Mi madre comprĂł una casa en un arrabal de la ciudad. Era una casita de dos plantas rodeada de un jardĂn desaliñado y hĂșmedo. MĂĄs allĂĄ del jardĂn habĂa huertos de coles, y mĂĄs allĂĄ de los huertos estaban las vĂas del ferrocarril. El jardĂn, en aquel mes de octubre, estaba completamente tapizado de hojas podridas.
La casa tenĂa unos pequeños balconcitos de hierro y una escalerilla externa que bajaba hasta el jardĂn. En las cuatro habitaciones de la planta baja y en las seis del piso de arriba mi madre habĂa puesto las pocas pertenencias que habĂa traĂdo de Dronero: camas altas de hierro chirriantes y quejumbrosas con pesadas colchas de seda floreada, algunas sillitas tapizadas con volantes de muselina, el piano, las pieles de tigre y una mano de mĂĄrmol que descansaba sobre un pequeño cojĂn.
Junto a mi madre tambiĂ©n habĂan venido a vivir a la ciudad mi hermana Giulia y su marido, la hija de nuestra prima Teresa, de once años, que debĂa empezar el instituto, un caniche blanco de pocos meses y nuestra criada Carmela, una muchacha sombrĂa, despeinada y coja que se consumĂa de la nostalgia y se pasaba las tardes apoyada en la ventana de la cocina escrutando el horizonte cubierto de nubes y las colinas lejanas, detrĂĄs de las cuales se imaginaba que estaban Dronero, su casa y su viejo padre sentado junto a la puerta con el mentĂłn apoyado en el bastĂłn maldiciendo y soltando disparates.
Para comprar aquella casa en la ciudad mi madre habĂa vendido algunos terrenos que aĂșn tenĂa entre Dronero y San Felice y se habĂa peleado con todos los parientes que estaban en contra de la divisiĂłn y la venta de la propiedad. Mi madre llevaba fantaseando desde hacĂa años con la posibilidad de abandonar Dronero, habĂa empezado a considerarlo de pronto, tras la muerte de mi padre, se lo decĂa a todas las personas con las que se cruzaba y escribĂa una carta tras otra a sus hermanas que vivĂan en la ciudad para que la ayudaran a buscar casa. Las hermanas de mi madre, que vivĂan en la ciudad desde hacĂa mucho y tenĂan una pequeña tienda de porcelana, no estaban demasiado contentas con los planes de mi madre y alimentaban el vago temor de tener que prestarle dinero. A las avaras y tĂmidas hermanas de mi madre las angustiaba enormemente esa posibilidad, pero sentĂan que jamĂĄs tendrĂan la fuerza suficiente para negarle un prĂ©stamo. Mi madre habĂa encontrado aquella casa sin ayuda, en media hora, una tarde que habĂa ido a la ciudad. Un minuto despuĂ©s de acordar la compra corriĂł hacia la tienda como una bestia salvaje y les pidiĂł un prĂ©stamo a sus hermanas porque no le alcanzaba con el dinero que habĂa conseguido con la venta de los terrenos. Cuando mi madre iba a pedir un favor se le ponĂa un aspecto rudo y distraĂdo. AsĂ fue como las hermanas le dieron una suma que no tenĂan ninguna esperanza de recuperar.
Y Ă©se no era el Ășnico miedo de las hermanas de mi madre: tambiĂ©n temĂan que, cuando llegara a la ciudad, a mi madre se le metiera entre ceja y ceja ayudarlas con la tienda, premoniciĂłn que se cumpliĂł tan puntualmente como la primera. El dĂa despuĂ©s de su desembarco en la ciudad con las maletas, las camas y el piano, mi madre abandonĂł a una atĂłnita y descompuesta Carmela en la nueva casa, rodeada de paja y serrĂn, y con el abrigo puesto, el sombrero ladeado sobre su pelo canoso e hirsuto y el cigarrillo en la mano enguantada se puso a pasear de un lado al otro de la tienda, a dar Ăłrdenes al chico de los recados y a atender a los clientes. Las hermanas, desoladas, se refugiaron en el almacĂ©n, suspirando cada vez que escuchaban el golpear imperioso de sus altĂsimos tacones. Estaban tan acostumbradas la una a la otra que ni siquiera tenĂan necesidad de hablar, con un suspiro bastaba. VivĂan las dos juntas desde hacĂa mĂĄs de veinte años en la penumbra de aquel viejo negocio al que acudĂan unas cuantas clientas fieles, señoras con las que a veces se entretenĂan un rato en una conversaciĂłn casi amistosa, un susurro casi mudo entre una bandeja y un servicio de tĂ©. Las dos eran muy educadas y tĂmidas, por lo que no se atrevĂan a confesarle a mi madre que su presencia no sĂłlo las turbaba e indisponĂa, sino que hasta se avergonzaban un poco de ella, de sus modales bruscos y de su abrigo apolillado y vulgar.
