Otra filosofía cristinana
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Otra filosofía cristinana

Enrique González Fernández

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Otra filosofía cristinana

Enrique González Fernández

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Enrique González apuesta por una nueva forma de comprender el Evangelio partiendo de él y no de una tradición filosófica anterior que perturbe y dificulte su mensaje. El título del presente libro invita a hacer una nueva filosofía cristiana, distinta de la vieja: esta, en lugar de partir del Evangelio para comprenderlo con conceptos filosóficos apropiados a él, lo fuerza a adaptarse a unas categorías previas y ajenas que perturban el mensaje revelado porque cosifican al hombre y, por tanto, a Dios. Ello ha perjudicado notablemente a la propia teología, que siempre demanda a la filosofía nuevos y más aptos conceptos. Pero al no ser propuestos, sigue utilizando inercialmente los viejos, y hasta parece afirmar —resignada— que, como no hay otros, debe seguir edificándose sobre la Escolástica, considerada como la única filosofía cristiana porque no conoce otra. Hoy se nos pide realizar la tarea inversa: intentar comprender el Evangelio con categorías más apropiadas, partiendo de él y no de una tradición filosófica anterior que ha gravitado excesivamente sobre el mismo. Esta empresa urgente pide la renovación de nuestros viejos conceptos, obsoletos o inadecuados en el mundo moderno.

