1969
CONDICIĂN HUMANA
Mi condiciĂłn es minĂșscula. Me siento reducida. Hasta tal punto que serĂa inĂștil tener mĂĄs libertad: mi condiciĂłn minĂșscula no me dejarĂa hacer uso de ella. La condiciĂłn del universo, en cambio, es tan inmensa que no se llama condiciĂłn. Mi desajuste con el mundo es tan enorme que llega a ser cĂłmico. No me puedo acompasar con Ă©l. Cuando he intentado ir a la par con el mundo, el resultado ha sido cĂłmico: una de mis piernas es siempre demasiado corta. Lo sorprendente es que mi condiciĂłn de coja tambiĂ©n es alegre porque forma parte de esa condiciĂłn. Pero si me pongo seria y quiero caminar con el mundo como es debido, me lastimo y me asusto. Aun asĂ, de repente, rĂo con una risa amarga que no es mala Ășnicamente porque forma parte de mi condiciĂłn. La condiciĂłn no tiene cura, pero el miedo a la condiciĂłn se puede curar.
EL MILAGRO DE LAS HOJAS
No, nunca me suceden milagros. Oigo hablar de ellos, y a veces esa esperanza me basta. Pero tambiĂ©n me subleva: Âżpor quĂ© no a mĂ? ÂżPor quĂ© solo he de oĂr hablar? Porque he oĂdo conversaciones de esas, sobre milagros: «Me advirtiĂł que, al decir determinada palabra, un objeto querido se romperĂa». Mis objetos se rompen banalmente y en manos de las criadas. Hasta que me obligaron a llegar a la conclusiĂłn de que soy de aquellos que arrastran piedras durante siglos, y no de aquellos para los cuales los guijarros ya llegan preparados, pulidos y blancos. Aunque tengo visiones fugitivas antes de dormirme, Âżson un milagro? Pero ya me han explicado cĂłmo se llama eso: eidetismo, capacidad de proyectar en el campo alucinatorio las imĂĄgenes inconscientes.
Milagro, no. Pero sĂ coincidencias. Vivo de coincidencias, vivo de lĂneas que inciden y se cruzan y en el cruce forman un punto leve y fugaz, tan leve y fugaz que estĂĄ hecho de pudor y de secreto: si hablo de Ă©l ya estoy hablando de la nada.
Pero tengo un milagro, sĂ. El milagro de las hojas. Voy andando por la calle y el viento deja caer una hoja exactamente en mi pelo. La coincidencia de la lĂnea de millones de hojas transformadas en una sola, y de millones de personas reducidas a mĂ. Esto me pasa tantas veces que ya me considero, modestamente, la elegida de las hojas. Con gestos furtivos me quito la hoja del pelo y la guardo en el bolso, como el mĂĄs diminuto diamante. Hasta que un dĂa, al abrir el bolso, encuentro entre los objetos la hoja seca, arrugada, muerta. La tiro: no me interesa un fetiche muerto como recuerdo. Y tambiĂ©n porque sĂ© que nuevas hojas coincidirĂĄn conmigo.
Un dĂa una hoja me golpeĂł en las pestañas. Me pareciĂł que Dios era muy delicado.
*
LĂCIO CARDOSO
LĂșcio, te añoro, añoro el corcel de fuego que eras, sin freno para el galope.
Añoranza siento siempre. Añoranza tristĂsima, dos veces:
La primera cuando enfermaste repentinamente, en plena vida, tĂș que eras la vida. La enfermedad no le matĂł. SiguiĂł viviendo, pero dejĂł de escribir, Ă©l, que hasta entonces habĂa escrito por una gloriosa compulsiĂłn eterna. Y despuĂ©s de la enfermedad, dejĂł de hablar, Ă©l que me habĂa dicho las cosas mĂĄs inspiradas que oĂdos humanos hayan podido escuchar. QuedĂł con el lado derecho paralizado. MĂĄs tarde pintĂł con la mano izquierda; la creatividad no cesĂł en Ă©l.
Mudo o quejĂĄndose, solo centelleaban sus ojos, unos ojos que siempre habĂan chispeado con un brillo intenso, fascinante y un poco diabĂłlico.
