Limón Blues
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Limón Blues

Anacristina Rossi

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  1. 350 pages
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Limón Blues

Anacristina Rossi

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Limón Blues es una novela de amores y pasiones en el marco de la gesta carismática del líder afrodescendiente Marcus Garvey, líder desconocido para la mayoría de los costarricenses. Escrita desde el punto de vista de los periódicos publicados por la comunidad afroantillana en Puerto Limón en la primera mitad del siglo XX, en la novela las distintas culturas del Gran Caribe se encuentran, se asocian, se abrazan, se besan. Por encima de ellas el poder político y social las mira, las desconoce, las ignora o las expulsa.Esta obra reconstruye minuciosamente la época en que Puerto Limón fue la ciudad más culta y cosmopolita del país. Esa profundidad y ese esplendor debieron de haberse integrado al resto de la sociedad costarricense, para enriquecerla, pero no fue así. La ignorancia y el racismo del Valle Central lo impidieron. Esta novela responde en gran medida a las preguntas: ¿qué es Limón? ¿qué fue Limón? Porque todavía estamos a tiempo de asumir su pasado, su presente, sus historias, sus luchas, sus colores, sus pérdidas, su diversa voluntad. Porque son también los nuestros.

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Informations

Année
2018
ISBN
9789930549605

Nueve

For in much wisdom is much grief and he that increaseth knowledge increaseth sorrow.
Ecclesiastes 1:18
1916 was a rain year and then it became the year of the earthquake.
Bwoy, no dejaba de llover. Empezó en enero. Siguió lloviendo y en febrero ya todo tenía semanas de estar inundado. Cuando paraba la lluvia, seguía una llovizna que se confundía con el spray de las olas y encerraba el puerto en una bruma densa. No se distinguía Grape Key. Irene miraba las galletas deshechas en la caja, el papel de pared despegado, cientos de babosas. El tren estaba interrumpido, todo escaseaba, la Guerra Europea iba por su tercer año y algunos la culpaban hasta del temporal por tanta porquería que estaban disparando al cielo.
El temporal más largo en lo que va del siglo, decía la gente. Sentado ante mi escritorio en la oficina de Maduro trataba de escribir en el libro húmedo y suave, la tinta resbalaba, el lápiz también. Apoyados en el mostrador conversaban los de siempre. Escuchaba sus voces y veía sus perfiles: don Manfred, don Joshua, don Abraham, don Víctor, don Jakob. Decía don Manfred:
—Limón está mustio. Es un lugar reprimido, vigilado. Hasta la colonia costarricense está harta de la mano dura de la Compañía.
Don Abraham no estaba de acuerdo:
—No, no. Están hartos de su Presidente, por este asunto de la Tributación Directa.
—Esos impuestos nos afectan bastante a nosotros –dijo don Joshua Piza.
—No van a durar –anunció don Víctor–. Le van a dar al Presidente González Flores un golpe de estado.
—¿Quiénes? –preguntaron a un tiempo todos los demás.
—Pues quién va a ser: la United, que es la más afectada.
En ese punto alguien entró al almacén y dejó caer lo que supuse un largo impermeable. Cuando se acercó al mostrador lo vi: era don Teodoro Asch. Venía a encargar unas provisiones para su hotel. Don Manfred me pidió que lo atendiera, la dependienta había salido.
—¡Orlandus Robinson! –exclamó alegremente cuando me vio, tendiéndome la mano. Y les explicó a los presentes–: Yo conocí muy bien a la madre de este muchacho, Miss Nanah Reed, una mujer como uno no encuentra dos veces.
Don Teodoro, que yo suponía hombre prudente, empezó a hablar de mi madre con desvergüenza y desfachatez que me llenaron primero de sorpresa, después de confusión y furia: “Una negra como una Cirene, con un cuerpo exquisito” –se llevó los dedos en un puño a los labios y los besó– “y no digo porque la haya probado, no, nunca la probé, no por falta de ganas. Unos brazos torneados, unos ojos de fuego, unas piernas...”.
Don Teodoro no veía cuánto me humillaba. Temblando, lo interrumpí:
—Diculpe, Mr. Asch, ¿la carne de tortuga la quiere para hoy?
Me miró desconcertado. Afortunadamente entró el cartero, un muchacho muy ruidoso:
—Teeeeelegrama para Orlandus Robinson, caaaarta para don Manfred, caaarta para doña Caridad Lobo, diiiisculpen que todo venga mojado...
Llegué con el telegrama cuando el reloj del mercado daba las seis. Continuaba lloviendo un monótono drizzle. Irene tenía los cuadernos sobre la mesa, un gato en los regazos. Levantó hacia mí sus ojos grisverdes, yo me acerqué, me preguntó “¿Qué traes?”. “Un telegrama de Garvey, me quiere en Kingston para ayudarlo a lanzar su movimiento”.
Orlandus le tendió la hojita a su esposa. Irene la leyó, se puso de pie, se acercaron, “Debes ir”, murmuró. A él le dio vergüenza porque fingía estarle consultando cuando en realidad ya había arreglado con Maduro que se ausentaría. Escapar de un Limón mediocre y triste, de una Irene contenta, acomodándose a todo, enamorada, buscándole siempre la conversación y él que no podía hablarle, revelarle su ánimo. Así quedó de pie frente a ella que le tendía de vuelta el telegrama y lo miraba inquisitiva esperando sus palabras, sus comentarios.
