ParĂ­s en el Siglo XX
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ParĂ­s en el Siglo XX

Julio Verne

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ParĂ­s en el Siglo XX

Julio Verne

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El relato transcurre en ParĂ­s, en 1960, y el protagonista es un joven intelectual, Michel Dufrenoy, que malvive en una sociedad mecanizada, que le tacha de inĂștil por amar la lectura y las lenguas clĂĄsicas. "No quiero talento, quiero capacidades", ese es el lema de los que triunfan y Michel JĂ©rĂŽme no es uno de ellos. Al ganar un premio por escribir un verso en latĂ­n, el protagonista es abucheado por los descontentos con el amor hacĂ­a la poesĂ­a clĂĄsica de su compatriota. A travĂ©s del resto de la novela, el joven Michel trata de hallar un lugar dentro de la industrializada e insensible sociedad parisiense de los años sesenta. La obra es una utopĂ­a y ucronĂ­a que sitĂșa a Verne de pleno derecho en el club de los autores utĂłpicos.

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Informations

Éditeur
Ediciones Akal
Année
2018
ISBN
9788446046165
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Una ciudad ideal fue publicada por primera vez en las Memorias de la Academia d’Amiens, en el Journal d’Amiens (1875).
Una ciudad ideal: Amiens en el año 2000[1]
Discurso pronunciado por Julio Verne en la Academia de Ciencias, Bellas Artes y Letras de Amiens el 12 de diciembre de 1875.
Señoras y señores:
Permítanme faltar a todos los deberes de un director de la Academia de Amiens al reemplazar el discurso habitual por la narración de una aventura personal mientras presido una sesión plenaria. Me disculpo de antemano no sólo ante mis colegas, cuya benevolencia nunca se me ha regateado, sino también ante ustedes, señoras y señores que van a verse defraudados en sus expectativas.
A comienzos del pasado mes de agosto asistía a la entrega de los premios del Liceo. Allí, sin levantarme del sillón, guiado por el profesor Cartault, entre tanto convertido en colega nuestro di un paseo por este viejo Amiens, tan maravillosamente poetizado por el håbil låpiz de los Duthoit[2]. De esta excursión a través de la pequeña Venecia industrial que los once brazos del Somme forman al norte de la ciudad, no me quedan si no recuerdos encantadores. Volví a mi casa, en el bulevar Longueville, cené, me acosté y me dormí.
Hasta aquĂ­ todo muy normal y es probable que, al dĂ­a de hoy, todas las personas virtuosas hubieran actuado de esta forma, que es la buena. Tengo la costumbre de levantarme temprano. Sin embargo, por alguna circunstancia que no podrĂ­a explicar, al dĂ­a siguiente me despertĂ© muy tarde. La aurora habĂ­a sido mĂĄs madrugadora que yo. Por lo menos habĂ­a dormido quince horas. ÂżDe dĂłnde venĂ­a este sueño prolongado? Al acostarme no habĂ­a tomado soporĂ­fero alguno y tampoco habĂ­a cerrado los ojos leyendo algĂșn discurso oficial...
Sea como fuere, cuando me levanté, el sol había pasado ya el meridiano. Abrí la ventana. Hacía un día hermoso. Pensaba que era miércoles pero, evidentemente, debía de ser domingo ya que una muchedumbre de paseantes atestaba los bulevares. Me vestí, desayuné en dos momentos y salí. Durante esta jornada, señoras y señores iría «de sorpresa en sorpresa», por recordar uno de los escasos juegos de palabras que hizo Napoleón I.
Juzguen ustedes.
Apenas hube puesto el pie en la acera cuando me asaltó una nube de arrapiezos que gritaban: «¥El programa del concurso! ¥Quince céntimos! ¿Quién quiere el programa?».
—Yo –dije sin reflexionar demasiado en lo que este gasto pudiera tener de excesivo.
Y es que la vĂ­spera, en efecto, precisamente habĂ­a pagado al inspector de hacienda mis impuestos tanto de rendimiento personal como inmueble. Y, en verdad, como tantos otros, estoy tan agobiado de impuestos personales e inmuebles que el pago de este programa me amenazaba con la ruina.
—¡Eh, ven! –dije a uno de los chavales que me rodeaban–, Âżde quĂ© concurso se trata?
—Del concurso regional, príncipe –respondió uno de ellos–. Hoy es la clausura.
Y, con esto, la banda se disolviĂł.
Me quedĂ© solo con mi principado de ocasiĂłn que, por lo demĂĄs, Ășnicamente me costaba tres sueldos.
