Todas las crĂłnicas
eBook - ePub

Todas las crĂłnicas

Clarice Lispector, Elena Losada

Partager le livre
  1. 624 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (adapté aux mobiles)
  4. Disponible sur iOS et Android
eBook - ePub

Todas las crĂłnicas

Clarice Lispector, Elena Losada

DĂ©tails du livre
Aperçu du livre
Table des matiĂšres
Citations

À propos de ce livre

«Clarice Lispector es la escritora brasileña mĂĄs estudiada de su siglo, y no solo en su paĂ­s de origen. Pero el misterio es parte del universo clariceano y hay que partir de Ă©l para comprender la especificidad de su obra». Anna CaballĂ©, El PaĂ­sDesde Machado de Assis, la literatura en Brasil ha contado siempre con una fructĂ­fera tradiciĂłn de grandes cronistas entre los que por supuesto no podĂ­a faltar el nombre de Clarice Lispector, sin duda la escritora brasileña mĂĄs influyente del siglo XX.Este volumen, que reĂșne la totalidad de sus ya legendarias colaboraciones en el Jornal do Brasil —escritas entre 1967 y 1973—, incluye ademĂĄs mĂĄs de un centenar de textos inĂ©ditos publicados en otros diarios y revistas, ofreciĂ©ndonos asĂ­ una panorĂĄmica completa de su labor como cronista. En estos textos, Lispector se nos muestra en una doble vertiente: por un lado, como el ama de casa enfrentada a los mĂĄs prosaicos problemas domĂ©sticos —la administraciĂłn del presupuesto familiar, la sopera que hay que devolver, la mudez crĂłnica del telĂ©fono, la educaciĂłn de los hijos—; pero, al mismo tiempo, aparece tambiĂ©n como una voz honesta y cercana que nos habla sobre el amor y la muerte, sobre el paso del tiempo, las incĂłgnitas del «yo» y la revuelta contra la resignaciĂłn cotidiana. En definitiva, una Clarice Ă­ntima y brillante, capaz de transformar el hecho cotidiano en pura metafĂ­sica, en autĂ©ntica literatura.

Foire aux questions

Comment puis-je résilier mon abonnement ?
Il vous suffit de vous rendre dans la section compte dans paramĂštres et de cliquer sur « RĂ©silier l’abonnement ». C’est aussi simple que cela ! Une fois que vous aurez rĂ©siliĂ© votre abonnement, il restera actif pour le reste de la pĂ©riode pour laquelle vous avez payĂ©. DĂ©couvrez-en plus ici.
Puis-je / comment puis-je télécharger des livres ?
Pour le moment, tous nos livres en format ePub adaptĂ©s aux mobiles peuvent ĂȘtre tĂ©lĂ©chargĂ©s via l’application. La plupart de nos PDF sont Ă©galement disponibles en tĂ©lĂ©chargement et les autres seront tĂ©lĂ©chargeables trĂšs prochainement. DĂ©couvrez-en plus ici.
Quelle est la différence entre les formules tarifaires ?
Les deux abonnements vous donnent un accĂšs complet Ă  la bibliothĂšque et Ă  toutes les fonctionnalitĂ©s de Perlego. Les seules diffĂ©rences sont les tarifs ainsi que la pĂ©riode d’abonnement : avec l’abonnement annuel, vous Ă©conomiserez environ 30 % par rapport Ă  12 mois d’abonnement mensuel.
Qu’est-ce que Perlego ?
Nous sommes un service d’abonnement Ă  des ouvrages universitaires en ligne, oĂč vous pouvez accĂ©der Ă  toute une bibliothĂšque pour un prix infĂ©rieur Ă  celui d’un seul livre par mois. Avec plus d’un million de livres sur plus de 1 000 sujets, nous avons ce qu’il vous faut ! DĂ©couvrez-en plus ici.
Prenez-vous en charge la synthÚse vocale ?
Recherchez le symbole Écouter sur votre prochain livre pour voir si vous pouvez l’écouter. L’outil Écouter lit le texte Ă  haute voix pour vous, en surlignant le passage qui est en cours de lecture. Vous pouvez le mettre sur pause, l’accĂ©lĂ©rer ou le ralentir. DĂ©couvrez-en plus ici.
Est-ce que Todas las crónicas est un PDF/ePUB en ligne ?
Oui, vous pouvez accĂ©der Ă  Todas las crĂłnicas par Clarice Lispector, Elena Losada en format PDF et/ou ePUB ainsi qu’à d’autres livres populaires dans Literatura et Colecciones literarias. Nous disposons de plus d’un million d’ouvrages Ă  dĂ©couvrir dans notre catalogue.

