La retórica reaccionaria
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La retórica reaccionaria

Albert O. Hirschman

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La retórica reaccionaria

Albert O. Hirschman

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A lo largo de los últimos dos siglos y medio se produjeron las principales conquistas emancipatorias de la ciudadanía moderna: igualdad ante la ley (siglo XVIII), participación política (siglo XIX) y derechos sociales (siglo XX). Pero a cada una de estas conquistas le siguió una furiosa ola de reacciones conservadoras tan influyentes social y culturalmente como las propias reformas contra las que se levantaban.En este verdadero clásico de las ciencias sociales, Albert O. Hirschman logró identificar y aislar tres tipos de argumentos reaccionarios paradigmáticos (la tesis de la perversidad, la de la futilidad y la del riesgo de todo intento de cambio histórico) que sirven para analizar la lógica con la que piensan y actúan los reaccionarios de cualquier época... también la nuestra.

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Informations

1. Doscientos años de retórica reaccionaria

En 1985, no mucho después de la reelección de Ronald Reagan, la Fundación Ford lanzó un ambicioso proyecto. Preocupada sin duda por las crecientes críticas de los neoconservadores a la seguridad social y otros programas de bienestar social, la Fundación decidió reunir a un grupo de ciudadanos que, después de la debida deliberación y consideración de los mejores estudios disponibles, adoptaría una declaración autorizada sobre los problemas que se estaban discutiendo en ese momento bajo el rótulo de «crisis del Estado de Bienestar».(1)
En un magistral discurso de apertura, Ralf Dahrendorf (como yo, miembro del grupo que se había convocado) situó en su contexto histórico la cuestión que sería nuestro tema de discusión al recordar una famosa conferencia que brindó el sociólogo inglés T. H. Marshall en 1949 sobre el «desarrollo de la ciudadanía» en Occidente. (2) Marshall distinguía entre las dimensiones civil, política y social de la ciudadanía y después procedía a explicar, muy cerca del espíritu de la interpretación whig de la historia, cómo las sociedades humanas más ilustradas habían abordado con éxito estas dimensiones una tras otra. Según el esquema de Marshall, que convenientemente asignaba casi un siglo a cada una de estas tres tareas, el siglo XVIII fue testigo de las batallas más grandes por la institución de la ciudadanía civil: desde la libertad de expresión, pensamiento y religión hasta el derecho a una justicia imparcial y otros aspectos de la libertad individual o, generalizando, de los «derechos del hombre» en la doctrina del derecho natural y de las Revoluciones francesa y estadounidense. Durante el siglo XIX, fue el aspecto político de la ciudadanía, es decir, el derecho de los ciudadanos a participar del ejercicio del poder político, el que logró mayores avances gracias a que se extendió el derecho al voto a grupos cada vez más amplios. Finalmente, el surgimiento del estado de bienestar en el siglo XX amplió el concepto de ciudadanía a la esfera social y económica al reconocer que las condiciones mínimas de educación, salud, bienestar económico y seguridad eran básicas para la vida de un ser civilizado, así como para un ejercicio verdadero de los aspectos civiles y políticos de dicha ciudadanía.
Cuando Marshall pintó este cuadro glorioso y confiado del progreso por etapas, la tercera batalla por la afirmación de los derechos ciudadanos, la que se estaba librando en el terreno social y económico, parecía estar bien encaminada a triunfar, en particular en la Inglaterra de la inmediata posguerra, gobernada por el Partido Laborista y consciente de la seguridad social. Treinta y cinco años después, Dahrendorf pudo señalar que Marshall había sido demasiado optimista a ese respecto ya que la noción de una dimensión socioeconómica de la ciudadanía, como un complemento natural y deseable de las dimensiones civil y política, había encontrado oposición y serias dificultades, y debía entonces reconsiderarse sustancialmente.
El triple esquema de tres siglos de Marshall confirió una perspectiva histórica luminosa a la tarea del grupo y funcionó como un excelente punto de partida para sus deliberaciones. Sin embargo, al reflexionar sobre ello, me pareció que Dahrendorf no había llegado suficientemente lejos en su crítica. ¿Acaso no es cierto que no solo el último, sino todos y cada uno de los movimientos progresistas señalados por Marshall han venido seguidos por movimientos ideológicos contrarios de una fuerza extraordinaria? Y estos movimientos contrarios, ¿no han dado origen a convulsas luchas sociales y políticas que, con frecuencia, produjeron retrocesos en los programas de intención progresista, además de mucho sufrimiento y miseria humana? El contragolpe experimentado hasta el momento por el Estado de Bienestar de hecho parece ser bastante leve en comparación con las primeras arremetidas y conflictos que siguieron a la afirmación de las libertades individuales en el siglo XVIII o a la ampliación de la participación política del siglo XIX.
Después de contemplar este prolongado y peligroso vaivén de acción y reacción llegamos a apreciar más que nunca la profunda sabiduría de la célebre observación de Whitehead: «Los mayores avances de la civilización son procesos que casi arruinan a las sociedades en que ocurren». (3) Sin duda, esta afirmación, más que cualquier otra descripción de progreso suave e incesante, capta la esencia profunda y ambivalente de esa historia tan débilmente nombrada como «el desarrollo de la ciudadanía». Hoy en día uno se pregunta, de hecho, si Whitehead, al escribir esto con tanto pesimismo en los años veinte, no estaba siendo todavía demasiado optimista: para algunas sociedades, y no las menos, podría decirse que su frase sería más correcta si se omitiera el adverbio «casi».

