Contra la arrogancia de los que leen
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Contra la arrogancia de los que leen

Cristian Vázquez

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Contra la arrogancia de los que leen

Cristian Vázquez

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No tengo claro en qué momento comencé a sentir que algunos de mis artículos podrían merecer una segunda vida. Una reencarnación en forma de libro. Me pareció que los distintos textos que aparecen en este libro se necesitaban entre sí, y que cada uno de ellos conocía el sitio exacto que debía ocupar, y que sus límites encajaban tan bien con los de alrededor como si fueran las piezas de un rompecabezas minucioso… Temí también que esta recopilación pudiera ser superflua y banal. Más aún, ¿no resulta hasta contradictorio que bajo el título "Contra la arrogancia de los que leen" se den a imprenta los meros apuntes de un lector?En todo caso, me gusta pensar este libro como hijo de esa tensión. Y de otras tensiones, como la que existe entre leer y escribir. O la que se pregunta si hay diferencias entre los escritores que leen y los lectores que escriben, y si las hay cuáles son. O la que busca la última frontera en el afán de expresar el amor por los libros, con el fin de promover la lectura, sin caer en la trampa de convertirse en un burdo propagandista o un odioso fanfarrón.

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Informations

Année
2021
ISBN
9788412271676
LIBROS
LAS HABITACIONES EN LAS QUE ELEGIMOS VIVIR
Una vez alguien me dijo, muy suelto de cuerpo, que compraba libros según el tamaño y el color de sus lomos porque los veía como parte de la decoración de su casa. Si bien muchas veces había oído chistes acerca de gente que posee libros con un mero afán ornamental («Ese es un gran admirador de la Escuela de Frankfurt», «¿Ah, sí? ¿Cómo sabés?», «Tiene todos los libros de Adorno»), nunca había escuchado a nadie admitirlo, y mucho menos de una forma tan despreocupada.
La anécdota recuerda a la encargada de un puesto de libros junto al río Sena de la que habla Hemingway en París era una fiesta. La mujer le explicaba su forma de distinguir si un libro tenía valor: «Primero, depende de si tiene ilustraciones. Luego, según que las ilustraciones sean buenas o malas. Luego está la encuadernación. Si un libro es bueno, el que lo compra se lo hace encuadernar bien». Cuando la mujer, que solo leía en francés, le preguntó si había algún modo de distinguir los buenos libros en inglés, Hemingway respondió: «Yo los distingo leyéndolos».
Y es que los lectores tendemos a prestar atención a diversas cuestiones cuando pensamos en comprar un libro: sobre todo el texto, por supuesto, pero también la tipografía, el tamaño de los márgenes, incluso detalles como las sangrías, los espacios antes y después de las rayas de diálogo, etc. Pero si hay algo a lo que no prestamos atención, salvo excepciones (que las habrá, imagino), es al tamaño y al color del lomo.
Esto no quiere decir, claro está, que nos tenga sin cuidado el aspecto estético al ordenar los libros en los estantes de nuestras casas. Se ordenan los libros como se vive. El lector descuidado los tiene todos mezclados, así nomás. El obsesivo los ubica en función de múltiples categorías: apellido del autor, nacionalidad, género, cronología, colecciones, idiomas. El marketinero pone los mejores libros de su biblioteca en los estantes del final, de manera que quien quiera llegar hasta ellos se vea obligado a pasar frente a todos los demás. El sentimental monta un pequeño altar y dispone allí, todos juntos, los ejemplares a los que más cariño profesa. El procrastinador siempre tiene pilas de libros fuera de los estantes, aquí y allá, y siempre está a punto de acomodarlos en su sitio, pero siempre le aparece algo más urgente que hacer. El insatisfecho los ordena en función de un cierto criterio, pero poco después se da cuenta de que hay uno mejor, así que se pasa días enteros sacando todos de su lugar e instalándolos según el orden nuevo, el cual permanecerá vigente hasta que el insatisfecho se percate de que hay un criterio mejor y vuelva a empezar.