Cuando regresaba a casa mi madre resoplaba de agotamiento y se quejaba del desorden en que se habĂa encontrado la tienda, se quitaba los zapatos y alzaba los pies para masajearse los tobillos y las pantorrillas porque no habĂa podido sentarse ni un segundo en todo el dĂa, y se quejaba de que sus hermanas no habĂan aprendido en veinte años a llevar un negocio y ahora le tocaba a ella ayudarlas sin cobrar una lira, y se quejaba de que siempre habĂa sido demasiado generosa y demasiado estĂșpida, siempre se habĂa preocupado por los demĂĄs en lugar de pensar en ella misma.
Yo vivĂa en la ciudad desde hacĂa tres años. Estaba en el tercer curso de la carrera de Letras, compartĂa una habitaciĂłn con una amiga y daba clases particulares. En las horas libres tambiĂ©n trabajaba de secretaria en la redacciĂłn de una revista mensual. Entre unas cosas y otras salĂa adelante y conseguĂa mantenerme sola. SabĂa que mi madre, al venir a la ciudad, le habĂa dicho a todo el mundo que lo hacĂa mĂĄs que nada para estar cerca de mĂ, para estar un poco pendiente y asegurarse de que iba bien abrigada y me alimentaba bien. AdemĂĄs, a una chica sola en una ciudad le podĂan pasar todo tipo de cosas. En cuanto comprĂł la casa lo primero que hizo mi madre fue enseñarme la habitaciĂłn que pensaba reservar para mĂ, pero yo le contestĂ© con rapidez y mucha claridad que tenĂa intenciĂłn de seguir viviendo con mi amiga y que no pensaba volver con la familia. En cualquier caso, la casa estaba muy a las afueras, a una hora del centro. Mi madre no insistiĂł: yo era una de las pocas personas que conseguĂan intimidarla y jamĂĄs se atrevĂa a llevarme la contraria. A pesar de todo, se empeñó en que en la casa hubiese una habitaciĂłn para mĂ, asĂ podrĂa quedarme a dormir cuando me conviniera. De hecho, alguna vez me quedĂ© allĂ, la noche de los sĂĄbados. Por las mañanas mi madre me venĂa a despertar y me traĂa una bandeja con una taza de cafĂ© y un huevo frito. Convencida de que no me alimentaba lo suficiente, me observaba satisfecha mientras me comĂa el huevo. Sentada en mi cama, con una nueva y esplendorosa bata de seda, el pelo recogido en una redecilla y la cara untada de una crema tan densa que parecĂa mantequilla, mi madre me hablaba de sus planes. TenĂa muchĂsimos planes, tenĂa planes «hasta para los pobres de la parroquia» (Ă©sa era una expresiĂłn que utilizaba mucho). Antes de nada tenĂa intenciĂłn de convencer a sus hermanas para que le dieran una participaciĂłn del negocio, y es que no era justo que se matase a trabajar sin ver una lira. Me enseñaba cĂłmo estar siempre de pie en la tienda le habĂa acabado hinchando los tobillos. Y tambiĂ©n querĂa poner una pequeña galerĂa de arte. La diferencia entre su galerĂa de arte y el resto de las ya existentes en la ciudad consistirĂa en que, todos los dĂas a las cinco, la suya ofrecerĂa un tĂ© a los visitantes. No estaba del todo segura de si ofrecer tambiĂ©n unas pastas: con pasas y harina de maĂz se podĂan preparar algunas sencillas