La Ópera
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La Ópera

Una historia social

Daniel Snowman, Ernesto Junquera

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Una historia social

Daniel Snowman, Ernesto Junquera

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Desde los inicios de la Ăłpera en las diversas cortes del norte de Italia hasta su expansiĂłn por Europa y mĂĄs allĂĄ, este libro explora el mundo de los teatros de Ăłpera y los empresarios operĂ­sticos, de monarcas y negociantes, de artistas y pĂșblicos. En su Grand Tour operĂ­stico, el autor nos traslada a la Mantua y a la Florencia del Renacimiento, al Londres de HĂ€ndel, al ParĂ­s de Luis XIV y a la Viena del emperador JosĂ© II y Mozart. Cuando en el siglo XIX la Ăłpera deja de ser monopolio europeo, Daniel Snowman sigue los pasos del libretista de Mozart hasta Nueva York, y nos lleva mĂĄs lejos aĂșn, a las representaciones que se ofrecĂ­an en las fronteras de NorteamĂ©rica y Australia.Ya en el siglo XX, Caruso cantaba las Ăłperas de Puccini en La Habana y Toscanini dirigĂ­a la mĂșsica de Wagner en Buenos Aires. Incluso Caruso y Toscanini difĂ­cilmente podrĂ­an haber imaginado el alcance mundial que tendrĂ­a la Ăłpera. En la actualidad, se representa, se financia, se ve, se escucha, se filma y se retransmite mĂĄs Ăłpera que nunca.

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Informations

Éditeur
Siruela
Année
2016
ISBN
9788416854530

La Ópera

Una historia social

I

El trayecto desde Arianna hasta

Die Zauberflöte

(circa 1600-1800)

