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ParĂs en el Siglo XX
Julio Verne
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ParĂs en el Siglo XX
Julio Verne
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El relato transcurre en ParĂs, en 1960, y el protagonista es un joven intelectual, Michel Dufrenoy, que malvive en una sociedad mecanizada, que le tacha de inĂștil por amar la lectura y las lenguas clĂĄsicas. "No quiero talento, quiero capacidades", ese es el lema de los que triunfan y Michel JĂ©rĂŽme no es uno de ellos. Al ganar un premio por escribir un verso en latĂn, el protagonista es abucheado por los descontentos con el amor hacĂa la poesĂa clĂĄsica de su compatriota. A travĂ©s del resto de la novela, el joven Michel trata de hallar un lugar dentro de la industrializada e insensible sociedad parisiense de los años sesenta. La obra es una utopĂa y ucronĂa que sitĂșa a Verne de pleno derecho en el club de los autores utĂłpicos.
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Sujet
LiteraturSous-sujet
Science FictionUna ciudad ideal fue publicada por primera vez en las Memorias de la Academia dâAmiens, en el Journal dâAmiens (1875).
Una ciudad ideal: Amiens en el año 2000[1]
Discurso pronunciado por Julio Verne en la Academia de Ciencias, Bellas Artes y Letras de Amiens el 12 de diciembre de 1875.
Señoras y señores:
PermĂtanme faltar a todos los deberes de un director de la Academia de Amiens al reemplazar el discurso habitual por la narraciĂłn de una aventura personal mientras presido una sesiĂłn plenaria. Me disculpo de antemano no sĂłlo ante mis colegas, cuya benevolencia nunca se me ha regateado, sino tambiĂ©n ante ustedes, señoras y señores que van a verse defraudados en sus expectativas.
A comienzos del pasado mes de agosto asistĂa a la entrega de los premios del Liceo. AllĂ, sin levantarme del sillĂłn, guiado por el profesor Cartault, entre tanto convertido en colega nuestro di un paseo por este viejo Amiens, tan maravillosamente poetizado por el hĂĄbil lĂĄpiz de los Duthoit[2]. De esta excursiĂłn a travĂ©s de la pequeña Venecia industrial que los once brazos del Somme forman al norte de la ciudad, no me quedan si no recuerdos encantadores. VolvĂ a mi casa, en el bulevar Longueville, cenĂ©, me acostĂ© y me dormĂ.
Hasta aquĂ todo muy normal y es probable que, al dĂa de hoy, todas las personas virtuosas hubieran actuado de esta forma, que es la buena. Tengo la costumbre de levantarme temprano. Sin embargo, por alguna circunstancia que no podrĂa explicar, al dĂa siguiente me despertĂ© muy tarde. La aurora habĂa sido mĂĄs madrugadora que yo. Por lo menos habĂa dormido quince horas. ÂżDe dĂłnde venĂa este sueño prolongado? Al acostarme no habĂa tomado soporĂfero alguno y tampoco habĂa cerrado los ojos leyendo algĂșn discurso oficial...
Sea como fuere, cuando me levantĂ©, el sol habĂa pasado ya el meridiano. AbrĂ la ventana. HacĂa un dĂa hermoso. Pensaba que era miĂ©rcoles pero, evidentemente, debĂa de ser domingo ya que una muchedumbre de paseantes atestaba los bulevares. Me vestĂ, desayunĂ© en dos momentos y salĂ. Durante esta jornada, señoras y señores irĂa «de sorpresa en sorpresa», por recordar uno de los escasos juegos de palabras que hizo NapoleĂłn I.
Juzguen ustedes.
Apenas hube puesto el pie en la acera cuando me asaltó una nube de arrapiezos que gritaban: «¥El programa del concurso! ¥Quince céntimos! ¿Quién quiere el programa?».
âYo âdije sin reflexionar demasiado en lo que este gasto pudiera tener de excesivo.
Y es que la vĂspera, en efecto, precisamente habĂa pagado al inspector de hacienda mis impuestos tanto de rendimiento personal como inmueble. Y, en verdad, como tantos otros, estoy tan agobiado de impuestos personales e inmuebles que el pago de este programa me amenazaba con la ruina.
âÂĄEh, ven! âdije a uno de los chavales que me rodeabanâ, Âżde quĂ© concurso se trata?
âDel concurso regional, prĂncipe ârespondiĂł uno de ellosâ. Hoy es la clausura.
Y, con esto, la banda se disolviĂł.
Me quedĂ© solo con mi principado de ocasiĂłn que, por lo demĂĄs, Ășnicamente me costaba tres sueldos.
Pero ÂżquĂ© era aquel concurso regional? Si mis recuerdos no me traicionaban deberĂa haberse clausurado hacĂa dos meses. Era evidente que el golfillo me habĂa engañado vendiĂ©ndome un programa antiguo.
