El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 11
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 11

Miguel de Cervantes Saavedra

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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 11

Miguel de Cervantes Saavedra

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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra, undécimo tomo. Este libro contiene los capítulos I al VII de la segunda parte y un prólogo de Miguel de Unamuno.

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Informations

Année
2018
ISBN
9786071652997

PRÓLOGO

MIGUEL DE UNAMUNO
Me preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar un delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre estas pobres muchedumbres ordenadas y tranquilas que nacen, comen, duermen, se reproducen y mueren. ¿No habrå un medio, me dices, de reproducir la epidemia de los flagelantes o la de los convulsionarios? Y me hablas del milenario.
Como tĂș, siento yo con frecuencia la nostalgia de la Edad Media; como tĂș, quisiera vivir entre los espasmos del milenario. Si consiguiĂ©ramos hacer creer que en un dĂ­a dado, sea el 2 de mayo de 1908, el centenario del grito de la independencia, se acababa para siempre España; que en este dĂ­a nos repartĂ­an como a borregos, creo que el dĂ­a 3 de mayo de 1908 serĂ­a el mĂĄs grande de nuestra historia, el amanecer de una nueva vida.
Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada de nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente Ă©ste o aquel problema, una u otra cuestiĂłn, se lo atribuyen o a negocio o a afĂĄn de notoriedad y ansia de singularizarse.
No se comprende aquĂ­ ya ni la locura. Hasta el loco creen y dicen que lo serĂĄ por tenerle su cuenta y razĂłn. Lo de la razĂłn de la sinrazĂłn es ya un hecho para todos estos miserables. Si nuestro señor Don Quijote resucitara y volviese a esta su España, andarĂ­an buscĂĄndole una segunda intenciĂłn a sus nobles desvarĂ­os. Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia, fustiga la ramplonerĂ­a, se preguntan los esclavos: “¿QuĂ© irĂĄ buscando en eso? ÂżA quĂ© aspira?” Unas veces creen y dicen que lo hace para que le tapen la boca con oro; otras que es por ruines sentimientos y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras que lo hace no mĂĄs sino por meter ruido y que de Ă©l se hable, por vanagloria; otras que lo hace por divertirse y pasar el tiempo, por deporte. ÂĄLĂĄstima grande que a tan pocos les dĂ© por deportes semejantes!
FĂ­jate y observa. Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroĂ­smo, de locura, a todos esos estĂșpidos bachilleres, curas y barberos de hoy no se les ocurre sino preguntarse: “¿Por quĂ© lo harĂĄ?” Y en cuanto creen haber descubierto la razĂłn del acto —sea o no la que ellos suponen— se dicen: “¡Bah!, lo ha hecho por esto o por lo otro”. En cuanto una cosa tiene razĂłn de ser y ellos la conocen perdiĂł todo su valor la cosa. Para eso les sirve la lĂłgica, la cochina lĂłgica.
Comprender es perdonar, se ha dicho. Y esos miserables necesitan comprender para perdonar el que se les humille, el que con hechos o palabras se les eche en cara su miseria, sin hablarles de ella.
Han llegado a preguntarse estĂșpidamente para quĂ© hizo Dios el mundo, y se han contestado a sĂ­ mismos: ÂĄpara su gloria!, y se han quedado tan orondos y satisfechos, como si los muy majaderos supieran quĂ© es eso de la gloria de Dios.
Las cosas se hicieron primero; su para qué, después. Que me den una idea nueva, cualquiera, sobre cualquier cosa, y ella me dirå después para qué sirve.
Alguna vez, cuando expongo algĂșn proyecto, algo que me parece debĂ­a hacerse, no falta quien me pregunte: “¿Y despuĂ©s?” A estas preguntas no cabe otra respuesta que una pregunta, y al “¿y despuĂ©s?” no hay sino dar de rebote un “¿y antes?”
No hay porvenir; nunca hay porvenir. Eso que llaman el porvenir es una de las mĂĄs grandes mentiras. El verdadero porvenir es hoy. ÂżQuĂ© serĂĄ de nosotros mañana? ÂĄNo hay mañana! ÂżQuĂ© es de nosotros hoy, ahora? Ésta es la Ășnica cuestiĂłn.
Y en cuanto a hoy, todos esos miserables estĂĄn muy satisfechos porque hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia, llena su alma toda. No sienten que haya mĂĄs que existir.
Pero Âżexisten? ÂżExisten en verdad? Yo creo que no; pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirĂ­an de existir y no se contentarĂ­an con ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio, sufrirĂ­an de no ser en lo eterno y lo infinito. Y ese sufrimiento, esta pasiĂłn, que no es sino la pasiĂłn de Dios en nosotros, Dios que en nosotros sufre por sentirse preso en nuestra infinitud y nuestra temporalidad, este divino sufrimiento les harĂ­a romper todos esos menguados eslabones lĂłgicos con que tratan de atar sus menguados recuerdos a sus menguadas esperanzas, la ilusiĂłn de su pasado a la ilusiĂłn de su porvenir.
¿Por qué hace eso? ¿Preguntó acaso nunca Sancho por qué hacía Don Quijote las cosas que hacía?
Y vuelta a lo mismo, a tu pregunta, a tu preocupación: ¿qué locura colectiva podríamos imbuir en estas pobres muchedumbres? ¿Qué delirio?