1

El nacimiento

de la Ăłpera italiana

Anna Renzi era la gran prima donna de Venecia, una de las cantantes mĂĄs destacadas de su tiempo, una «dulce sirena que embelesaba las almas y deleitaba la vista y el oĂ­do de quienes la veĂ­an y escuchaban», segĂșn aseguraba uno de sus admiradores, el dramaturgo y poeta Giulio Strozzi. Un conocido retrato de la Renzi muestra a una joven mujer elegante y costosamente vestida. Su cabello estĂĄ ricamente peinado y adornado con flores y joyas, y luce un corpiño de dos tonalidades, bien ceñido en la cintura, que va rematado por un cuello de encaje y unos puños de delicada filigrana. En las manos de Anna Renzi se puede ver una partitura de mĂșsica, pero sus ojos miran a sabiendas y confiadamente hacia el espectador. Una «mujer de pocas palabras», decĂ­a de ella Strozzi, «pero Ă©stas eran siempre apropiadas, sensatas y dignas de sus maravillosos comentarios». Cuando aĂșn era muy joven, el diarista inglĂ©s John Evelyn visitĂł Venecia en junio de 1645, una etapa mĂĄs del Grand Tour por Europa que estaba realizando. Durante la semana de la AscensiĂłn, Evelyn fue a escuchar a la Renzi en una Ăłpera que versaba sobre HĂ©rcules en Lidia. Si bien comentĂł que «un eunuco» del reparto la «habĂ­a superado», el espectĂĄculo lo impresionĂł tanto que intentĂł describir la atracciĂłn que experimentĂł hacia aquella nueva forma artĂ­stica:
Aquella noche... fuimos a la Ópera, donde se representaban comedias y otras piezas de mĂșsica recitativa, a cargo de los mĂĄs excelentes cantantes y mĂșsicos, con una gran variedad de decorados pintados y artificiales que no carecĂ­an del arte de la perspectiva, asĂ­ como mĂĄquinas volando por los aires y otros maravillosos ingenios. Tomada en su conjunto, Ă©sta es una de las mĂĄs magnĂ­ficas y costosas diversiones que el hombre puede inventar... Los decorados cambiaron en trece ocasiones... El espectĂĄculo nos mantuvo atrapados por los ojos y los oĂ­dos hasta las dos de la madrugada.
La Ăłpera era uno de los entretenimientos que se presentaban como parte del Carnaval, una festividad invernal que si bien iba, en teorĂ­a, desde el segundo dĂ­a de Navidad hasta el martes de Carnaval, en la prĂĄctica se ampliaba en ambas direcciones. AllĂ­ se reunĂ­an toda suerte de librepensadores: libertarios sexuales, presbĂ­teros desengañados, jĂłvenes adinerados que hacĂ­an el Grand Tour como Evelyn y una autĂ©ntica marea de actores y mĂșsicos decadentes, procedentes de toda Italia, en busca de trabajo, dinero y de pĂșblico en la ciudad en la que era mĂĄs probable conseguir todo ello. Durante el Carnaval, garantizado el anonimato para todos los que lucieran sus mĂĄscaras, se rompĂ­a cualquier tipo de barrera social (y sexual). Siempre que una persona no se buscara problemas con las autoridades de la ciudad, su vida le pertenecĂ­a por completo. Cuando Evelyn volviĂł a visitar Venecia en enero de 1646 «para contemplar la extravagancia y la locura del Carnaval», se pudo percatar de que «mujeres y hombres, personas de toda clase y condiciĂłn, se disfrazaban con vestimentas antiguas y hacĂ­an piruetas al son de una mĂșsica extravagante, atravesaban las calles yendo de una casa a otra y a cualquier otro lugar, cuyo acceso era libre para todo el mundo». AllĂ­, «los comediantes tienen libertad, las Ăłperas estĂĄn abiertas a todos... y los saltimbanquis tienen su propio escenario en cualquier esquina de la ciudad». Evelyn anotaba, asimismo, que las «diversiones que mĂĄs me atrajeron [fueron] tres Ăłperas nobles, en las que habĂ­a una excelente mĂșsica y unas magnĂ­ficas voces, la mĂĄs celebrada de las cuales fue la de la famosa Anna Rencia [sic]», a quien, un poco mĂĄs tarde, Ă©l y su compañero de viaje invitaron a cenar.