Informations

Éditeur
Siruela
Année
2021
ISBN
9788418708732
Édition
1

1969

CONDICIÓN HUMANA
Mi condiciĂłn es minĂșscula. Me siento reducida. Hasta tal punto que serĂ­a inĂștil tener mĂĄs libertad: mi condiciĂłn minĂșscula no me dejarĂ­a hacer uso de ella. La condiciĂłn del universo, en cambio, es tan inmensa que no se llama condiciĂłn. Mi desajuste con el mundo es tan enorme que llega a ser cĂłmico. No me puedo acompasar con Ă©l. Cuando he intentado ir a la par con el mundo, el resultado ha sido cĂłmico: una de mis piernas es siempre demasiado corta. Lo sorprendente es que mi condiciĂłn de coja tambiĂ©n es alegre porque forma parte de esa condiciĂłn. Pero si me pongo seria y quiero caminar con el mundo como es debido, me lastimo y me asusto. Aun asĂ­, de repente, rĂ­o con una risa amarga que no es mala Ășnicamente porque forma parte de mi condiciĂłn. La condiciĂłn no tiene cura, pero el miedo a la condiciĂłn se puede curar.
EL MILAGRO DE LAS HOJAS
No, nunca me suceden milagros. Oigo hablar de ellos, y a veces esa esperanza me basta. Pero también me subleva: ¿por qué no a mí? ¿Por qué solo he de oír hablar? Porque he oído conversaciones de esas, sobre milagros: «Me advirtió que, al decir determinada palabra, un objeto querido se rompería». Mis objetos se rompen banalmente y en manos de las criadas. Hasta que me obligaron a llegar a la conclusión de que soy de aquellos que arrastran piedras durante siglos, y no de aquellos para los cuales los guijarros ya llegan preparados, pulidos y blancos. Aunque tengo visiones fugitivas antes de dormirme, ¿son un milagro? Pero ya me han explicado cómo se llama eso: eidetismo, capacidad de proyectar en el campo alucinatorio las imågenes inconscientes.
Milagro, no. Pero sĂ­ coincidencias. Vivo de coincidencias, vivo de lĂ­neas que inciden y se cruzan y en el cruce forman un punto leve y fugaz, tan leve y fugaz que estĂĄ hecho de pudor y de secreto: si hablo de Ă©l ya estoy hablando de la nada.
Pero tengo un milagro, sí. El milagro de las hojas. Voy andando por la calle y el viento deja caer una hoja exactamente en mi pelo. La coincidencia de la línea de millones de hojas transformadas en una sola, y de millones de personas reducidas a mí. Esto me pasa tantas veces que ya me considero, modestamente, la elegida de las hojas. Con gestos furtivos me quito la hoja del pelo y la guardo en el bolso, como el mås diminuto diamante. Hasta que un día, al abrir el bolso, encuentro entre los objetos la hoja seca, arrugada, muerta. La tiro: no me interesa un fetiche muerto como recuerdo. Y también porque sé que nuevas hojas coincidirån conmigo.
Un día una hoja me golpeó en las pestañas. Me pareció que Dios era muy delicado.
*
LÚCIO CARDOSO
LĂșcio, te añoro, añoro el corcel de fuego que eras, sin freno para el galope.
Añoranza siento siempre. Añoranza tristísima, dos veces:
La primera cuando enfermaste repentinamente, en plena vida, tĂș que eras la vida. La enfermedad no le matĂł. SiguiĂł viviendo, pero dejĂł de escribir, Ă©l, que hasta entonces habĂ­a escrito por una gloriosa compulsiĂłn eterna. Y despuĂ©s de la enfermedad, dejĂł de hablar, Ă©l que me habĂ­a dicho las cosas mĂĄs inspiradas que oĂ­dos humanos hayan podido escuchar. QuedĂł con el lado derecho paralizado. MĂĄs tarde pintĂł con la mano izquierda; la creatividad no cesĂł en Ă©l.
Mudo o quejĂĄndose, solo centelleaban sus ojos, unos ojos que siempre habĂ­an chispeado con un brillo intenso, fascinante y un poco diabĂłlico.
