La mamacoca
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Libertad Demitrópulos

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Libertad Demitrópulos

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À propos de ce livre

[…] La novela prende sus focos sobre la construcción de un poder mafioso que crece al amparo de la edificación de bunkers ocultos en la selva, flotas de aviones para transportar cocaína, una red de complicidad y de sobornos. Refugiada en un tipo de escritura ajena al realismo costumbrista y al registro testimonial, La mamacoca, sin embargo se convierte en documento de una búsqueda ficcional que explora dimensiones de la realidad más oculta y marginal tanto porque sus formas de operación viven de la clandestinidad y el delito como porque sus personajes y maquinarias ilegales ocurren en sitios más alejados de los centros neurálgicos y más visibles de la política nacional. […] Nora Domínguez

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III

Sepia y jolgorio parecen rodear a joven enlutada marchando detrás de un coche fúnebre que desciende abigarrada calleja. Se fuma, se bebe, es un auténtico entierro. Y no falta una re-jodido que se trajo su equipo de música con Tina Turner carcajeando rítmicamente. Si fuera necesario la luz caerá fragorosa y resaltará los florecidos dieciséis años de la muchacha como antítesis de la muerte. Y el ojo, al descubrir su mano con alianza y el pañuelo con el que de vez en cuando enjuga alguna lágrima, será capaz de deducir que, obviamente, se trata de la viuda. La ceremonia finalizará en el cementerio: rostros mal dormidos, palidez, ojeras, discursos de circunstancia. En el momento del descenso del ataúd ningún gesto ni desgarradura. La viuda, entonces, no puede desarticular un aura incontrolable que le sale de sus ojos color azafrán y que se le acentúa cuando arroja con su voluptuosa mano el primer puñado de tierra. Retener ese instante. Congelarlo.
Pero será inútil. La niña Justina fue recomponiéndose toda ella de jardín y bien pronto recuperó esa fuerza creadora de la semilla, imagen operante de la mujer con pasiones. Así, pues, Justina, la de las piernas dulces y boca angurrienta, vestida de luto viene viniendo a las tres de la tarde por la vereda del hotel con su sombrilla tornasolada para romper el negro, entre opalescencias y evanescencias. Y junto a la ventana estaba él: este era un hombre maduro, piloso, pálido, acaso un engastador de palomas pardas. “Papacito, me vienes bien”.
El caballero así como la vio supo que en aquel pueblo había encontrado la horma de su zapato y acaso una melodía bárbara para su repertorio clásico. Con dos horas de llegada apenas si era un ave de paso. Ella deberá atravesar el tajamar de la ventana junto a la cual el caballero está tomando su cerveza casi dura por el hielo y secándose la traspiración. Deberá pasar y pasa. Por entre los pliegues del pañuelo él la ve, víbora negra de ojos dorados. Ella emitirá sus ondas y percibirá las de él para que el cuadro se complete y las vibraciones pongan el color y el fuego necesarios a la seducción. Tarcos derramando flores y el cercano río también entrarán en el marco de la composición: tono azul y rumor.
Sin embargo las casas parecen custodiar otra costumbre en sus ventanas cerradas y ojos espiando por las celosías. Hacia atrás la iglesia bosteza avemarías y pésames obturando las conciencias con la certidumbre de que aquello era el infierno y nadie quedaba fuera de él. Solo la niña Justina viene desafiante. Atraviesa el cuadro de la ventana y el forastero alcanza a verle las sandalias negras y la sombrilla que ella menea como los pilpintos revoloteando al calor de la siesta. La calle solitaria se inunda de ráfagas. No bien pasa la niña, el hombre viéndole el andar trasero se hace un tatuaje de la situación y dejando calentar la cerveza se larga en su seguimiento.
Seguir esos pasos de corza. Ver las huellas en el suelo de lajas (o de ladrillo gastado) y la sabiduría que tienen regulando la distancia con el tiempo y la intensidad para, finalmente, dejarse alcanzar por los otros apurados, cargados de la torpeza del deseo. En paralelismo, aquellos pasos deben ser contrapunteados con los que trotan a su espalda. De pronto:
–¿Sola?
Un fastidio de rutinas cae descolgado de sus profundas pestañas y ella hubiera querido obviar todos los recuerdos ya que solo le interesa el presente, este presente que rueda hacia alguna clase de futuro. El hombre ya la ha alcanzado y la niña Justina completa la visión. Maduro, piloso, pálido, pero fuerte. “Papacito, me vienes requetebién”.
El forastero, a su vez, midió su entero físico con el de Justina y tambaleó. ¡Tanta juventud!
–Te acompaño...
Pedregosidad luminosa transitada únicamente por lagartijas y buscadores de placer. Los caminantes marchan adivinándose la marea de sus cuerpos. Espirales caoba ganarán su espacio en la luz para resaltar bucles que caen sobre la frente, hoyuelos que aguijonean sonrisas, promesas, promesas. Sin querer queriendo la niña Justina conduce a su casa de puertas de tela metálica a su novedoso galán. Entran. Lo sienta en un patio sombreado de begonias y enredaderas, en un sillón de mimbre que no llegó a usar, a causa de su rápida muerte, el pobre marido. Se verá en los interiores espumarse una humedad flotante y en la hondura de los cuartos moverse ojos que miden, critican y reniegan cuajados de escándalo. La niña manda: Damiana, trae vino helado y mangos o papayas para la visita. Al rato se levanta y regresa de la misma oscuridad movediza con una bandeja que le alcanzaron. Sirve el vino, pela el mango, permiso, dice, y se va a la cocina.