pero deliciosas sin gastar mucho dinero. Harina de maĂz tenĂa a patadas en Dronero, en la bodega de la prima TeresaâtenĂa hasta para los pobres de la parroquiaâ, y a sus hermanas les podĂa pedir alguna bandeja bonita. En la tienda habĂa unas bandejas tipo francĂ©s cubiertas de polvo que no compraba nadie, y mi madre estaba convencida de que sus hermanas no vendĂan mucho porque no sabĂan sacar partido a las cosas que tenĂan, y que si ella conseguĂa poner en marcha aquel proyecto de la galerĂa de arte podrĂa revalorizar tambiĂ©n algunas cosas que llevaban olvidadas en el fondo del almacĂ©n desde tiempos inmemoriales; pondrĂa un jarrĂłn de cristal con crisantemos aquĂ y un oso de porcelana que sostenĂa una lĂĄmpara allĂĄ, y con los visitantes llevarĂa el tema de conversaciĂłn a la tienda de sus hermanas y asĂ les conseguirĂa clientes y ellas no le podrĂan negar la participaciĂłn. En cuanto la consiguiera empezarĂa con las clases de conducir y se comprarĂa un pequeño utilitario porque ya estaba harta de esperar el tranvĂa.
Aseguraba ademĂĄs que la galerĂa de arte serĂa tambiĂ©n una distracciĂłn para mi hermana y para mĂ, pues nos brindarĂa la oportunidad de conocer a gente y hacer amigos. Seguramente yo no conocĂa a mucha gente en la ciudad, me decĂa escrutĂĄndome. No le parecĂa que yo saliera mucho ni que quedara con demasiadas personas. Siempre aparentaba estar irritable y cansada, y a ella le habrĂa gustado verme con una expresiĂłn mĂĄs animada, la expresiĂłn de una chica de veintitrĂ©s años, de alguien que tiene toda la vida por delante. Le encantaba que estudiara y que fuera tan juiciosa y seria, pero tambiĂ©n le agradarĂa saber que tenĂa un grupo de amigos, personas alegres con las que pasar el rato. Por ejemplo, no le parecĂa que fuese a bailar ni que practicara ningĂșn tipo de deporte, y asĂ era un poco difĂcil que me casara. Tal vez era que no pensaba en casarme, ni siquiera ella misma sentĂa que yo estuviera hecha para casarme y tener muchos hijos. Luego me escrutaba esperando una respuesta. ÂżNo habĂa nadie entre mis conocidos, nadie que me interesara un poco? Yo negaba con la cabeza y me volvĂa hacia la pared frunciendo el ceño y mordiĂ©ndome el labio, pues aquellos interrogatorios de mi madre me disgustaban profundamente. Entonces ella cambiaba de tema, se ponĂa a examinar mi combinaciĂłn, que estaba sobre la silla, y tomaba mis zapatos de la alfombra para mirar las suelas y los tacones. ÂżNo tenĂa mĂĄs zapatos que aquĂ©llos? Ella habĂa descubierto un zapatero que hacĂa unos zapatos a medida que eran una preciosidad y no muy caros.
Me lavaba y vestĂa bajo la atenta mirada de mi madre. Tampoco parecĂa gustarle mi falda gris, que llevaba desde hacĂa tres años, y mucho menos mi jersey grueso azul oscuro con los codos desgastados y dados de sĂ. ÂżDe dĂłnde habĂa sacado aquel maillot de ciclista? ÂżCĂłmo era posible que no tuviera nada mejor que ponerme? ÂżY adĂłnde habĂan ido a parar los dos vestidos nuevos que me habĂa mandado hacer?