A diferencia de Florencia, Mantua y otras ciudades-estado del norte de Italia, Venecia era una repĂșblica excepcionalmente liberal en numerosos aspectos y de una mentalidad muy independiente. En 1606, toda la ciudad fue, en efecto, excomulgada por el papado debido a su tolerancia religiosa (incluso con los protestantes). Si algo era atractivo, el instinto veneciano tendĂ­a a hacer alarde de ello y, siempre que fuera posible, a comercializarlo. La ciudad era, desde hacĂ­a mucho tiempo, una escala imprescindible para los turistas adinerados de toda Europa deseosos de experimentar el escalofrĂ­o que provoca el peligro. En 1594, Thomas Nashe, contemporĂĄneo de Shakespeare, publicĂł un lĂșcido relato en el que los personajes conocen a un proxeneta que les conduce hasta un burdel llamado «Tabitha, la Tentadora». Tabitha, segĂșn parece, poseĂ­a una casa de un refinamiento y una elegancia tales que, como «si fuera la casa de una santa», tenĂ­a «libros, cuadros, beatos, crucifijos [y] hasta una pequeña mercerĂ­a... en cada habitaciĂłn». Las prostitutas de Tabitha no tenĂ­an ni un solo cabello fuera de su sitio, afirmaba Nashe, en las camas no se podĂ­a encontrar ni la menor arruga y las almohadas eran tan suaves como «el vientre de una amante esposa». Los jĂłvenes amigos de Nashe no tuvieron la menor queja. «A cambio de nuestro dinero –concluĂ­a Nashe–, nos trataron como a emperadores.» Durante el Carnaval, Venecia estallaba en una autĂ©ntica conmociĂłn de libertinaje y peligro. Evelyn describĂ­a la forma en que los venecianos solĂ­an «arrojar huevos rellenos de agua dulce y, a veces, no tan dulce», al tiempo que tenĂ­an «la bĂĄrbara costumbre de dar caza a toros por calles y piazze, lo que es muy peligroso porque la mayorĂ­a de las callejuelas eran muy estrechas». A travĂ©s de los canales de la SerenĂ­sima, los visitantes se topaban con una exuberante encrucijada de culturas, donde el legado del Renacimiento se encontraba con la herencia de Bizancio, el arte con el comercio y Oriente con Occidente. Pero a pesar de todo su esplendor, Venecia tambiĂ©n se hallaba en pleno declive. Los ejĂ©rcitos imperiales que habĂ­an pasado por Mantua en 1630 llevaron la peste a Venecia un año mĂĄs tarde, plaga que en dos años acabĂł con la vida de una cuarta parte de la poblaciĂłn de la ciudad, que a la sazĂłn contaba con unos ciento cincuenta mil habitantes. Quince años mĂĄs tarde, Venecia se embarcaba en dos dĂ©cadas de guerras recurrentes contra los expansionistas otomanos, campañas que habrĂ­an de dejar exhaustas las arcas pĂșblicas y que habrĂ­an de terminar con una humillante derrota de la RepĂșblica en 1669. Pero, ademĂĄs, otras tendencias de un mayor calado y recorrido se sumaron a su inexorable decadencia. En efecto, el comercio exterior fue disminuyendo gradualmente y las grandes rutas comerciales que otrora habĂ­a dominado Venecia se vieron desbancadas por las nuevas vĂ­as hacia el este. La pobreza se extendĂ­a por doquier mientras las autoridades de la ciudad se enfrentaban a la situaciĂłn con normas y leyes cada vez mĂĄs mezquinas. Para cualquier observador que tuviera la capacidad de escrudriñar mĂĄs allĂĄ de la mĂĄscara cĂ­vica, era evidente que la MĂĄs Serena RepĂșblica se veĂ­a abocada al desastre. «Mi vista –comentaba el filĂłsofo de la polĂ­tica francĂ©s Montesquieu– estĂĄ entusiasmada con Venecia. Mi corazĂłn y mi mente, no.» Aun asĂ­, durante aquellos años Venecia continuĂł mostrĂĄndose al mundo con una amplia sonrisa o, al menos, con una mueca inalterable que pretendĂ­a parecer tal. No solamente celebraban el Carnaval sino que, a lo largo de todo el año, la sucesiĂłn de festivales y paradas que copaban el calendario daban el triunfo al espectĂĄculo sobre la esencia. El arte y el artificio actuaban como drogas adictivas, como una vĂ­a para la neutralizaciĂłn de los cĂłdigos morales tradicionales y una permanente desviaciĂłn de la incĂłmoda realidad. La vida imitaba