De su enfermedad conservaría también la sonrisa: este hombre le sonreía a aquello que le mataba. Fue hombre de arriesgarse y pagar el alto precio del juego. Empezó a trasladar al lienzo, con la mano izquierda (que, incapaz de escribir, solo podía pintar), transparencias y luces y sutilezas que parecía no haber conocido nunca ni haber sido iluminado por ellas: tengo un cuadro, anterior a la enfermedad, que es casi completamente negro. La luz le llegó tras las tinieblas de la enfermedad.
La segunda añoranza estaba ya cercana al fin.
En el hospital, en la antesala de su habitaciĂłn se encontraban algunos amigos y la mayorĂ­a no se sintiĂł con fuerzas para sufrir aĂșn mĂĄs al verlo inerte, en estado de coma.
Entré en la habitación y vi a Cristo muerto. Su rostro tenía la palidez verdosa de los personajes del Greco. Había Belleza en sus rasgos.
Antes, mudo, Ă©l por lo menos me oĂ­a. Y ahora ya no oirĂ­a ni aunque le gritara que Ă©l fue la persona mĂĄs importante de mi vida durante mi adolescencia. En aquella Ă©poca me enseñaba a conocer a las personas tras las mĂĄscaras, me enseñaba la mejor manera de mirar la luna. Fue LĂșcio quien me transformĂł en mineira: me diplomĂ© y conozco los manierismos que amo en los mineiros.
No fui al velatorio, ni al entierro, ni al funeral porque habĂ­a demasiado silencio en mi interior. Aquellos dĂ­as estaba sola, no podĂ­a ver a nadie: habĂ­a visto a la muerte.
Voy recordando cosas. Lo mezclo todo. Le estoy oyendo cuando me aseguraba que no debĂ­a temer el futuro porque yo era un ser con la llama de la vida. Él me enseñó quĂ© es tener la llama de la vida. Nos estoy viendo alegres comiendo palomitas por la calle. Le estoy viendo reuniĂ©ndose conmigo en la ABBR, donde yo recuperaba el movimiento de la mano quemada y donde LĂșcio, Pedro y MĂ­riam Bloch le llamaban a la vida. En la ABBR nos echamos uno en brazos del otro.
LĂșcio y yo siempre nos aceptamos: Ă©l con su vida misteriosa y secreta, yo con lo que Ă©l llamaba «vida apasionante». Éramos tan fantĂĄsticos en tantas cosas que, si no hubiese existido la imposibilidad, quiĂ©n sabe si nos habrĂ­amos casado.
Helena Cardoso, tĂș que eres una escritora refinada y que sabes coger el ala de una mariposa sin quebrarla, tĂș que eres la hermana de LĂșcio para siempre, Âżpor quĂ© no escribes un libro sobre Ă©l? PodrĂ­as contar sus anhelos y sus alegrĂ­as, sus angustias profundas, su lucha con Dios, sus huidas a lo humano, a los caminos del Bien y del Mal. TĂș, Helena, sufriste con LĂșcio y por eso mismo le has amado mĂĄs.
Mientras escribo alzo de vez en cuando los ojos y contemplo la cajita de mĂșsica antigua que LĂșcio me regalĂł: sonaba como en clavicĂ©mbalo Pour Élise. La escuchĂ© tantas veces que se rompiĂł el muelle. ÂżEstĂĄ muda la caja de mĂșsica? No. Como tampoco LĂșcio ha muerto en mĂ­.
*
CASI
Mi taxi se acercaba al tĂșnel que lleva a Leme o a Copacabana, cuando mirĂ© y vi la iglesia de Santa Teresinha. Mi corazĂłn se acelerĂł. En la carne del alma, que sentĂ­a en el dolor, reconocĂ­ que aquella era la iglesia donde podrĂ­a encontrar amparo.
Despedí el taxi y sentí que entraba con paso humilde en la penumbra fresca de la iglesia. Me senté en un banco y permanecí allí. La iglesia estaba completamente vacía. El olor a flores me envolvía y me oprimía suavemente. Poco a poco mi tumulto interior se fue transformando en resignación melancólica: entregaba mi alma a cambio de nada. Porque no era paz lo que yo sentía. Sentía que mi mundo se había desmoronado y que yo permanecía en pie como testigo perplejo y desconocido.