Pero ¿qué era aquel concurso regional? Si mis recuerdos no me traicionaban debería haberse clausurado hacía dos meses. Era evidente que el golfillo me había engañado vendiéndome un programa antiguo.
Fuera como fuera, tomé el asunto con filosofía y seguí mi camino.
Al llegar a la esquina de la calle Lemerchier me asombrĂł ver que continuaba hasta perderse de vista. Era una larga fila de casas las Ășltimas de las cuales desaparecĂ­an tras la elevaciĂłn de la costa. ÂżMe encontraba en Roma, en la entrada del Corso? ÂżEste Corso desembocaba en los nuevos bulevares? ÂżAcaso habĂ­a surgido un barrio, como una criptĂłgama, con sus hoteles y sus iglesias y eso en una sola noche?
Así debía de ser puesto que vi omnibuses, sí, omnibuses –línea Notre Dame aux Reservoirs– que iban calle arriba cargados de viajeros.
«¥Caramba!», me dije. «Voy a preguntar al responsable de la concesión qué significa esto.»
Me dirigí al puente que uno de nuestros antiguos colegas tendió tan elegantemente por encima del ferrocarril de la Compañía del Norte.
El responsable estaba ausente y ¿por qué esa ausencia? ¿Quizå porque desde ayer se ha otorgado la concesión al nuevo trazado de los bulevares? Lo averiguaré. Si no hay responsable en el extremo sur del puente, al menos habrå un mendigo en el extremo norte y ese buen hombre me dirå...
SeguĂ­ adelante. Pasaba un tren a poca velocidad. El mecĂĄnico alteraba la calma con sus silbidos y purgaba los cilindros con un ruido atronador.
Quizå fuera una ilusión de los sentidos, pero me pareció que los vagones estaban construidos a la americana, con pasarelas que permitían a los pasajeros circular de un extremo del tren a otro. Quise leer las iniciales de la compañía pintadas en los costados de los coches. Pero en lugar de la N del Norte, vi la P y la F de Picardía y Flandes. ¿Qué significaba este cambio de letras? ¿Quizå que la compañía pequeña había absorbido a la grande? ¿Tendremos ahora vagones con calefacción, incluso cuando hace frío en octubre, en contra de las disposiciones reglamentarias? ¿Tendremos compartimentos limpios? ¿Habrå billetes de ida y vuelta como en los buenos tiempos entre Amiens y París?
Tales fueron las principales ventajas que, de entrada, pensé que se obtendrían de la absorción de la Compañía del Norte por la Compañía de la Picardía y Flandes. Pero no podía entretenerme con unos detalles tan absolutamente inverosímiles. Corrí al extremo del puente...
NingĂșn mendigo. El hombre de barba blanca que habitualmente estĂĄ fuera, de pie y funciona a una velocidad de cincuenta sombrerazos por minuto, habĂ­a desaparecido.
Hubiera creído en todo, señoras y señores, en todo antes que en la desaparición de ese buen mendigo. Lo tenía como una parte integrante del puente. ¿Por qué no estaba en su lugar de costumbre? Dos escaleras helicoidales dobles sustituían ahora los caminos de cabras que todavía ayer daban acceso a los jardines y, dada la muchedumbre que subía o bajaba por ellas, ¥qué gran negocio hubiera hecho aquel pobre!
El sueldo que iba a depositar en su sombrero se me cayĂł de la mano y, al chocar contra el suelo, hizo un sonido metĂĄlico, como si hubiera golpeado un cuerpo duro y no la tierra mullida del bulevar.
Bajé la vista. Una calzada pavimentada con placas de pórfido cruzaba transversalmente el paseo.
¥Qué cambio! Aquel rincón de Amiens ya no merecía el nombre de pequeña Lutecia. ¥Cómo! ¿Se podía pasear incluso en días de lluvia sin embarrarse hasta la cintura? ¿Ya no había que patear en aquel barro arcilloso que tanto detestaban los indígenas de Henriville?[3].
SĂ­, pisĂ© con voluptuosidad aquel empedrado municipal al tiempo que me preguntaba, señoras y señores, si, gracias a alguna nueva revoluciĂłn era ahora el ministro de Obras PĂșblicas quien nombraba a los alcaldes.
Y eso no era todo. Aquel dĂ­a se regaban los bulevares a una hora juiciosa, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, lo que no permitĂ­a que se formara polvo ni salpicara el agua en el momento en que afluĂ­an los paseantes. Y los paseos paralelos, asfaltados como los de los Campos ElĂ­seos de ParĂ­s, presentaban un suelo en que era agradable caminar. ...

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