al arte y se convertĂ­a en algo mucho mĂĄs llevadero: el teatro. Venecia en sĂ­ era la mĂĄs teatral de las ciudades, su autĂ©ntica fĂĄbrica, la que ofrecĂ­a los mayores y mejores espectĂĄculos: habĂ­a funciones de teatro en los canales, en las plazas, en las iglesias, en los hogares; la gente caminaba, hablaba y vestĂ­a con un acusado sentido de la teatralidad, pero, por encima de todo, Venecia era una ciudad de teatros pĂșblicos, que solĂ­an mandar construir las familias nobles en los solares vacĂ­os que poseĂ­an en la ciudad, donde compañías de cĂłmicos ambulantes podĂ­an asegurarse un pĂșblico de pago, integrado no sĂłlo por la aristocracia sino, al menos potencialmente, por todas las capas de la sociedad.
Las representaciones consistĂ­an, por regla general, en una comedia hablada, intercalada por elementos de canto y danza y, si los espectadores tenĂ­an suerte, algunos hĂĄbiles efectos escĂ©nicos como los que tanto habĂ­an impresionado a Evelyn en su dĂ­a. Volviendo a la dĂ©cada de 1590, cuando Thomas Nashe escribĂ­a sobre todo ello, habĂ­a tan sĂłlo dos teatros pĂșblicos en las cercanĂ­as de San Cassiano, a un corto paseo al oeste del Rialto. Uno de ellos se incendiĂł en 1629 y, rĂĄpidamente reconstruido con ladrillo, recibiĂł el nombre de Teatro San Cassiano. Tras un nuevo incendio y otra reconstrucciĂłn, fue en este mismo lugar de San Cassiano donde, a partir de 1637 se inauguraba algo similar a esa vida operĂ­stica que hoy en dĂ­a conocemos: una forma de entretenimiento dramĂĄtico-musical promovido pĂșblicamente y que se podĂ­a presenciar, sobre una base comercial regular o periĂłdica, en teatros especialmente concebidos a tal propĂłsito y ante un pĂșblico que pagaba por asistir.
En la misma Ă©poca, el mĂșsico mĂĄs destacado de Venecia, y el hombre a cuyo cargo estaba la mĂșsica de San Marcos, era Claudio Monteverdi, quien, a la sazĂłn, contaba ya setenta años. Empero, eran muy pocos los venecianos que sabĂ­an que, treinta años antes, en los confines de una corte del Renacimiento, la corte de Mantua, su maestro di cappella tambiĂ©n habĂ­a compuesto la que quizĂĄ fuera la mĂĄs antigua y genuina obra maestra de la historia de la Ăłpera: L’Orfeo.
En este grabado de Venecia de 1660, cantantes, actores, gente enmascarada, malabaristas y hasta un encantador de serpientes actĂșan en el exterior de San Marcos. Muchas pequeñas plazas eran testigos de escenas similares, especialmente durante el Carnaval: una gran muchedumbre, perteneciente a todas las clases sociales, disfrutaba al aire libre de mĂșltiples entretenimientos. Cuando se llene la plaza, se podrĂĄ contemplar la esencia misma del teatro de Ăłpera primitivo.
*
Sin embargo, los orĂ­genes de la Ăłpera se remontan mucho mĂĄs atrĂĄs. A lo largo de la historia, muchas sociedades, a menudo inspiradas por motivos polĂ­tico-religiosos, habĂ­an intentado conectar teatro, espectĂĄculo, mĂșsica y movimiento. En este sentido, los estudiosos han hallado pruebas fragmentarias de palabras, instrumentos y montajes teatrales utilizados, por ejemplo, tanto en el Egipto faraĂłnico, en los anfiteatros de la antigua Grecia o en las calles e iglesias, asĂ­ como en las justas y los banquetes cortesanos de la Europa medieval, aunque apenas tenemos conocimiento de la mĂșsica real que se cantaba o se tocaba en aquellos dramas musicales cuasi ceremoniales. En cualquier caso, es probable que no fuera hasta los tiempos del Renacimiento cuando se intentĂł de una manera seria y sistemĂĄtica integrar y poner en escena todos esos elementos: argumento, canto, palabra, danza y mĂșsica. Por consiguiente, las raĂ­ces de lo que llamamos «ópera» no pueden ser trazadas, de forma realista, con anterioridad a las gigas escenificadas y a las mascaradas cortesanas del siglo XVI, los intermedi interpretados en los entreactos de las funciones teatrales de las cortes del norte de Italia durante el Renacimiento y aquel entretenimiento teatral italiano, popular y medio improvisado, que era la commedia dell’arte, en la que aparecĂ­an unos personajes muy queridos por el pĂșblico, como eran los amantes ArlequĂ­n y Colombina, el viejo avaro PantaleĂłn y el triste, aunque divertido, Polichinela.