Fuera como fuera, tomĂ© el asunto con filosofĂa y seguĂ mi camino.
Al llegar a la esquina de la calle Lemerchier me asombrĂł ver que continuaba hasta perderse de vista. Era una larga fila de casas las Ășltimas de las cuales desaparecĂan tras la elevaciĂłn de la costa. ÂżMe encontraba en Roma, en la entrada del Corso? ÂżEste Corso desembocaba en los nuevos bulevares? ÂżAcaso habĂa surgido un barrio, como una criptĂłgama, con sus hoteles y sus iglesias y eso en una sola noche?
AsĂ debĂa de ser puesto que vi omnibuses, sĂ, omnibuses âlĂnea Notre Dame aux Reservoirsâ que iban calle arriba cargados de viajeros.
«¥Caramba!», me dije. «Voy a preguntar al responsable de la concesión qué significa esto.»
Me dirigĂ al puente que uno de nuestros antiguos colegas tendiĂł tan elegantemente por encima del ferrocarril de la CompañĂa del Norte.
El responsable estaba ausente y ¿por qué esa ausencia? ¿Quizå porque desde ayer se ha otorgado la concesión al nuevo trazado de los bulevares? Lo averiguaré. Si no hay responsable en el extremo sur del puente, al menos habrå un mendigo en el extremo norte y ese buen hombre me dirå...
SeguĂ adelante. Pasaba un tren a poca velocidad. El mecĂĄnico alteraba la calma con sus silbidos y purgaba los cilindros con un ruido atronador.
QuizĂĄ fuera una ilusiĂłn de los sentidos, pero me pareciĂł que los vagones estaban construidos a la americana, con pasarelas que permitĂan a los pasajeros circular de un extremo del tren a otro. Quise leer las iniciales de la compañĂa pintadas en los costados de los coches. Pero en lugar de la N del Norte, vi la P y la F de PicardĂa y Flandes. ÂżQuĂ© significaba este cambio de letras? ÂżQuizĂĄ que la compañĂa pequeña habĂa absorbido a la grande? ÂżTendremos ahora vagones con calefacciĂłn, incluso cuando hace frĂo en octubre, en contra de las disposiciones reglamentarias? ÂżTendremos compartimentos limpios? ÂżHabrĂĄ billetes de ida y vuelta como en los buenos tiempos entre Amiens y ParĂs?
Tales fueron las principales ventajas que, de entrada, pensĂ© que se obtendrĂan de la absorciĂłn de la CompañĂa del Norte por la CompañĂa de la PicardĂa y Flandes. Pero no podĂa entretenerme con unos detalles tan absolutamente inverosĂmiles. CorrĂ al extremo del puente...
NingĂșn mendigo. El hombre de barba blanca que habitualmente estĂĄ fuera, de pie y funciona a una velocidad de cincuenta sombrerazos por minuto, habĂa desaparecido.
Hubiera creĂdo en todo, señoras y señores, en todo antes que en la desapariciĂłn de ese buen mendigo. Lo tenĂa como una parte integrante del puente. ÂżPor quĂ© no estaba en su lugar de costumbre? Dos escaleras helicoidales dobles sustituĂan ahora los caminos de cabras que todavĂa ayer daban acceso a los jardines y, dada la muchedumbre que subĂa o bajaba por ellas, ÂĄquĂ© gran negocio hubiera hecho aquel pobre!
El sueldo que iba a depositar en su sombrero se me cayĂł de la mano y, al chocar contra el suelo, hizo un sonido metĂĄlico, como si hubiera golpeado un cuerpo duro y no la tierra mullida del bulevar.
Bajé la vista. Una calzada pavimentada con placas de pórfido cruzaba transversalmente el paseo.
ÂĄQuĂ© cambio! Aquel rincĂłn de Amiens ya no merecĂa el nombre de pequeña Lutecia. ÂĄCĂłmo! ÂżSe podĂa pasear incluso en dĂas de lluvia sin embarrarse hasta la cintura? ÂżYa no habĂa que patear en aquel barro arcilloso que tanto detestaban los indĂgenas de Henriville?[3].
SĂ, pisĂ© con voluptuosidad aquel empedrado municipal al tiempo que me preguntaba, señoras y señores, si, gracias a alguna nueva revoluciĂłn era ahora el ministro de Obras PĂșblicas quien nombraba a los alcaldes.
Y eso no era todo. Aquel dĂa se regaban los bulevares a una hora juiciosa, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, lo que no permitĂa que se formara polvo ni salpicara el agua en el momento en que afluĂan los paseantes. Y los paseos paralelos, asfaltados como los de los Campos ElĂseos de ParĂs, presentaban un suelo en que era agradable caminar. ...