Tres reacciones y tres tesis reaccionarias

Existen buenas razones, entonces, para concentrarnos en las reacciones a los sucesivos movimientos de avance. Para comenzar, explicaré brevemente qué entiendo por «tres reacciones» u olas reaccionarias, sobre todo porque pueden ser mucho más diversas y difusas que la clarísima tríada de Marshall.
La primera reacción es el movimiento de ideas que siguió (y se opuso) a la afirmación de igualdad ante la ley y de derechos civiles en general; el componente civil de la ciudadanía de Marshall. Existe una dificultad relevante para aislar conceptualmente este movimiento: la afirmación más estridente de estos derechos se realizó en las primeras etapas de la Revolución francesa y como resultado de ella, de manera que la reacción contemporánea contra ellos estuvo entrelazada con la oposición en general a la Revolución y toda su obra. Para aclararlo: toda oposición a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano estuvo motivada más por los acontecimientos que llevaron a que se emitiera la Declaración que por el texto en sí mismo. Pero el discurso contrarrevolucionario radical que pronto surgió se negó a distinguir entre los aspectos positivos y negativos de la Revolución francesa, o siquiera a reconocer que había algunos aspectos positivos. Anticipándose a lo que luego sería un eslogan de la izquierda (La Révolution est un bloc), los primeros adversarios de la Revolución la consideraron un todo cohesionado. De manera notable, la primera acusación general, Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790), de Edmund Burke, comenzaba con una polémica sostenida contra la Declaración de los Derechos del Hombre. Tomando la ideología de la revolución seriamente, el discurso contrarrevolucionario incluía el rechazo al texto del que los revolucionarios estaban más orgullosos. De esta manera se convirtió en una corriente intelectual fundamental, sentando las bases de buena parte de la posición conservadora moderna.
La segunda ola reaccionaria, la que se opuso al sufragio universal, era mucho menos consciente de su carácter contrarrevolucionario o, en esta coyuntura, contrarreformista que la primera. Pocos autores proclamaron específicamente su objetivo de retrotraer los avances de la participación popular en materia política que se habían alcanzado a través de la extensión del derecho al voto (y del aumento del poder de las cámaras «más bajas» del parlamento) en el transcurso del siglo XIX. En muchos países, el avance hacia el sufragio universal (solo para varones hasta el siglo XX) fue un asunto gradual, de manera que a los críticos les resultó difícil tener una posición unificada. Además, simplemente no hubo ningún punto de interrupción en el avance de la democracia política una vez que se suprimieron las distinciones tradicionales entre nobleza, clero y vulgo. Sin embargo, es posible reconstruir un contramovimiento ideológico a partir de las diversas corrientes influyentes que surgieron alrededor de la época en que se produjeron los mayores avances en la lucha por la extensión del derecho al voto. Desde el último tercio del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial y más allá, una vasta y difusa producción intelectual —que abarcaba filosofía, psicología, política y bellas artes— reunió todos los argumentos concebibles para despreciar a las «masas», las mayorías, el régimen parlamentario y el gobierno democrático. Aunque hizo pocas propuestas sobre instituciones alternativas, esta bibliografía advertía de manera implícita o explícita sobre los funestos peligros que amenazaban la sociedad como resultado de la tendencia a la democracia. Con la ventaja de la perspectiva es fácil responsabilizar a esos textos, en parte, de la destrucción de la democracia en Italia y Alemania durante el periodo de entreguerras y, quizá también, del giro antidemocrático que dio la Revolución rusa, como expondré hacia el final del capítulo 5. A la segunda reacción, entonces, se le puede reconocer el crédito (si este es el término correcto) de haber producido el caso más notable y desastroso de profecía autocumplida. Curiosamente, la reacción que menos intentó de manera consciente revertir una tendencia o reforma en marcha fue la que tuvo (o a la que más tarde se acusaría de haber tenido) el impacto más destructivo.