DespuĂ©s fui olvidando mi dolor y mirando los santos de la iglesia. Todos habĂ­an sufrido martirio: porque este es el camino humano y divino. Todos habĂ­an abandonado una vida mejor en favor de una vida mĂĄs profunda y dolorosa. Todos habĂ­an «desaprovechado» la Ășnica vida que tenemos. Todos habĂ­an sido bobos, en el sentido mĂĄs puro de la palabra. Y todos se habĂ­an perpetuado para siempre, en nuestro corazĂłn sediento de misericordia. ÂżPor quĂ©, Dios mĂ­o, es tan necesario el sacrificio de nuestros deseos mĂĄs legĂ­timos? ÂżPor quĂ© la mortificaciĂłn en vida?
MirĂ© la iglesia vacĂ­a en busca de respuesta y vi el ataĂșd en el centro de la nave principal. Me levantĂ© y fui hacia Ă©l. AllĂ­ estaba tendida la figura de santa Teresinha, con los pies cubiertos de flores. Me quedĂ© contemplĂĄndola.
Algo sin embargo me resultaba extraño. Las imågenes de santa Teresinha siempre la representaban joven y con flores en la mano. Y esta era una santa Teresinha tan vieja que la piel parecía, como se suele decir, un pergamino arrugado. Tenía los ojos cerrados, las manos pålidas cruzadas sobre el pecho, y flores frescas carmesíes reventaban como un grito de vida a sus pies.
La imagen no era de porcelana, me di cuenta enseguida. ¿De qué material sería? Parecía cera. Pero no podía ser, la cera se derretiría al calor de las velas y del verano. Era un material que yo no había visto nunca. Sabía que, tocando a la santa, podría saber de qué estaba hecha. Cuando era pequeña, nuestra criada Rosa, irritada porque yo lo revolvía todo, solía decir: «Esta niña tiene los ojos en las manos, solo sabe ver tocando».
Solo lo sabría tocando, pero temía que entrase el cura y se disgustase. Miré a mi alrededor, la iglesia seguía vacía, entonces furtivamente extendí la mano para tocar el rostro de santa Teresinha.
No pude completar el gesto porque del fondo de la iglesia surgieron dos muchachas que se acercaron al ataĂșd y se quedaron junto a mĂ­. Las dos chicas parecĂ­an aburridas, y permanecimos mudas las tres. Hasta que una le dijo a la otra:
—Pero ¿cuándo llegará todo el mundo al entierro de la abuela? ¡No se puede quedar a vivir en la iglesia!
OĂ­, o mejor, oĂ­ a medias, y lo entendĂ­ de golpe. De golpe, pĂĄlida por dentro, entendĂ­ que aquella no era santa Teresinha y sĂ­ una mujer muerta. Una mujer muerta que yo casi habĂ­a tocado con mis dedos. Casi. Me lo impidiĂł por una fracciĂłn de segundo la llegada de las nietas de la difunta.
Ante la sola idea de haber estado a punto de tocar la muerte, me flaquearon las piernas, caminé con dificultad hasta un banco donde me senté medio mareada, a punto de desmayarme. Mi corazón latía muy lejos del corazón: en las muñecas, en la cabeza, en las rodillas, en el pecho también.
Sé que bajo el carmín mis labios debían de estar lívidos. Y yo misma no entendía por qué tanto susto al casi tocar la muerte, si la muerte forma parte de nuestra vida. No se entiende la vida sin la muerte, pero me habría desmayado al rozar lo que también era parte de mí. Tenía que salir de aquella iglesia y los pies no me llegaban al suelo. Finalmente logré reunir la fuerza necesaria, me levanté y sin mirar nada salí.
ÂżCĂłmo explicar lo que vi fuera? Trastornada como estaba, mĂĄs trastornada aĂșn contemplĂ© el sol abierto y una alegrĂ­a de abeja en flor, los coches circulando, las personas todas vivas, vivas; solo la vieja estaba muerta y yo casi muerta tambiĂ©n, por haber olido las flores escarlatas a los pies de la muerte.
En la calle permanecĂ­ mucho tiempo en pie aspirando el olor que tiene estar vivo. Es una mezcla de carne, de olor corporal con gasolina, con viento del mar, con sudor de axilas: el olor de quien no ha muerto todavĂ­a.
Después paré un taxi y débil, pero tan viva como un botón de rosa fresca, me fui a casa completamente pålida.
*
BAÑOS DE MAR
Mi padre creía que cada año había que hacer una cur...

Table des matiĂšres