan Evangelista (hoy la Boca), Santa Lucía (Barracas), Balvanera Sur, Concepción y Monserrat (San Telmo), San Nicolás y El Socorro (Retiro). Como es sabido, el hacinamiento y la sordidez fueron las principales características del conventillo porteño.
A principios de la década de 1890 había más de treinta mil niños viviendo en casas de inquilinato, lo cual constituía el 30% de la población de esas casas de habitación.6 De acuerdo con el censo de 1914, los menores de 14 años representaban el 35% de la población de los conventillos (Scobie, 1977). La impronta de los niños en las casas de inquilinato no pasó desapercibida para los contemporáneos, que advertían “el ejército de chiquillos en eterna algarabía”: los más pequeños, “semidesnudos y harapientos”, gateando en el suelo de los patios; los mayores saltando y gritando producían todo el día un “bullicio insoportable” (Páez, 1970: 28).
La historiografía sobre las condiciones de vida de la clase trabajadora porteña ha puesto de manifiesto sobradamente que, aunque no haya sido el tipo de habitación de la mayoría de las personas que poblaban Buenos Aires, el conventillo fue la referencia habitual a la que las elites morales recurrieron para justificar sus múltiples formas de intervención sobre las clases plebeyas urbanas. Desde la epidemia de fiebre amarilla de 1871 –en cuyo contexto la Comisión Popular de Salubridad Pública llegó al extremo de pedir la incineración de todos los conventillos–, las casas de inquilinato se convirtieron en el foco de atención de los higienistas, que insistieron en la asociación entre enfermedad y vivienda popular (García Cuerva, 2003; Galeano, 2009). El conventillo se convirtió desde entonces en un espacio de concentración de los males sociales: hacinamiento y enfermedad, miseria y promiscuidad, delito y prostitución, abandono y decadencia moral, sociabilida...

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