Llegamos así a la tercera ola reaccionaria: la crítica contemporánea al Estado de Bienestar y los intentos por deshacer o «reformar» algunas de sus medidas. Pero quizá no sea necesario revisar largamente estos temas aquí. Como observadores directos del día a día de este movimiento, tenemos ya cierta comprensión de sentido común de lo que implica. Por otra parte, si bien hay mucha literatura crítica con cada aspecto del Estado benefactor desde los puntos de vista económico y político y ha habido decididos ataques a los programas y las instituciones de bienestar social por parte de varias fuerzas políticas poderosas, es demasiado pronto para evaluar el resultado de la nueva ola reaccionaria.
Como se hace evidente a partir de este breve resumen, la extensión de mi tema es enorme. Para intentar enfocarlo bien debo ser sumamente selectivo. Por lo tanto, es útil señalar desde el principio aquello que no intento hacer aquí. En primer lugar, no escribiré otro libro más sobre la naturaleza y las raíces históricas del pensamiento conservador. (4) Más bien, mi objetivo es delinear tipos formales de argumentos o retóricas y, por lo tanto, mi foco estará en las principales maniobras polémicas y en las posturas que suelen adoptar quienes pretenden desacreditar y derrocar políticas y movimientos de ideas «progresistas». En segundo lugar, no me embarcaré en un amplio y minucioso recuento histórico de las sucesivas reformas y contrarreformas, tesis y antítesis desde la Revolución francesa. En lugar de eso, me concentraré en unos pocos argumentos comunes o postulados típicos que indefectiblemente utilizan los tres movimientos reaccionarios que acabo de mencionar. Estos argumentos constituirán las subdivisiones básicas de mi texto. Y, junto a cada uno de ellos, recurriré a las «tres reacciones» para mostrar la forma específica que ha adoptado cada argumento en los distintos contextos históricos.
¿Cuáles son estos argumentos y cuántos hay? Debo tener una tendencia innata a la simetría. Al esbozar los principales modos de criticar, atacar y ridiculizar los tres sucesivos impulsos «progresistas» de la historia que propone Marshall, se me ocurrió otra tríada, es decir, tres tesis principales reactivoreaccionarias a las que llamo tesis de la perversidad —o «tesis del efecto perverso»—, tesis de la futilidad y tesis del riesgo. Según la tesis de la perversidad, cualquier acción intencional para mejorar algún aspecto del orden político, social o económico solo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar. La tesis de la futilidad sostiene que toda tentativa de transformación social será en vano, sencillamente fracasará en «causar efecto». Por último, la tesis del riesgo esgrime que el coste de un cambio o una reforma propuesta es demasiado elevado para poner en peligro determinados logros valiosos previos.
Naturalmente, estos argumentos no son propiedad exclusiva de los «reaccionarios». Pueden ser evocados por cualquier grupo que se oponga o critique nuevas políticas propuestas o nuevas políticas decretadas. Cuando son los conservadores o reaccionarios quienes se encuentran en el poder y tienen la posibilidad de proponer y llevar a cabo sus propios programas y políticas, suelen ser atacados a su vez por los liberales o progresistas en el marco de las tesis de la perversidad, la futilidad y el riesgo. Sin embargo, estos argumentos son más típicos de los ataques conservadores a las políticas progresistas propuestas o existentes, y sus principales protagonistas han sido pensadores conservadores, como se verá en los capítulos 2 a 5. El capítulo 6 analiza los argumentos correspondientes en el lado progresista opuesto, que están estrechamente relacionados con las tesis reaccionarias, pero adoptan formas muy distintas.
Los próximos tres capítulos, los centrales de este libro, abordan cada una de estas tesis respectivamente. Antes de internarme en la perversidad, sin embargo, será útil hacer un breve repaso de la historia de los términos «reacción» y «reaccionario».

