Un corazón sencillo
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Un corazón sencillo

Gustave Flaubert, Silvia Bardelás, Juana Salabert

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  1. 112 pages
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Un corazón sencillo

Gustave Flaubert, Silvia Bardelás, Juana Salabert

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Un corazón sencillo es un relato de gran profundidad. En esta edición, De Conatus ofrece una propuesta de lectura creativa para acceder a él desde su lógica narrativa.Un corazón sencillo era para Flaubert "la historia de una chica vieja y un loro".Un relato corto pero de una exigencia literaria enorme.El corazón sencillo es el de una chica que se convierte en criada y nunca cambia su condición.El loro Lulú, icono de nuestra cultura, juega un papel fundamental en el sentido de su vida.En los Cuadernos de lectura creativa el lector se convierte en un lector creativo, conoce y entiende a los clásicos en obras cortas y fundamentales, tiene la posibilidad de crear un club de lectura y de escribir su experiencia con el texto en el cuaderno.

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Informations

Éditeur
De conatus
Année
2018
ISBN
9788417375034
Édition
1
Sous-sujet
Classiques

UN CORAZÓN SENCILLO

I

Durante medio siglo, las burguesas de Pont-l'Évêque le envidiaron a la señora Aubain su criada Félicité.
Por cien francos anuales se ocupaba de la cocina y de la limpieza, cosía, lavaba, planchaba, sabía embridar un caballo, cebar aves, batir la mantequilla y se mantuvo fiel a su señora, que no era, sin embargo, una persona agradable.
Esta se había casado con un guapo joven sin fortuna, cuyo fallecimiento en el inicio de 1809 le dejó dos niños muy pequeños junto con cuantiosas deudas. Vendió entonces sus propiedades, salvo las granjas de Toucques y de Geffosses, cuyas rentas alcanzaban como mucho 5000 francos, y abandonó su casa de Saint-Melaine para mudarse a otra menos dispendiosa que perteneció a sus ancestros, situada tras el mercado.
Dicha casa, recubierta de pizarra, se hallaba entre un pasaje y una callejuela que desembocaba en el río. Tenía en su interior desniveles que ocasionaban tropiezos. Un estrecho vestíbulo separaba la cocina de la “sala” donde la señora Aubain se pasaba el día entero sentada cerca de la ventana en una butaca de paja. Junto a los paneles pintados de blanco se alineaban ocho sillas de caoba. Un viejo piano soportaba, bajo un barómetro, un cúmulo piramidal de cajas y de tarjetas. Dos poltronas tapizadas flanqueaban la chimenea de mármol amarillo y estilo Louis XV. En el centro, el reloj representaba un templo de Vesta; y la casa entera olía un poco a moho, ya que el nivel del suelo era inferior al del jardín.
En el piso de arriba se hallaba en primer término la habitación de la “Señora”, una estancia muy amplia, revestida de un empapelado con pálidos motivos florales y presidida por el retrato del “Señor”, ataviado de legitimista petimetre1. Se comunicaba con un dormitorio más pequeño, donde se veían dos literas infantiles sin colchones. Venía después el salón, siempre cerrado y repleto de muebles enfundados con sábanas. Un pasillo conducía al cabo a un despacho; libros y papelotes guarnecían los anaqueles de una librería que rodeaba la trasera y los lados de un gran escritorio de madera negra. Ambos laterales desaparecían bajo dibujos a plumilla, acuarelas de paisajes y grabados de Audran, recuerdos de tiempos mejores y de un lujo desvanecido. Un tragaluz alumbraba en el segundo piso el cuarto de Félicité, con vistas que daban a las praderas.
Esta se levantaba al alba, para no faltar a misa, y trabajaba sin tregua hasta el anochecer; luego, una vez concluida la cena, ordenada la vajilla y asegurado a conciencia el cierre de la puerta, metía un leño bajo las cenizas y se quedaba dormida frente al hogar, con su rosario en la mano. Nadie superaba su testarudez a la hora de los regateos. En lo tocante a la limpieza, lo pulido de sus cazuelas desesperaba a las demás sirvientas. Ahorrativa y frugal, comía con lentitud y recogía una a una sobre la mesa las migajas de su pan, un pan de doce libras, horneado específicamente para ella y que le duraba veinte días.
Fuese cual fuese la estación, llevaba siempre una pañoleta de indiana sujeta a la espalda con un alfiler, una cofia ocultándole los cabellos, medias grises, un refajo rojo y un delantal de peto sobre su camisola, como las enfermeras de hospital.
Su rostro era flaco y su voz aguda. A los veinticinco años se le echaban cuarenta. A partir de los cincuenta dejó de aparentar edad alguna; siempre silenciosa, erguida y mesurada en gestos, parecía una mujer de madera, con funcionamientos de autómata.
1. El término francés de muscadin, que puede traducirse por “elegante”, “dandi” o “petimetre”, pero también por “monárquico”, se originó durante la Revolución de 1879, y sirvió para describir, no sin desdén, a los jóvenes de cuidado y atildado atuendo, partidarios, al menos en un primer momento, de la monarquía. Me he decantado por legitimista petimetre, más preciso en este contexto que petimetre o dandi. (N. de la T.).

