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La guerra de las religiones
Venance Konan, Alejandra Guarinos Viñals
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La guerra de las religiones
Venance Konan, Alejandra Guarinos Viñals
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Ă propos de ce livre
La vida en la Riviera, barrio de AbiyĂĄn, se vuelve insoportable cuando Antoinette convierte su casa en la sede de un grupo de rezos nocturnos. Amon, Karamoko, Bernard y Aristide, amigos, cristianos unos, musulmanes otros, intentan hacer frente a los tejemanejes de esta mujer de labios siempre crispados que vive de los chismes del barrio y de aprovecharse de la debilidad de espĂritu en tiempos de crisis.Un relato sobre oscuras envidias, un extraño profeta cargado de oro y estrategias mĂĄs o menos ingeniosas para combatir los cotilleos y el fanatismo religioso. Todo ello regado con unas cervezas en el maquis, algo de filosofĂa china y mucho humor "a la Konan".
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LittératureSous-sujet
Collections littéraires africainesAristide se despertó sobresaltado y se sentó en el borde de la cama. Vio que AngÚle, su mujer, también estaba despierta.
âEsto no puede seguir asĂ âdijo Aristide.
AngĂšle suspirĂł.
Eran las cuatro de la mañana y en casa de Antoinette, su vecina, seguĂan con la sesiĂłn de rezos. Los participantes en la sesiĂłn debĂan de estar practicando un exorcismo porque se oĂa a un hombre gritando: «SatĂĄn, sal de este cuerpo» y unas voces de mujeres respondiendo a coro: «En el nombre de Dios».
Llevaban asĂ casi un mes. Todas las noches, un grupo de hombres y mujeres se reunĂa en casa de Antoinette para asistir a esas sesiones de rezos. Todo empezaba a eso de las diez de la noche con unos murmullos, despuĂ©s las voces se iban alzando poco a poco hasta convertirse en alaridos cuando todo el barrio estaba ya durmiendo. Sus habitantes, que aprovechaban el frescor de ese mes de junio para dormir con las ventanas abiertas y sin aire acondicionado, a menudo se despertaban alarmados por los gritos del profeta que estaba al frente de las sesiones. De vez en cuando, el grupo al completo parecĂa enloquecer y los participantes se ponĂan a vociferar en lenguas incomprensibles.
âÂżEs que estos nunca duermen? âpreguntĂł Aristide.
âSabes de sobra que no hacen nada âcontestĂł AngĂšleâ. Tienen el dĂa entero para dormir. No piensan en que los demĂĄs han de trabajar para ganarse la vida.
âEstoy convencido de que Antoinette lo hace adrede para fastidiarnos âdijo Aristide mientras volvĂa a acostarse.
Ya no pudo conciliar el sueño. AngÚle tampoco. Hicieron el amor y se olvidaron de Antoinette, de su profeta, de los hermanos y hermanas de Cristo y de todos los demonios a los que invocaban por las noches.
Por la tarde, Aristide se reuniĂł con sus amigos en su maquis habitual, situado al final del barrio. Quedaban allĂ todos los dĂas, al salir de trabajar, para beberse unas cervezas mientras comentaban los asuntos cotidianos antes de regresar a casa. Los cuatro amigos vivĂan en la misma zona. En ese barrio, la Riviera, las casas estaban adosadas, en filas paralelas. En la acera de Aristide estaba: primero la casa de SiluĂ©, que era profesor de Letras; luego la de Aristide; despuĂ©s la de Amon, que habĂa perdido su empleo; la de Yao, que no hablaba con nadie y de quien se decĂa que era empresario pero no se sabĂa de quĂ©; y en el extremo, la del congoleño, que no querĂa que lo llamaran congoleño porque preferĂa ser zaireño.