Nota sobre el término «reacción»

La pareja «acción» y «reacción» adquirió su uso actual a partir de la tercera ley del movimiento de Newton, la cual afirmaba que «a cada acción corresponde una reacción opuesta igual». (5) Distinguidos así por la entonces eminente y prestigiosa ciencia mecánica, los dos conceptos se esparcieron en otros campos y fueron muy usados en el análisis de la sociedad y la historia en el siglo XVIII. Por ejemplo, Montesquieu escribió: «Las partes de un Estado se relacionan unas con otras como las partes del universo: están eternamente unidas a través de las acciones de unos y las reacciones de otros». (6) De modo similar, la tercera ley de Newton fue invocada específicamente por John Adams para justificar la necesidad de un congreso bicameral durante el debate en torno a la Constitución de los Estados Unidos.(7)
El término «reacción» no estaba asociado a ningún significado despectivo. La infusión, notablemente duradera, de este significado negativo se produjo durante la Revolución francesa, específicamente después del gran momento crucial, los acontecimientos de Termidor. (8) Puede reseñarse ya en el panfleto de juventud de Benjamin Constant, Tratado de las reacciones políticas, escrito en 1797 con el objetivo de denunciar aquello que él percibía como un nuevo capítulo de la Revolución, en el que las reacciones contra los excesos de los jacobinos podrían dar lugar a excesos peores. Este mismo pensamiento puede haber contribuido al significado despectivo que surgió, pero el texto de Constant nos da una pista más. De manera sorprendente, la penúltima frase de este panfleto es un recalcitrante himno al progreso: «Desde que el espíritu del hombre ha emprendido su marcha hacia delante […] ninguna invasión bárbara, coalición de opresores o invocación de perjuicios es capaz de hacerlo retroceder».(9)
El espíritu de la Ilustración, con su creencia en el avance de la historia, parecía haber sobrevivido a la Revolución, incluso entre sus críticos, a pesar del Terror y otros percances. Uno podía deplorar el «exceso» de la Revolución, como sin duda hizo Constant, y, aun así, seguir creyendo tanto en el designio fundamentalmente progresista de la historia, como en que la Revolución era parte de él. Esa debió ser la actitud contemporánea dominante. De otra manera, sería difícil explicar por qué aquellos que «reaccionaron» contra la Revolución de un modo predominantemente negativo llegaron a ser percibidos y denunciados como «reaccionarios», que querían «hacer retroceder el reloj». He aquí, por cierto, otra expresión que demuestra hasta qué punto nuestra lengua está influida por la creencia en el progreso: implica que el mero transcurrir del tiempo conlleva una mejora humana, de manera que volver a un tiempo previo sería en cualquier caso calamitoso.
Desde el punto de vista de mi investigación, la repercusión negativa de los términos «reacción» y «reaccionario» es desafortunada, porque me gustaría poder usarlos sin inyectar un juicio de valor. Por esta razón, recurro en ocasiones a términos alternativos, más neutrales como «contraempuje», o «reactivo», entre otros. Sin embargo, la mayor parte de las veces, me adhiero al uso más común y, en ocasiones, utilizo comillas para señalar que no pretendo escribir de manera injuriosa.

2. La tesis de la perversidad

Explorar la semántica del término «reacción» nos lleva hasta una importante característica del pensamiento «reaccionario». A causa del obstinado temperamento progresista de la época moderna, los «reaccionarios» viven en un mundo hostil. Se enfrentan a un clima intelectual en el que se atribuye un valor positivo al primer objetivo loable que se coloque en la agenda social de los autodenominados «progresistas». Dada esta condición de la opinión pública, los reaccionarios no suelen lanzar un ataque directo contra ese objetivo. Más bien lo apoyarán, con sinceridad o no, para luego intentar demostrar que la acción propuesta o emprendida está mal concebida. Incluso, en el caso más típico, sostendrán que esa acción, a través de una cadena de consecuencias no intencionadas, producirá el efecto exactamente contrario al objetivo proclamado o deseado.
A primera vista, esta es una maniobra intelectual audaz. La estructura del argumento es admirablemente simple, mientras que la afirmación que se está haciendo es más bien extrema. No solo se afirma que un movimiento o una política caerá lejos de su objetivo u ocasionará costes inesperados o efectos negativos. Más bien el argumento apunta a que, como resultado de la tentativa de empujar a la sociedad en una determinada dirección, la sociedad se moverá, ciertamente, pero en la dirección opuesta. Simple, sugerente y devastador (en caso de que sea cierto), el argumento ha resultado popular entre generaciones de «reaccionarios» a la vez que bastante efectivo entre el público en general. En los debates actuales, muchas veces se lo evoca como e...

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