La guerra de las religiones
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La guerra de las religiones

Venance Konan, Alejandra Guarinos Viñals

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  1. 30 pages
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La guerra de las religiones

Venance Konan, Alejandra Guarinos Viñals

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La vida en la Riviera, barrio de Abiyån, se vuelve insoportable cuando Antoinette convierte su casa en la sede de un grupo de rezos nocturnos. Amon, Karamoko, Bernard y Aristide, amigos, cristianos unos, musulmanes otros, intentan hacer frente a los tejemanejes de esta mujer de labios siempre crispados que vive de los chismes del barrio y de aprovecharse de la debilidad de espíritu en tiempos de crisis.Un relato sobre oscuras envidias, un extraño profeta cargado de oro y estrategias mås o menos ingeniosas para combatir los cotilleos y el fanatismo religioso. Todo ello regado con unas cervezas en el maquis, algo de filosofía china y mucho humor "a la Konan".

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Informations

Éditeur
2709 books
Année
2015
ISBN
9788494171154
Aristide se despertó sobresaltado y se sentó en el borde de la cama. Vio que AngÚle, su mujer, también estaba despierta.
—Esto no puede seguir así —dijo Aristide.
AngĂšle suspirĂł.
Eran las cuatro de la mañana y en casa de Antoinette, su vecina, seguían con la sesión de rezos. Los participantes en la sesión debían de estar practicando un exorcismo porque se oía a un hombre gritando: «Satån, sal de este cuerpo» y unas voces de mujeres respondiendo a coro: «En el nombre de Dios».
Llevaban así casi un mes. Todas las noches, un grupo de hombres y mujeres se reunía en casa de Antoinette para asistir a esas sesiones de rezos. Todo empezaba a eso de las diez de la noche con unos murmullos, después las voces se iban alzando poco a poco hasta convertirse en alaridos cuando todo el barrio estaba ya durmiendo. Sus habitantes, que aprovechaban el frescor de ese mes de junio para dormir con las ventanas abiertas y sin aire acondicionado, a menudo se despertaban alarmados por los gritos del profeta que estaba al frente de las sesiones. De vez en cuando, el grupo al completo parecía enloquecer y los participantes se ponían a vociferar en lenguas incomprensibles.
—¿Es que estos nunca duermen? —preguntó Aristide.
—Sabes de sobra que no hacen nada —contestó Angùle—. Tienen el día entero para dormir. No piensan en que los demás han de trabajar para ganarse la vida.
—Estoy convencido de que Antoinette lo hace adrede para fastidiarnos —dijo Aristide mientras volvía a acostarse.
Ya no pudo conciliar el sueño. AngÚle tampoco. Hicieron el amor y se olvidaron de Antoinette, de su profeta, de los hermanos y hermanas de Cristo y de todos los demonios a los que invocaban por las noches.
Por la tarde, Aristide se reunió con sus amigos en su maquis habitual, situado al final del barrio. Quedaban allí todos los días, al salir de trabajar, para beberse unas cervezas mientras comentaban los asuntos cotidianos antes de regresar a casa. Los cuatro amigos vivían en la misma zona. En ese barrio, la Riviera, las casas estaban adosadas, en filas paralelas. En la acera de Aristide estaba: primero la casa de Silué, que era profesor de Letras; luego la de Aristide; después la de Amon, que había perdido su empleo; la de Yao, que no hablaba con nadie y de quien se decía que era empresario pero no se sabía de qué; y en el extremo, la del congoleño, que no quería que lo llamaran congoleño porque prefería ser zaireño.