De su enfermedad conservarĂa tambiĂ©n la sonrisa: este hombre le sonreĂa a aquello que le mataba. Fue hombre de arriesgarse y pagar el alto precio del juego. EmpezĂł a trasladar al lienzo, con la mano izquierda (que, incapaz de escribir, solo podĂa pintar), transparencias y luces y sutilezas que parecĂa no haber conocido nunca ni haber sido iluminado por ellas: tengo un cuadro, anterior a la enfermedad, que es casi completamente negro. La luz le llegĂł tras las tinieblas de la enfermedad.
La segunda añoranza estaba ya cercana al fin.
En el hospital, en la antesala de su habitaciĂłn se encontraban algunos amigos y la mayorĂa no se sintiĂł con fuerzas para sufrir aĂșn mĂĄs al verlo inerte, en estado de coma.
EntrĂ© en la habitaciĂłn y vi a Cristo muerto. Su rostro tenĂa la palidez verdosa de los personajes del Greco. HabĂa Belleza en sus rasgos.
Antes, mudo, Ă©l por lo menos me oĂa. Y ahora ya no oirĂa ni aunque le gritara que Ă©l fue la persona mĂĄs importante de mi vida durante mi adolescencia. En aquella Ă©poca me enseñaba a conocer a las personas tras las mĂĄscaras, me enseñaba la mejor manera de mirar la luna. Fue LĂșcio quien me transformĂł en mineira: me diplomĂ© y conozco los manierismos que amo en los mineiros.
No fui al velatorio, ni al entierro, ni al funeral porque habĂa demasiado silencio en mi interior. Aquellos dĂas estaba sola, no podĂa ver a nadie: habĂa visto a la muerte.
Voy recordando cosas. Lo mezclo todo. Le estoy oyendo cuando me aseguraba que no debĂa temer el futuro porque yo era un ser con la llama de la vida. Ăl me enseñó quĂ© es tener la llama de la vida. Nos estoy viendo alegres comiendo palomitas por la calle. Le estoy viendo reuniĂ©ndose conmigo en la ABBR, donde yo recuperaba el movimiento de la mano quemada y donde LĂșcio, Pedro y MĂriam Bloch le llamaban a la vida. En la ABBR nos echamos uno en brazos del otro.
LĂșcio y yo siempre nos aceptamos: Ă©l con su vida misteriosa y secreta, yo con lo que Ă©l llamaba «vida apasionante». Ăramos tan fantĂĄsticos en tantas cosas que, si no hubiese existido la imposibilidad, quiĂ©n sabe si nos habrĂamos casado.
Helena Cardoso, tĂș que eres una escritora refinada y que sabes coger el ala de una mariposa sin quebrarla, tĂș que eres la hermana de LĂșcio para siempre, Âżpor quĂ© no escribes un libro sobre Ă©l? PodrĂas contar sus anhelos y sus alegrĂas, sus angustias profundas, su lucha con Dios, sus huidas a lo humano, a los caminos del Bien y del Mal. TĂș, Helena, sufriste con LĂșcio y por eso mismo le has amado mĂĄs.
Mientras escribo alzo de vez en cuando los ojos y contemplo la cajita de mĂșsica antigua que LĂșcio me regalĂł: sonaba como en clavicĂ©mbalo Pour Ălise. La escuchĂ© tantas veces que se rompiĂł el muelle. ÂżEstĂĄ muda la caja de mĂșsica? No. Como tampoco LĂșcio ha muerto en mĂ.
*
CASI
Mi taxi se acercaba al tĂșnel que lleva a Leme o a Copacabana, cuando mirĂ© y vi la iglesia de Santa Teresinha. Mi corazĂłn se acelerĂł. En la carne del alma, que sentĂa en el dolor, reconocĂ que aquella era la iglesia donde podrĂa encontrar amparo.
DespedĂ el taxi y sentĂ que entraba con paso humilde en la penumbra fresca de la iglesia. Me sentĂ© en un banco y permanecĂ allĂ. La iglesia estaba completamente vacĂa. El olor a flores me envolvĂa y me oprimĂa suavemente. Poco a poco mi tumulto interior se fue transformando en resignaciĂłn melancĂłlica: entregaba mi alma a cambio de nada. Porque no era paz lo que yo sentĂa. SentĂa que mi mundo se habĂa desmoronado y que yo permanecĂa en pie como testigo perplejo y desconocido.