A todos los lectores nos encanta pararnos cada tanto frente a nuestros libros y pasear la vista por los lomos, los títulos, los autores. Es como pararse frente a un edificio enorme y prestar atención a los ventanales y balcones, y pensar en las vidas y las historias que transcurren allí dentro. En los libros ya leídos uno recuerda, más o menos vagamente, esas vidas e historias. En los que le quedan por leer, las imagina.
Vicente Luis Mora escribió en una ocasión en su perfil de Facebook: «Toda novela es una habitación. Para el escritor es un cuarto casero, donde sufre su redacción durante años. Para el lector es una habitación de hotel, en la que apenas soñará unas horas». «¿Y un cuento? ¿Qué sería un cuento?», le preguntó alguien en un comentario. «Un cuento sería un autobús, donde el conductor vive largas temporadas y el lector pasa apenas unos minutos». «A veces como lector te quedás mucho tiempo a vivir por ahí, ¿no?», comentó alguien más. «Ese es el objetivo –respondió Mora–. Yo vivo en muchas habitaciones que he leído a lo largo de la vida».
En un prólogo a su novela Dormir al sol, de 1973, Adolfo Bioy Casares escribió:
Alguna vez dije que si los libros fueran casas, me gustaría irme a vivir a Dormir al sol. Tal vez sea el libro que me representa de un modo más auténtico, porque está desprovisto de tragedia o, más precisamente, de dolor. Yo tengo una inteligencia pesimista, pero soy una persona de temperamento optimista. Tanto La invención de Morel como El sueño de los héroes son historias donde la muerte está muy presente; en Dormir al sol, en cambio, puede sentirse el gusto por la vida. Para mí, por lo menos, fue una felicidad escribirla.
Como Bioy, todos podemos elegir la casa en la que nos gustaría vivir. Pero creo que los lectores somos más bien como Vicente Luis Mora: viajeros que saltamos de una habitación a otra y que de algún modo vivimos en todas las habitaciones que amamos, las que llevamos dentro de nosotros y a las que siempre estamos volviendo. Eso nos hace ciudadanos del mundo. Y nos enseña que mirar los libros y solo ver el tamaño y el color de sus lomos es quedarse fuera, como mirar las ventanas de un edificio y prestar atención solo a las cortinas. Al otro lado está el calor del hogar. La vida.
COMPRAR LIBROS PARA (TODAVÍA) NO LEERLOS
Dos situaciones, muy relacionadas entre sí, hacen sentir mal a algunas personas. Una: comprar libros y luego no leerlos. La otra: comprar libros cuando se tienen en casa libros sin leer. Esta última suele ser, claro, consecuencia de la primera.
Hay casos patológicos en los que esto se convierte en un problema: el de la bibliomanía, considerada un trastorno obsesivo-compulsivo, o el de alguien que gasta todo su dinero en libros, e incluso se endeuda, y luego no tiene para comer o para pagar el alquiler. Pero son situaciones puntuales. La gran mayoría de las personas a las que me refiero no padecen de estos males. Simplemente les gustan los libros: leerlos y comprarlos.
Siempre animo a esas personas a que no se sientan mal. Hay varios motivos por los cuales los lectores solemos tener en nuestras bibliotecas unos cuantos libros que no hemos leído. A veces, porque los hemos recibido como regalo. En otros casos, porque fueron comprados para aprovechar una oportunidad. Porque estaban muy baratos, a precios que no se iban a repetir. O porque eran libros difíciles de encontrar y de pronto el azar los cruzó en nuestro camino. Ofertas que no podíamos rechazar.
Pero a veces, también, porque no siempre el momento de leer un libro es justo después de que llegue a nuestras manos. Hay libros de los que disfrutamos tenerlos ahí, al alcance de la mano, preparados para cuando por fin llegue el momento de su lectura. Ese momento puede demorarse semanas, meses, años. Durante ese lapso, a veces les miramos el lomo al pasar junto a ellos, cada tanto nos detenemos y los acariciamos, incluso los sacamos de los estantes, los hojeamos, leemos pasajes al azar, los olemos, como si nos preparáramos para ellos, y luego los volvemos a dejar ahí para que sigan a la espera. Hasta que, cuando el momento de leerlo por fin llega, nos damos cuenta. No sabemos explicar cómo, pero lo sabemos.
Hay una palabra japonesa que define la acción de comprar libros para luego no leerlos: tsundoku. Muchos de quienes hablan de ella en Internet la califican –un poco en broma pero también un poco serio– de «enfermedad». ¿Por qué despierta tantas sensaciones negativas?