TĂș mismo te has acercado a la soluciĂłn en una de esas cartas con que me asaltas a preguntas. En ella me decĂ­as: “¿No crees que se podrĂ­a intentar alguna nueva cruzada?”
Pues bien, sĂ­; creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de Don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canĂłnigos que lo tienen ocupado. Creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la RazĂłn.
DefenderĂĄn, es natural, su usurpaciĂłn, y tratarĂĄn de probar con muchas y muy estudiadas razones que la guardia y custodia del sepulcro les corresponde. Lo guardan para que el Caballero no resucite.
A estas razones hay que contestar con insultos, con pedradas, con gritos de pasiĂłn, con botes de lanza. No hay que razonar con ellos. Si tratas de razonar frente a sus razones, estĂĄs perdido.
Si se preguntan, como acostumbran: Âżcon quĂ© derecho reclamas el sepulcro?, no les contestes nada, que ya lo verĂĄn luego. Luego
 tal vez, cuando ni tĂș ni ellos existĂĄis ya, por lo menos en este mundo de las apariencias.
Y allĂ­ donde estĂĄ el sepulcro, allĂ­ estĂĄ la cuna, allĂ­ estĂĄ el nido. Y de allĂ­ volverĂĄ a surgir la estrella refulgente y sonora, camino del cielo.
Y no me preguntes mås, querido amigo. Cuando me haces hablar de estas cosas me haces que saque del fondo de mi alma dolorida por la ramplonería ambiente que por todas partes me acosa y aprieta, dolorida por las salpicaduras del fango de mentira en que chapoteamos, dolorida por los arañazos de la cobardía que nos envuelve; me haces que saque del fondo de mi alma dolorida las visiones sin razón, los conceptos sin lógica, las cosas que ni yo sé lo que quieren decir, ni menos quiero ponerme a averiguarlo.
“¿QuĂ© quieres decir con esto?”, me preguntas mĂĄs de una vez. Y yo te respondo: “¿Lo sĂ© yo acaso?”
¥No, mi buen amigo, no! Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que te confío ni yo sé lo que quieren decir o, por lo menos, soy yo quien no lo sé. Hay alguien dentro de mí que me las dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara ni a preguntarle por su nombre. Sólo sé que si le viese la cara y si me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él.
Estoy avergonzado de haber alguna vez fingido entes de ficciĂłn, personajes novelescos, para poner en sus labios lo que no me atrevĂ­a a poner en los mĂ­os y hacerles decir como en broma lo que yo siento muy en serio.
TĂș me conoces, tĂș, y sabes bien cuĂĄn lejos estoy de rebuscar adrede paradojas, extravagancias y singularidades, piensen lo que pensaren algunos majaderos. TĂș y yo, mi buen amigo, mi Ășnico amigo absoluto, hemos hablado muchas veces a solas de lo que sea la locura, y hemos comentado aquello del Brand ibseniano, hijo de Kierkegaard, de que estĂĄ loco el que estĂĄ solo. Y hemos concordado en que una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva, en cuanto es locura de todo un pueblo, de todo el gĂ©nero humano acaso. En cuanto una alucinaciĂłn se hace colectiva, se hace popular, se hace social, deja de ser alucinaciĂłn para convertirse en una realidad, en algo que estĂĄ fuera de cada uno de los que la comparten. Y tĂș y yo estamos de acuerdo en que hace falta llevar a las muchedumbres, llevar al pueblo, llevar a nuestro pueblo español una locura cualquiera, la locura de uno cualquiera de sus miembros que estĂ© loco, pero loco de verdad y no de mentirijillas. Loco, y no tonto.
TĂș y yo, mi buen amigo, nos hemos escandalizado ante eso que llaman aquĂ­ fanatismo, y que, por nuestra desgracia, no lo es. No: no es fanatismo nada que estĂ© reglamentado y contenido y encauzado y dirigido por bachilleres, curas, barberos, canĂłnigos y duques; no es fanatismo nada que lleva un pendĂłn con fĂłrmulas lĂłgicas, nada que tenga programa, nada que se proponga para mañana un propĂłsito que puede un orador desarrollar en un metĂłdico discurso.
Una vez, Âżte acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a uno que les decĂ­a: “¡Vamos a hacer una barbaridad!” Y eso es lo que tĂș y yo anhelamos: que el pueblo se apiñe, y gritando: “¡Vamos a hacer una barbaridad!”, se ponga en marcha. Y si algĂșn bachiller, algĂșn barbero, algĂșn cura, algĂșn canĂłnigo o algĂșn duque les detuviese para decirles: “¡Hijos mĂ­os!, estĂĄ bien: os veo henchidos de heroĂ­smo, llenos de santa indignaciĂłn; tambiĂ©n yo voy con vosotros; pero antes de ir todos, y yo con vosotros, a hacer esa barbaridad, Âżno os parece que debĂ­amos ponernos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ÂżQuĂ© barbaridad va a ser Ă©sa?” Y si alguno de esos malandrines que he dicho les detuviese para decirles tal cosa, deberĂ­an derribarle al punto y pasar todos sobre Ă©l, pisoteĂĄndole, y ya empezaba la heroica barbaridad.
ÂżNo crees, mi amigo, que hay por ahĂ­ muchas almas solitarias a las que el corazĂłn les pide alguna barbaridad, algo de que revienten? Ve, pues, a ver si logras juntarlas y formar escuadrĂłn con ellas y ponernos todos en marcha —porque yo irĂ© con ellos y tras de ti— a rescatar el sepulcro de Don Quijote, que, gracias a Dios, no sabemos dĂłnde estĂĄ. Ya nos lo dirĂĄ la estrella refulgente y sonora.
“¿Y no será —me dices en tus horas de desaliento, cuando te vas de ti mismo—, no será que creyendo, al ponernos en marcha, caminar por campos y t...

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