DespuĂ©s fui olvidando mi dolor y mirando los santos de la iglesia. Todos habĂan sufrido martirio: porque este es el camino humano y divino. Todos habĂan abandonado una vida mejor en favor de una vida mĂĄs profunda y dolorosa. Todos habĂan «desaprovechado» la Ășnica vida que tenemos. Todos habĂan sido bobos, en el sentido mĂĄs puro de la palabra. Y todos se habĂan perpetuado para siempre, en nuestro corazĂłn sediento de misericordia. ÂżPor quĂ©, Dios mĂo, es tan necesario el sacrificio de nuestros deseos mĂĄs legĂtimos? ÂżPor quĂ© la mortificaciĂłn en vida?
MirĂ© la iglesia vacĂa en busca de respuesta y vi el ataĂșd en el centro de la nave principal. Me levantĂ© y fui hacia Ă©l. AllĂ estaba tendida la figura de santa Teresinha, con los pies cubiertos de flores. Me quedĂ© contemplĂĄndola.
Algo sin embargo me resultaba extraño. Las imĂĄgenes de santa Teresinha siempre la representaban joven y con flores en la mano. Y esta era una santa Teresinha tan vieja que la piel parecĂa, como se suele decir, un pergamino arrugado. TenĂa los ojos cerrados, las manos pĂĄlidas cruzadas sobre el pecho, y flores frescas carmesĂes reventaban como un grito de vida a sus pies.
La imagen no era de porcelana, me di cuenta enseguida. ÂżDe quĂ© material serĂa? ParecĂa cera. Pero no podĂa ser, la cera se derretirĂa al calor de las velas y del verano. Era un material que yo no habĂa visto nunca. SabĂa que, tocando a la santa, podrĂa saber de quĂ© estaba hecha. Cuando era pequeña, nuestra criada Rosa, irritada porque yo lo revolvĂa todo, solĂa decir: «Esta niña tiene los ojos en las manos, solo sabe ver tocando».
Solo lo sabrĂa tocando, pero temĂa que entrase el cura y se disgustase. MirĂ© a mi alrededor, la iglesia seguĂa vacĂa, entonces furtivamente extendĂ la mano para tocar el rostro de santa Teresinha.
No pude completar el gesto porque del fondo de la iglesia surgieron dos muchachas que se acercaron al ataĂșd y se quedaron junto a mĂ. Las dos chicas parecĂan aburridas, y permanecimos mudas las tres. Hasta que una le dijo a la otra:
âPero ÂżcuĂĄndo llegarĂĄ todo el mundo al entierro de la abuela? ÂĄNo se puede quedar a vivir en la iglesia!
OĂ, o mejor, oĂ a medias, y lo entendĂ de golpe. De golpe, pĂĄlida por dentro, entendĂ que aquella no era santa Teresinha y sĂ una mujer muerta. Una mujer muerta que yo casi habĂa tocado con mis dedos. Casi. Me lo impidiĂł por una fracciĂłn de segundo la llegada de las nietas de la difunta.
Ante la sola idea de haber estado a punto de tocar la muerte, me flaquearon las piernas, caminĂ© con dificultad hasta un banco donde me sentĂ© medio mareada, a punto de desmayarme. Mi corazĂłn latĂa muy lejos del corazĂłn: en las muñecas, en la cabeza, en las rodillas, en el pecho tambiĂ©n.
SĂ© que bajo el carmĂn mis labios debĂan de estar lĂvidos. Y yo misma no entendĂa por quĂ© tanto susto al casi tocar la muerte, si la muerte forma parte de nuestra vida. No se entiende la vida sin la muerte, pero me habrĂa desmayado al rozar lo que tambiĂ©n era parte de mĂ. TenĂa que salir de aquella iglesia y los pies no me llegaban al suelo. Finalmente logrĂ© reunir la fuerza necesaria, me levantĂ© y sin mirar nada salĂ.
ÂżCĂłmo explicar lo que vi fuera? Trastornada como estaba, mĂĄs trastornada aĂșn contemplĂ© el sol abierto y una alegrĂa de abeja en flor, los coches circulando, las personas todas vivas, vivas; solo la vieja estaba muerta y yo casi muerta tambiĂ©n, por haber olido las flores escarlatas a los pies de la muerte.
En la calle permanecĂ mucho tiempo en pie aspirando el olor que tiene estar vivo. Es una mezcla de carne, de olor corporal con gasolina, con viento del mar, con sudor de axilas: el olor de quien no ha muerto todavĂa.
Después paré un taxi y débil, pero tan viva como un botón de rosa fresca, me fui a casa completamente pålida.
*
BAĂOS DE MAR
Mi padre creĂa que cada año habĂa que hacer una cur...