Intuyo que la respuesta está muy cerca de lo siguiente: comprar más libros de los que se puede leer en un determinado lapso de tiempo se parece mucho al más puro consumismo. Es decir, el consumo excesivo e innecesario de bienes y servicios hacia el cual el capitalismo nos impulsa todo el tiempo. Desde todas partes, el mercado nos estimula a comprar cosas nuevas para sustituir a las viejas que poseemos, o para satisfacer necesidades que antes no teníamos y que ahora el mismo mercado se ha tomado el trabajo de crear.
Sin embargo, creo que hay una diferencia crucial entre los libros y la mayoría de los demás productos. Una diferencia de la que fui consciente después de ver el documental Comprar, tirar, comprar, de 2010, dirigido por la alemana Cosima Dannoritzer. El tema es la obsolescencia programada, es decir, la reducción deliberada de la vida útil de los productos para incrementar el consumo. Casi todo lo que compramos se fabrica de modo tal que, después de un determinado plazo, deje de servir. Y para lo que no deja de servir se inventó la solución perfecta: la moda. Así, aunque la ropa todavía sirva, ya no se puede usar: hay que comprar ropa nueva, acorde a esta temporada. Ropa que tampoco se podrá usar el año que viene, por supuesto, pues habrá que comprar la de la temporada nueva.
He ahí la diferencia de los libros, uno de los pocos productos que escapan a esa norma.
Hay libros, es cierto, que sí tienen fecha de caducidad. Muchos de ellos son de no ficción, vinculados con personajes, acontecimientos o productos que acaparan la conversación en un determinado momento y pasan al olvido poco después. Entre los de ficción, creo que no es erróneo hablar de obsolescencia programada en el caso de los best sellers: libros fabricados para ser vendidos en gran cantidad en poco tiempo, y que luego se devalúan de manera brutal. Los ejemplares de El código Da Vinci que se ofrecen hoy por unos pocos billetes en casi cualquier librería de viejo de Buenos Aires, de México o de Madrid así lo corroboran.
Pero no son esos los libros que un lector compra para que lo esperen con paciencia en sus estantes hasta que llegue el momento de leerlos. Cuenta el editor Mario Muchnik que, en una conferencia dictada en España, el escritor albanés Ismaíl Kadaré pronunció la siguiente frase: «Estamos habituados a vivir con la velocidad de la ciudad, pero la literatura vive con la velocidad de los astros». Es decir: para entender mejor la literatura, tenemos que despojarnos del frenesí de la urbe y acoplarnos al ritmo de los fenómenos celestes, distanciados por décadas o siglos o milenios unos de otros. Y si la Tierra tiene que esperar 76 años para que el cometa Halley vuelva a visitarla, ¿por qué nosotros no podríamos esperar un poco para leer un buen libro?
Comprar, tirar, comprar (cuyo título original es Prêt-à-jeter, ‘Listo para tirar’ en francés) se difundió en los países angloparlantes como The Light Bulb Conspiracy, «La conspiración de la lamparita». El título alude a una de las historias que funcionan como hilo conductor del documental: la de la «lamparita centenaria», que fue encendida en el cuartel de bomberos de Livermore, California, en 1901, y brilla de manera ininterrumpida desde entonces. El responsable de que a las lámparas se les impusiera una vida útil mucho más breve fue el llamado Cártel Phoebus, integrado por empresas como Osram, Philips y General Electric, y que funcionó entre 1924 y 1939. Ese cártel es considerado uno de los padres de la obsolescencia programada.
Durante varios años, en la década de 1980, mi padre trabajó precisamente como operario en la planta de Osram en Buenos Aires, en el sector donde se fabricaban los tubos fluorescentes. Me cuenta que cuando un tubo salía con alguna falla, por mínima que fuera, lo desechaban. Una vez él preguntó por qué no lo vendían más barato o se lo daban a alguien a quien le pudiera servir igual. La respuesta fue que, si hacían eso, corrían el riesgo de que las personas que se hicieran de esos tubos los vendieran como si fueran buenos. La presencia de fallas, en ese caso, causaría un desprestigio a la empresa.
El argumento es parecido al de por qué muchos restoranes tiran la comida que les sobra, en lugar de dársela a personas en situación de calle (el riesgo de que a alguien esa comida le haga mal y lo demande), y al de por qué algunas editoriales, cuando tienen que deshacerse de libros porque ya no les resulta rentable ...

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