âMi paĂs se llama RepĂșblica DemocrĂĄtica del Congo, RDC âargumentabaâ. ÂżCĂłmo debemos llamarnos para diferenciarnos de los congoleños de enfrente?, ¿«rdceleños»?, Âżcongoleños demĂłcratas?, Âżcongoleños democrĂĄticos? AdemĂĄs, ÂżquĂ© hay de democrĂĄtico en una repĂșblica donde el hijo sucede al padre en nombre de nadie sabe quĂ© derecho? Yo soy y seguirĂ© siendo zaireño; lo demĂĄs no son mĂĄs que pamplinas.
En la acera de enfrente, vivĂan TapĂ©, un comisario de policĂa muy irascible; Antoinette, que no hacĂa nada; Karamoko, que era dentista; y Bernard, que era capitĂĄn en el EjĂ©rcito. En el extremo, vivĂa OulaĂŻ, al que todos llamaban Presidente porque era el jefe de un oscuro partido polĂtico del que debĂa de ser el Ășnico miembro. Nadie habĂa visto nunca al partido organizar un congreso, una reuniĂłn, una convenciĂłn, o cualquier cosa del estilo, y ninguno habĂa visto ni oĂdo nunca a nadie proclamarse miembro del mismo. De vez en cuando, el Presidente salĂa en la televisiĂłn dando la opiniĂłn de su partido sobre algĂșn tema: la carestĂa de la vida, la crisis en la escuela o felicitando a un jefe de Estado que acababa de ser elegido en algĂșn lugar. Tras lo cual, nadie volvĂa a oĂr hablar de Ă©l.
Amon, Karamoko y Bernard eran los amigos de Aristide en el barrio.
Esa tarde, la conversaciĂłn girĂł en torno a Antoinette y sus sesiones de rezos. Todo el barrio estaba harto. Para Amon, Antoinette no era mĂĄs que una loca.
âLoca, lo que se dice loca⊠âdijo Bernardâ. Uno no se vuelve loco asĂ por las buenas. DesvarĂa porque se acuesta sola por las noches.
Bernard le propuso entonces a Karamoko, cuya mujer acababa de dar a luz, que se ocupara de entretener a Antoinette.
âÂżEs que te has vuelto loco o quĂ©? âexclamĂł Karamokoâ. ÂżPero tĂș has visto el careto que tiene?
A decir verdad, Antoinette no era demasiado guapa. Era menuda y estaba chupada, su largo cuello acababa en una cabecita con dos orejas de soplillo, la llevaba siempre tiesa, como una suricata, al acecho de los chismes y cotilleos del barrio. Sus labios finos, siempre apretados, no sonreĂan jamĂĄs. En el vecindario no tenĂa muchos amigos, pero sabĂa todo lo que sucedĂa en cada casa, quiĂ©n pegaba a su mujer âSiluĂ©â, a quiĂ©n le pegaba su mujer âal Presidenteâ, quiĂ©n engañaba a su mujer âtodos los hombres casados del barrioâ y quiĂ©n engañaba a su marido âla mujer de Yao, el empresario que no hablaba con nadieâ.
Antoinette pasaba las tardes junto a las criadas, que le contaban, con todo lujo de detalles, lo que oĂan detrĂĄs de las puertas de las habitaciones de sus señores y lo que veĂan debajo de las sĂĄbanas. DespuĂ©s, por las noches, iba corriendo a casa de su Ășnica amiga en el barrio, la señora de Amon, siempre ĂĄvida de chismorreos, y con aire misterioso empezaba: «Oye, vecina, Âżte has enterado de queâŠ?». Tan pronto Antoinette se marchaba, la señora de Amon visitaba a AngĂšle, la mujer de Aristide, y las dos mujeres se encerraban en la cocina durante un buen rato. DespuĂ©s, AngĂšle se iba de chĂĄchara a casa de Bintou, la mujer de Karamoko y, de esta forma, todos en el barrio sabĂan exactamente lo que sucedĂa en casa de los vecinos sin necesidad de frecuentarlos.
Antoinette estuvo viviendo con un hombre en concubinato hasta que, un dĂa, aprovechando que ella se habĂa ido de viaje para visitar a sus padres, Ă©l se marchĂł: contratĂł un camiĂłn de mudanza...