Despacha a la sofocada cocinera a salir hasta la noche, no fuera a regresar antes porque la echaría y te podés ir buscando otro trabajo, aquí no quiero espionas, seguro que andás por ahí diciendo lo que ves en mi casa, pero yo soy viuda y con alguien me he de entretener, así que andate ahora y no aparezcas hasta la noche.
En silencio la visita está bebiendo el vino y antes de que empiece a paladear las frutas la niña Justina se sienta a su lado para que la acaricie y la ame sin pérdida de tiempo.
Sus borrascas trae el hombre bajado de la ciudad. Hundido en profundidades, pero sabe besar. La niña Justina, piel de guayaba y aro solitario, cuando besa también sabe desperdigar música del cuerpo. En ese momento revive sus fotonovelas y las poses que ensaya frente al espejo cuando se imagina en brazos de un amante. Ahora está pagando su viudez. ¿Hay mayor castigo para una jovencita que un pueblo con iglesia y ojos que vigilan sus ardores? Quiere irse de aquí, salir del purgatorio. Llevame, le dice al visitante.
Pero él, como ella, solo tiene presente, este presente que no rueda hacia nada porque para él no hay ninguna forma de futuro. Es feliz cuando se hunde en la molicie del cuerpo de Justina quebrando la insidia que lo perseguía. Afuera hay calor y el verde de las moscas dibuja espirales colgadas en el aire. Se deben oír campanas que caen sobre los techos. Las campanas recuerdan a los habitantes que un día más les ha sido concedido; están diciendo deo gratias por la vida, el pan y por permitirnos pasar la noche sin que Satán venga a sacarnos de las casas con ametralladoras y coches celulares. Deo gratias. ¡Somos tan pecadores!
Acondicionar la luz sobre el forastero que no ha querido moverse del cuarto atestado de sonidos como un animal rugoso. Cree haber llegado a un puerto acogedor o entrado en una tregua. Justina, la mejilla caída sobre el hombro, se inquieta porque lo ve dormir un sueño clandestino. Cuando se despierta el hombre se larga a hablar, lo han mandado a la frontera a recoger algo, dice, pero tiene que esperar unos días, anda en aprietos, dice.
Los efectos de sombra, los negros sin luz. Las sombras del cuarto son sombras, no llenarlas con luz reflejada. No iluminar las sombras de las figuras, a la manera de Humphrey Bogart en Senda peligrosa; para que nadie pueda ver lo que ellos hacen.
Golpes del llamador. Al hombre lo sacude un temblor. Vistiéndose, debe ser Damiana, dice la niña Justina que ha encendido el velador y corre a abrir. Entra la mujer sigilosa. Entonces Justina se decide: Damiana, por esta noche te quedás, pero mañana bien temprano, ¿entendés?, te vas de aquí, no te necesitaré más. ¿A dónde he de ir, vieja ya? ¿A dónde que no sea lo de su mamita? Preguntará, y ¿qué le diré?
Alguien debe venir en ayuda de Justina para acallar los pensamientos de Damiana volando en escabrosas sincronías. Justina saldrá de la cocina con una bandeja y entrará en el cuarto ocupado por el forastero. Le dará de comer sabores espesos y se meterá de nuevo en cama con él. De repente el hombre dice llamarse Nacho y ha dejado su auto en el hotel. En ese momento con la técnica del foto-romance la muchacha rompe a llorar. Favor de observar que no se trata de cualquier chica sino de la niña Justina, esa flor rústica que sueña con las flappers de las revistas de cine. Hunde su boca en el vello de Nacho a quien las luces que habrá que reclinar sobre su pecho, dejarán al vislumbre una zozobra o una llaga viscosa.
Ir hacia adelante y descubrir los ojos de Justina que entran en el cuadro y miran la noche estirada por una ligera lluvia. Después se la verá moverse para ir a sentarse frente al tocador y mirar el espejo, sin verse.
–Nacho, dejemos las pálidas. Ahora amémonos.
De Justina mostrar los pechos de pezones morados y la avidez de su boca angurrienta. Morderá uvas levantadas de la bandeja y tajadas de sandía. Amor hasta el amanecer.
Por las tardes y vestida de luto saldrá la niña en busca de dinero a la casa paterna, para comprar comida. Allí encontrará el enojo de la madre, las recriminaciones: ¿Quién es ese hombre? Échalo. Vos, la niña de los ojos de tu padre, caer en esto, olvidar el luto que le debés a Ignacio.
Damiana, en tanto, pasará y repasará por las cercanías, asintiendo con la cabeza. El cuadro será visto desde el exterior con la vegetalidad de una profusión de macetas y árbol en primer plano. El árbol, cubierto de rocío, será movido por el viento de la ventana. Es obvio que ha pasado el verano. Contrapunto entre las recriminaciones de la madre y el detalle imperturbable de la placidez del rostro de la niña. Finalmente ha de salir de la casa. Regreso por las calles pedregosas. Costeará la iglesia y en una angulación habrá de verse la cúpula encuadrada entre palmeras.
Al dar vuelta la esquina verá venir un auto con un hombre al volante. Salvo para Justina, no costará mucho reconocer al Chevy de Nacho. Hermenegildo Parra pasó frente a ella y se perdió en la esquina próxima. Seguirá caminando entre casas abigarradas, del color rojo o violeta de la pintura cuzqueña. Su calle, vacía. Entonces la asaltarán pensamientos negros: el día que Nacho salga a la superficie y cruce la puerta, a ella solo le quedarán los recuerdos de un amor gastado.
Los factores fortuitos. Las interferencias.
¿Dónde fue que se plasmaron? ¿En el cajón de la cómoda o en el tocador con florecitas fue que Justina extravió la llave con la que abría el cofre que fuera de su abuela y que le destinaron a ella cuando nació? Cofre que le entregaron cuando su casamiento, haciéndole sentir el valor afectivo que tenía. De madera de ébano con decoraciones de carey rojo y aplicacio...

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