Y así, de pie y mirándose fijo, Orlandus pensó que lo extraño y fabuloso era que su cuerpo quería el cuerpo de ella, independientemente de su pensamiento o de su voluntad. Ahora por ejemplo pensaba en Garvey y en Kingston y tal vez añoraba a Leonor mientras su cuerpo buscaba a su esposa, y se acercaba a ella y la sentía vibrar como una alta columna y aspiraba su aroma intenso y delicado. Su cuerpo la pedía, tan alta como él, tan morena y tan grácil, con los ojos grisverde llenos de misterio. Así era su amor: de repente la cabeza se le nublaba, desaparecía aquello en lo que había estado pensando –Garvey, Leonor, su madre, Maduro, la guerra europea– y sus dedos avanzaban sedientos buscando a su esposa y como queriendo beberla a través de la piel.
Los dedos sensibles y finos de Orlandus acariciaban despacio el cuello largo y torneado de Irene apretado por un espeso collar de cuentas cubanas, subían por su garganta voluptuosa donde resonaban ya tibias palabrejas, palabras como música que él no comprendía ni quería contestar, una llama era el aliento que murmuraba amantísimo “debes ir donde Garvey”, y él ya sin ningún pensamiento y diluida toda preocupación le desabotonaba apresurado la blusa con un deseo terrible de tenerla desnuda y de anudarse a ella tan alta y tan fuerte, majestuosa y temblando, le recordaba la potranca más fina de Sam Nation, un animal brioso y altísimo capaz de oler a Sam a una legua y cuyo pelaje se estremecía en ondas al menor contacto, así era Irene excitada, un inmerecido mar de poder, pero Orlandus no pensaba esto porque ya no pensaba, esto pasaba por su entendimiento en oleadas corporales, y ahora estaban los dos desnudos deseándose a morir pero casi sin tocarse, se tocaban levemente, con cuidado supremo, él se frotaba a ella poquito a poco y ella se deshacía conteniéndose, y se movían muy despacio, con una fuerza ciega, apenas se palpaban pero mucho gemían mientras él iba entrando poco a poco, despacio, en esa reina bíblica, su mujer y su par. Se miraban como seres perfectos, magníficos, se miraban despectivos, ausentes de lo que no fuera sentirse y observar en los ojos del otro la crecida de la excitación, afuera seguía lloviendo con la misma constancia. Mucho duraba ese tiempo en que casi no podían respirar y no hablaban y se miraban fijamente a los ojos y él se movía dentro de ella despacio y ella le respondía con lasciva lentitud hasta que por fin se derrumbaban los puentes y lo sostenido ya no se podía sostener y se lanzaban furiosos dejando vacío y destrucción a su paso. Y después de muchas horas yacían en el piso, empapados, acezando, y un poco más tarde dormidos, un brazo de ella cruzando desmayado una pierna de él, y al despertar y ver las sillas caídas, el mantel en el suelo o algún vaso roto, Orlandus, vuelto a su tren de mente normal, a sus preocupaciones, se preguntaba: ¿Eso lo hice yo? Y ella despertaba y el misterio en sus ojos había dado paso a cierta gratitud, al peso grande de su enamoramiento, y le brotaban palabras, preguntas, frutos inevitables de la cercanía, y él cerraba los párpados abrazando a una hermosa mujer que estaba hablando sola.
Kingston.
Al abrir el portoncito, el aroma de la carne en leche de coco lo llenó de amor. Pero adentro de su casa había una disputa. No más entrar le explicaron a gritos.
Sylvia trabajaba con un rico mulato pero su esposo estaba sin empleo. Según Nanah, debían ir a Costa Rica a cuidar lo que Orlandus había abandonado, una finca excelente. Mamá tiene una idea equivocada de Limón, pensó Orlandus.
Ni a Silvia ni a su marido les hacía gracia la idea de Cahuita. Nanah estaba impaciente, recorría el comedor de arriba a abajo. “Mamá, estate quieta”, le rogó Orlandus que ya venía del barco con un gran mareo, y Prince lo apoyó:
—Sí, siéntate y baja la voz, les estás dando tema a todas las vecinas.
—Tú cállate –le ladró Nanah–, si no fuera por tus miedos y pia-pia yo estaría en Cahuita de socia de don Teodoro.
A Orlandus le dio lástima su padre, y entonces se lanzó:
—Tal vez estarías de socia de Mr. Asch pero no con tu finca.
—Wha’ you ah’ seh?
—You nevah hear wha’ me did seh –le respondió en jamaiquino–. Que no tienes finca. Esta vez te falló la clarividencia.
—¿Qué dices?
Nanah se volvió clavándole sus ojos negros llenos de fuego, tan parecidos a los de él. Orlandus se puso de pie.
—La tierra nos la quitaron, nunca fue nuestra, las leyes de la República no lo permiten, ahora los desalojan hasta de las “no name lands”.
Prince exclamó ofendido que Keith juró respetar las “no name lands”. “Keith to ‘r ass”, gritó Orlandus, y contó de los golpes, su visita al Vicecónsul y el Vicecónsul: “Esas tierras son baldíos”. Y terminó diciéndoles que odiaba ese lugar porque todo hedía a pelos quemados y Teresa dejaba un chorro de sangre brillante, y ellos sí se habían unido y exigido sus derechos de súbditos británicos pero a la Corona le importaba un pepino su cochina suerte. Les contó todo eso con voz ronca, alterada, pero no les dijo de la finca de Grape Point.
Salió sin decirles de su cobardía, que había tardado años en cruzar el North River. Por fin había ido porque Irene le rogaba, y al llegar encontró que el muchachito encargado era un hombre con familia. La finca estaba produciendo y el hombre le dijo que no podía devolvérsela, que la había trabajado...

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