Durante las dĂ©cadas de 1570 y 1580, un cierto nĂșmero de figuras destacadas del mundo de la cultura de Florencia, bien relacionadas socialmente, solĂ­an reunirse en la mansiĂłn del lĂ­der militar, intelectual y humanista conde Giovanni de’ Bardi, donde se dedicaban a discutir sobre la esencia de la mĂșsica y el drama. Entre los miembros mĂĄs habituales de la Camerata de Bardi se encontraban los mĂșsicos Giulio Caccini y Vincenzo Galilei, padre del astrĂłnomo Galileo. Galilei escribiĂł un tratado en el que abogaba por el «diĂĄlogo entre la mĂșsica antigua y la moderna»: un renacimiento, en efecto, de las que Ă©l creĂ­a que habĂ­an sido las ideas estĂ©ticas de los antiguos griegos y romanos, especialmente por cuanto se referĂ­a a la integraciĂłn de la mĂșsica y la poesĂ­a.
DespuĂ©s de que Italia sufriera «las grandes invasiones bĂĄrbaras –se lamentaba Galilei en su DiĂĄlogo–, los hombres se vieron sojuzgados por un opresivo letargo de ignorancia... prestando tan poca atenciĂłn a la mĂșsica como a las Indias occidentales». Hoy en dĂ­a, afirmaba, «no se puede percibir ni la mĂĄs ligera señal de que la mĂșsica moderna vaya a culminar la misiĂłn que la mĂșsica antigua cumplió». Ni la novedad ni la excelencia de la mĂșsica moderna «han tenido nunca la capacidad de producir ningunos de los virtuosos efectos que la mĂșsica antigua provocĂł [
] Los mĂșsicos de hoy en dĂ­a –bramaba Galilei– no aspiran a otra cosa que al deleite del oĂ­do, si es que a eso se puede realmente llamar deleite». Una de las preocupaciones de Galilei era, de hecho, la forma en que los textos se adaptaban a la mĂșsica: «En lo Ășltimo en lo que piensan los modernos –suspiraba– es en la expresiĂłn de las palabras con la pasiĂłn que dichos vocablos requieren». Asimismo, Galilei censuraba especialmente la moda de la polifonĂ­a, consistente en un conjunto de sonidos simultĂĄneos en el que cada uno de ellos expresa su idea musical para conformar con los demĂĄs un todo armĂłnico, y abogaba, en su lugar, por la claridad de una sola lĂ­nea vocal. Ésa era, segĂșn su parecer, la forma en que la mĂșsica del mundo antiguo habĂ­a sido capaz de causar un impacto tan intenso. Los puntos de vista de Galilei no eran originales suyos y tanto Ă©l mismo como sus colegas navegaban todavĂ­a en medio de una intensa tempestad. A todo lo largo del Renacimiento habĂ­a habido intentos, especialmente en el norte de Italia, aunque no sĂłlo allĂ­, de revivir la que habĂ­a llegado a ser considerada como la cultura superior del mundo antiguo y situar al ser humano individual en el centro de todo. Arquitectos, pintores y filĂłsofos aspiraban, todos ellos, a crear sobre los supuestos principios humanĂ­sticos subyacentes en los modelos griegos y romanos que habĂ­an logrado sobrevivir. El PartenĂłn griego y el PanteĂłn romano, las esculturas de Fidias y PraxĂ­teles, los escritos de AristĂłteles y Virgilio, todas esas obras maestras sirvieron de inspiraciĂłn en la Ă©poca de Leonardo, Miguel
La commedia dell’arte italiana, con sus personajes e historias habituales, dio directamente lugar a lo que, más adelante, se habría de conocer como ópera. Su influencia es todavía evidente en Il barbiere di Siviglia de Rossini, en el Don Pasquale de Donizetti y en la obra-dentro-de-la-obra I pagliacci de Leoncavallo.
Ángel, Rafael y Maquiavelo. Sin embargo, la mĂșsica no disponĂ­a entonces de modelos de la AntigĂŒedad que le sirvieran de...

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