II

Había tenido, como cualquier otra, su historia de amor.
Su padre, un albañil, se mató al caer de un andamio. Luego murió su madre, sus hermanas se dispersaron, un granjero la recogió y la destinó, muy niña aún, a guardar las vacas en los pastos. Tiritaba bajo sus harapos, bebía de bruces el agua de los charcos, recibía palizas sin cuento por un sí o por un no y fue finalmente despedida por un robo de treinta sueldos que no había cometido. Se colocó en otra granja, llegó a chica de corral y, como complacía a sus patronos, sus compañeros la envidiaban.
Una noche del mes de agosto (ella tenía entonces dieciocho años), la arrastraron a las fiestas de Colleville. De inmediato se sintió mareada, aturdida y estupefacta por el jaleo de los violinistas locales, las luces entre los árboles,
el abigarramiento de las vestimentas, los encajes, las cruces de oro, por toda esa masa de gente brincando al unísono. Se mantenía modestamente apartada en un rincón cuando un joven de aspecto acomodado, que fumaba en pipa acodado a la pértiga de un carrichoche, se le acercó para invitarla a bailar. La convidó a sidra, a café y a creps saladas, le regaló un fular y, creído en que ella colegía sus intenciones, se ofreció a acompañarla de vuelta. A orillas de un campo de avena, la arrojó brutalmente al suelo. Ella se asustó y empezó a gritar. Entonces él se alejó.
Otra noche, en la carretera de Beaumont, ella quiso adelantar a una gran carreta de heno que avanzaba lentamente y al rozar sus ruedas reconoció a Théodore.
La abordó con aire tranquilo, afirmando que había que perdonarlo todo, ya que “la culpa era de la bebida”.
Ella no supo qué responder y sintió deseos de huir.
De inmediato, él le habló de las cosechas y mencionó a los importantes del pueblo, ya que su padre había abandonado Colleville para establecerse en la granja Écots, de modo que ahora eran vecinos. “¡Ah!”, dijo ella. Él añadió que deseaban casarlo. Sin embargo, no tenía ninguna prisa, aguardaba a una mujer que le gustase. Entonces le preguntó si pensaba en el matrimonio. Ella le reconvino, sonriente, la burla, le afeó que se mofara a su costa. “¡No lo hago, se lo juro!”, y le rodeó la cintura con su brazo izquierdo; avanzaba apoyada en él, que la estrechaba contra sí, y ambos aminoraron el paso. El aire era tibio, las estrellas brillaban, la enorme carretada de heno oscilaba ante ellos. Los cuatro caballos levantaban el polvo con su lento arrastrar de cascos. Luego, torcieron a la derecha sin que nadie se lo ordenara. La abrazó una vez más. Ella desapareció en la oscuridad.
A la semana siguiente, Théodore obtuvo de ella varias citas.
Se veían al fondo de los corrales, detrás de un muro, bajo un árbol aislado. Ella no era inocente al modo de las señoritas –había aprendido de los animales–, pero el sentido común y su instinto del honor la impidieron sucumbir. Dicha resistencia avivó el amor de Théodore, de manera que para satisfacer sus deseos o tal vez por mera ingenuidad, este le propuso matrimonio. Ella dudaba, no acababa de creerle. Él le hizo grandes promesas al respecto.
Pronto confesó algo enojoso: sus padres le habían comprado el año anterior los servicios de un hombre para que se enrolara en su lugar. Pero en cualquier momento el asunto podría irse al traste; la idea de ser llamado a filas lo espantaba. Esa cobardía supuso para Félicité una prueba de ternura que duplicó la suya. Se escapaba de noche a su encuentro y, una vez a su lado, Théodore la atormentaba con sus inquietudes y sus instancias.
Finalmente, declaró que iría él mismo en persona a informarse a la Prefectura y que le daría noticias el domingo siguiente, entre las once y la medianoche.
Llegado el momento, ella corrió hacia su enamorado.
Halló en su lugar a uno de sus amigos.
Este le reveló que ya no volvería a verlo más. Para librarse del reclutamiento, Théodore se había casado con una anciana muy rica, la señora Lehoussais, de Toucques.
Su pena fue descomunal. Se arrojó al suelo, profirió alaridos, invocó a Dios, gimió y se lamentó a solas en medio del campo hasta el amanecer. Después regresó a la granja y anunció su intención de despedirse; y al cabo del mes, con su finiquito ya recibido, guardó su escaso equipaje en un hatillo y se dirigió a Pont-l'Évêque.
Ante la posada, le preguntó a una burguesa ataviada con capelina de viuda, que precisamente buscaba cocinera. La muchacha carecía de experiencia, pero parecía tan rebosante de buena voluntad y mostraba tan pocas exigencias que la señora Aubain terminó por decirle:
–De acuerdo, ¡la acepto!
Un cuarto de hora después, Félicité se hallaba instalada en su domicilio.
Vivió al principio sumida en una suerte de estremecimiento, provocado por el tipo de vivienda, “la clase de casa”, y por el constante recuerdo del “Señor”, que planeaba sobre todas las cosas. Paul y Virginie, que contaban siete años el primero y apenas cuatro la segunda, le parecían hechos de una materia preciosa; se los subía a la espalda, llevándolos a caballito, y la señora Aubain le prohibió besuquearlos a todas horas y a cada instante, lo que la mortificó. Sin embargo, se sentía feliz. La suavidad del ambiente había disipado su tristeza.
Todos los jueves acudían visitantes asiduos a echar una partida de boston. Félicité preparaba de antemano los naipes y las estufillas. Llegaban a las ocho en punto y se retiraban antes de que dieran las once.
Cada lunes por la mañana, el chamarilero establecido bajo la alameda disponía su chatarra sobre la acera. La ciudad se llenaba al cabo de un zumbido de voces, donde relinchos de caballos, balidos de corderos y gruñidos de cerdos se entremezclaban con el ruido seco de las carretas por la calzada. A eso del mediodía, en pleno apogeo del mercado, veían comparecer en el umbral a un viejo campesino de buena estatura, nariz ganchuda y gorra ech...

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