—Mi paĂ­s se llama RepĂșblica DemocrĂĄtica del Congo, RDC —argumentaba—. ÂżCĂłmo debemos llamarnos para diferenciarnos de los congoleños de enfrente?, ¿«rdceleños»?, Âżcongoleños demĂłcratas?, Âżcongoleños democrĂĄticos? AdemĂĄs, ÂżquĂ© hay de democrĂĄtico en una repĂșblica donde el hijo sucede al padre en nombre de nadie sabe quĂ© derecho? Yo soy y seguirĂ© siendo zaireño; lo demĂĄs no son mĂĄs que pamplinas.
En la acera de enfrente, vivĂ­an TapĂ©, un comisario de policĂ­a muy irascible; Antoinette, que no hacĂ­a nada; Karamoko, que era dentista; y Bernard, que era capitĂĄn en el EjĂ©rcito. En el extremo, vivĂ­a OulaĂŻ, al que todos llamaban Presidente porque era el jefe de un oscuro partido polĂ­tico del que debĂ­a de ser el Ășnico miembro. Nadie habĂ­a visto nunca al partido organizar un congreso, una reuniĂłn, una convenciĂłn, o cualquier cosa del estilo, y ninguno habĂ­a visto ni oĂ­do nunca a nadie proclamarse miembro del mismo. De vez en cuando, el Presidente salĂ­a en la televisiĂłn dando la opiniĂłn de su partido sobre algĂșn tema: la carestĂ­a de la vida, la crisis en la escuela o felicitando a un jefe de Estado que acababa de ser elegido en algĂșn lugar. Tras lo cual, nadie volvĂ­a a oĂ­r hablar de Ă©l.
Amon, Karamoko y Bernard eran los amigos de Aristide en el barrio.
Esa tarde, la conversaciĂłn girĂł en torno a Antoinette y sus sesiones de rezos. Todo el barrio estaba harto. Para Amon, Antoinette no era mĂĄs que una loca.
—Loca, lo que se dice loca
 —dijo Bernard—. Uno no se vuelve loco así por las buenas. Desvaría porque se acuesta sola por las noches.
Bernard le propuso entonces a Karamoko, cuya mujer acababa de dar a luz, que se ocupara de entretener a Antoinette.
—¿Es que te has vuelto loco o quĂ©? —exclamĂł Karamoko—. ÂżPero tĂș has visto el careto que tiene?
A decir verdad, Antoinette no era demasiado guapa. Era menuda y estaba chupada, su largo cuello acababa en una cabecita con dos orejas de soplillo, la llevaba siempre tiesa, como una suricata, al acecho de los chismes y cotilleos del barrio. Sus labios finos, siempre apretados, no sonreĂ­an jamĂĄs. En el vecindario no tenĂ­a muchos amigos, pero sabĂ­a todo lo que sucedĂ­a en cada casa, quiĂ©n pegaba a su mujer —Silué—, a quiĂ©n le pegaba su mujer —al Presidente—, quiĂ©n engañaba a su mujer —todos los hombres casados del barrio— y quiĂ©n engañaba a su marido —la mujer de Yao, el empresario que no hablaba con nadie—.
Antoinette pasaba las tardes junto a las criadas, que le contaban, con todo lujo de detalles, lo que oĂ­an detrĂĄs de las puertas de las habitaciones de sus señores y lo que veĂ­an debajo de las sĂĄbanas. DespuĂ©s, por las noches, iba corriendo a casa de su Ășnica amiga en el barrio, la señora de Amon, siempre ĂĄvida de chismorreos, y con aire misterioso empezaba: «Oye, vecina, Âżte has enterado de que
?». Tan pronto Antoinette se marchaba, la señora de Amon visitaba a AngĂšle, la mujer de Aristide, y las dos mujeres se encerraban en la cocina durante un buen rato. DespuĂ©s, AngĂšle se iba de chĂĄchara a casa de Bintou, la mujer de Karamoko y, de esta forma, todos en el barrio sabĂ­an exactamente lo que sucedĂ­a en casa de los vecinos sin necesidad de frecuentarlos.
Antoinette estuvo viviendo con un hombre en concubinato hasta que, un dĂ­a, aprovechando que ella se habĂ­a ido de viaje para visitar a sus padres, Ă©l se marchĂł: contratĂł un camiĂłn de mudanza...

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