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Informations

Année
2020
ISBN
9788425443701


CAPÍTULO II
ALGUNOS PROBLEMAS DE FILOSOFÍA MODERNA Y CONTEMPORÁNEA DESDE EL HUMANISMO CRISTIANO

1. LA VERDAD SEGÚN EL CARDENAL NICOLÁS DE CUSA

Suele decirse que Descartes es el «padre de la filosofía moderna». En realidad, ese apelativo habría que aplicárselo al cardenal Nicolás de Cusa.
Si hubiera que señalar el momento en que comenzó de verdad la filosofía moderna, habría que centrarlo en la obra de este cardenal cusano, en el cual se encuentra toda una serie de anticipaciones, con un acierto sorprendente. Su libro principal, De docta ignorantia, presenta un nombre excelente para la filosofía. La aparentemente paradójica unión del adjetivo y el sustantivo refleja admirablemente lo que ha sido siempre la filosofía: docta ignorancia, perpetua interrogante, desconocimiento, cuestiones abiertas, después de pensarlas largamente, de hacer inauditos esfuerzos para ponerlas en claro; es lo que quiere decir que se trata de una ignorancia docta. […] En la obra de Nicolás de Cusa, tan racional como razonable, podríamos decir que, exenta de la tentación de racionalismo que acecha a todo el pensamiento moderno, hasta el descubrimiento de la razón vital o viviente, superación de la razón abstracta, aparece en continuidad, sin ruptura ni extremismo, casi todo lo que va a ser el pensamiento de los siglos siguientes. Su moderación, su ausencia de rupturas y extremismos, ha hecho que se pase bastante por alto la significación de su figura. Evitó todo escándalo; sus fórmulas, tan innovadoras, tan anticipadoras, no son estruendosas ni escandalosas. […] El nombre de Nicolás de Cusa no está en la primera fila de la atención: no es un nombre «famoso»; hay que buscarlo con atención y hay una evidente propensión a dejarlo en la sombra. […] No sería mala idea repensar la Edad Moderna desde este comienzo, lleno de perspicacia y moderación, que fue Nicolás de Cusa. En muchos sentidos es un ejemplo. Fue un enorme innovador.1
En Cusa se encuentran, efectivamente, muchos temas de la filosofía de nuestro tiempo. Quizá por ello haya en él enormes intuiciones de lo que, además, debe ser una mejor filosofía cristiana.
Es verdad que esas intuiciones resultan fragmentarias, poco sistemáticas, pero al mismo tiempo nos introducen en nuevos caminos que muestran, al recorrerlos como hacemos aquí, soluciones a viejos problemas, y nos invitan a seguir pensando. Es lo que intentamos realizar en este segundo capítulo.
En 1430 fue ordenado presbítero, y hecho cardenal en 1448. Su cuerpo está sepultado en la iglesia de San Pedro in Vincoli, en Roma (su corazón se guarda en Alemania, en Cusa, según dejó dispuesto, así como su magnífica biblioteca).
No está presente en su obra la técnica escolástica de las quaestiones y las disputationes, ni tampoco la silogística y el culto a las autoridades. Más aún: quiere liberar la filosofía de esas ataduras, comunes en la Edad Media.
Según él, mediante Dios es como llegamos a nuestro verdadero yo. Gracias precisamente a Dios no nos alteramos, sino que somos más nosotros mismos. Cuando el hombre se aleja de Dios es menos hombre. Y añadimos nosotros, siguiendo por ese camino, que cuando el hombre es más hombre, cuando se acerca a sí mismo, al humanizarse, se acerca a Dios, que habita en su criatura. Este es el sentido de lo que después será llamado el verdadero Humanismo.
Al considerar que Dios es infinito sabemos de nuestra ignorancia: esta es la verdadera filosofía, la docta ignorantia en que consiste el más alto saber. Aquí resuena la frase socrática «solo sé que no sé nada». Según Cusa, hay hombres que con soberbia presumen de su saber, pero no se dan cuenta de que ignoran mucho de lo que creen conocer. A estos les conviene una cura de humildad. Hay que desprenderse de la rutina inercial que hemos heredado: una larguísima tradición escolástica que, asumida reverencialmente como si fuera lo único ortodoxo, nos impide pensar más y mejor. Se debe comenzar primero reconociendo la propia ignorancia para hacerse sabio de verdad.2
Esa docta ignorantia enlaza con la idea de la teología negativa: no podemos monopolizar a Dios creyendo que lo sabemos todo de él, lo cual nos llenaría de soberbia y hasta nos llevaría a emprender, por ejemplo, guerras de religión. Con humildad hay que reconocer primero aquello que Dios no es: soberbia, mal, guerra, fealdad, tristeza, oscuridad.
Cusa considera que la razón nos lleva a conocer a Dios: aquí vemos cómo se aparta del pensamiento antiguo y medieval, según el cual el entendimiento, informado por los sentidos, hacía funcionar posteriormente la razón, que suponía la existencia de Dios indirectamente aplicando el principio de causalidad. Ese pensamiento obsoleto daba más importancia al intellectus, concretamente al entendimiento agente y posible; en cambio, la ratio, la razón (subordinada a la máquina intelectiva que mecánicamente abstraía universales), parecía una facultad menor cuya función era afirmar, desde unos efectos, la causa de estos.
El conocimiento, para el Cusano, es assimilatio,3 asimilación, lo cual altera la explicación escolástica del conocimiento y de la verdad como adaequatio intellectus et rei, la adecuación del entendimiento y la cosa: conocer no es ya apropiarse la cosa misma, sino ir asimilándola. La mente humana es una vis assimilativa: «concibiendo asimila nociones». Nuestra mente «es una fuerza asimiladora».4
Es decir, el proceso del conocer no es una adecuación que, según el Medievo, nos da en el intelecto una copia exacta de una cosa siempre idéntica, sino un camino infinito. Nuestro pensamiento es un intento de abarcar la realidad desde puntos de vista siempre nuevos. La verdad no se nos revela de golpe, sino que vamos como a tientas, descubriendo cada vez nuevos rasgos. Solo los objetos matemáticos y geométricos son conocidos de manera exacta, en una adecuación del entendimiento con esas cosas. Pero ni Dios ni cada criatura suya son comparables a objetos matemáticos, geométricos, cosas. Para conocer a Dios y a sus criaturas necesitamos de un camino infinito en el que continuamente descubrimos novedades. Piénsese —a propósito de este concepto de asimilación progresiva, necesaria para conocer la verdad— en lo que sobre el tiempo y la paciencia nos decía más arriba otro cardenal, Suhard, arzobispo de París. O en la frase de Ortega la verdad es histórica.
Con paciente humildad hay que dejar que la verdad se vaya manifestando. Con su divina pedagogía, la verdad encarnada misma va manifestándose progresivamente en el Evangelio y a lo largo de la historia. Por su parte, el hombre descubre poco a poco, asimilándolas, nuevas verdades científicas, filosóficas y teológicas. Es antifilosófico y, en consecuencia, anticristiano erigir una determinada filosofía pasada como absoluta, como la definitiva, como si fuese la última palabra.
No olvidemos que el Cristianismo es en sí mismo la radical novedad con respecto a todo lo anterior y a las demás religiones. El pensamiento cristiano siempre es innovador, abierto a la verdad que se va descubriendo a lo largo de la historia. Algunos cristianos no son renovadores por falta, precisamente, de Cristianismo.
Siempre que se erige un punto de vista particular en punto de vista absoluto, en lugar de situarlo en su lugar justo dentro de la perspectiva total, se comete un error que consiste en usurpar el punto de vista de Dios —permítase la expresión—, que es precisamente la infinitud de todos los puntos de vista posibles, la integración jerárquica de todas las perspectivas. Por eso suelo decir que todas las pretensiones de absolutismo del intelecto, de afirmación de un sistema particular con exclusión de los demás, son formas de satanismo, por muy inocuas y aun piadosas que puedan ser en la intención5.
La raíz del relativismo es, paradójicamente, una forma de absolutismo: la que Dilthey «gustaba de llamar absolutismo del intelecto. A la base de él está la vieja noción de la verdad como adaequatio intellectus et rei».6 Esta explicación supone que la función del intelecto es obtener una especie de dúplica de la cosa, una idea fija e inmutable, la cual coincide con la cosa y se corresponde exclusivamente a ella. Es decir, una adecuación (por ejemplo, creer que el Sol gira en torno a la Tierra) elimina toda otra idea posible y distinta acerca de la misma realidad. Paradójicamente, esto puede llevar, con el paso del tiempo, a los partidarios de la adecuación o del llamado «pensamiento único» al relativismo: porque cuando se dan cuenta de que esos errores están fundados en las condiciones mismas en que, en cada circunstancia, está el intelecto humano, relativizan toda verdad, la anulan, dirán que es imposible conocerla. Los combativos de hoy que están obsesionados por lo que llaman el relativismo ignoran que este se fundamenta en aquella teoría medieval y escolástica de la verdad, vista como relativa a la técnica de cada época (quizá por ello sigan conden...

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