Mi madre se marchaba de mal humor y subĂa a vestirse tambiĂ©n ella, pero al poco rato volvĂa para decirme que Giulia y su marido habĂan usado toda el agua caliente del baño y que ahora se iba a tener que bañar con agua frĂa. No importaba, se darĂa un baño mĂĄs tarde, en casa de sus hermanas, aunque era un fastidio no poder bañarse en su propia casa. No importaba, al menos por una vez Chaim se habĂa decidido a darse un baño, aunque hasta despuĂ©s de bañarse conservaba aquel aspecto tan desagradable, ese aire suyo frustrado y aturdido. No comprendĂa por quĂ© no querĂa tener un aspecto mĂĄs civilizado. No habĂa duda de que si no tenĂa Ă©xito en su profesiĂłn era por culpa de su aspecto. Se obstinaba en llevar aquel chaquetĂłn con el cuello de piel que tal vez podĂa pasar por alto en Dronero, pero que en la ciudad resultaba ridĂculo. ÂżY acaso le habĂa visto las manos? Eran unas manos feas, con las uñas rotas y mordisqueadas y los dedos llenos de padrastros. A los pacientes no les debĂa de hacer ninguna gracia ver de cerca esas manos.
Yo le recordaba a mi madre que en Dronero Chaim tenĂa muchos pacientes y que en la ciudad aĂșn no lo conocĂa nadie. Aunque tambiĂ©n trabajaba aquĂ, tenĂa algunos amigos en el hospital que le pasaban clientes. Por las mañanas iba al hospital donde era asistente y por la tarde visitaba a los enfermos recorriendo la ciudad con su ciclomotor. Le habrĂa ido bien abrir una consulta en el centro. Mi madre le habĂa prometido el dinero para poner la consulta en cuanto ganara una demanda que tenĂa interpuesta contra el Ayuntamiento de Dronero por un apartamento, se lo habĂa prometido porque no le costaba demasiado esfuerzo renunciar a aquel dinero lejano e improbable, la demanda la habĂa puesto hacĂa ya años y el marido de la prima Teresa, que era notario, nos habĂa dicho que no habĂa ninguna esperanza de que la ganara. Mientras tanto, el doctor recorrĂa la ciudad con su ciclomotor, una gorra y aquel viejo chaquetĂłn que odiaba mi madre. La realidad era que no tenĂa dinero para hacerse uno nuevo, ganaba poco y todo lo que ganaba tenĂa que dĂĄrselo a mi madre para los gastos de la casa. Se quedaba tan sĂłlo con una pequeña suma para cigarrillos y cada vez que encendĂa uno mi madre le ponĂa mala cara.
Yendo y viniendo entre el baño y su habitaciĂłn mi madre daba instrucciones a Carmela y hacĂa los mismos gestos todas las mañanas, unos gestos que yo me sabĂa de memoria: agitaba con fuerza la borla de su polvera violeta expandiendo a su alrededor una nube perfumada, se humedecĂa el dedo Ăndice y se lo pasaba por los pĂĄrpados y el entrecejo, acercaba la cara el espejo y se arrancaba algĂșn pelo de la barbilla arrugando la nariz y pellizcĂĄndose las mejillas con los ojos cerrados y semblante airado, se pintaba los labios de un rojo pringoso y se limpiaba los dientes con la punta de la uña, sacudĂa con fuerza su gorro de punto negro y se lo clavaba en la cabeza con una mueca. En el gorro hundĂa un agujĂłn y de pie frente al espejo, fumando y sin dejar de tararear una canciĂłn, se ponĂa el abrigo y daba media vuelta para mirarse las medias y los tacones. Luego salĂa hacia casa de sus hermanas para ver quĂ© tenĂan para comer y si habĂan hecho el recuento de la caja.
En el jardĂn mi hermana Giulia se sentaba en una poltrona con el caniche en brazos y las piernas envueltas en una manta escocesa. Estaba enferma y le habĂan recetado reposo. Sin embargo, mi madre pensaba que era imposible que aquella vida inmĂłvil le devolviera la salud. Tanto aquĂ como en Dronero, igual antes de ponerse enferma que durante la enfermedad, mi hermana no hacĂa nada en todo el dĂa. De cuando en cuando se levantaba de la poltrona, ponĂa la correa al perro y en compañĂa de Costanza, nuestra prima pequeña, daba una vuelta a la casa. La vida de una vieja de noventa años, decĂa mi madre. ÂżCĂłmo hacĂa para tener hambre? Mi madre aĂșn no habĂa conseguido sacarle a Giulia si estaba contenta de vivir en la ciudad. Me pedĂa que se lo preguntara; ella no lo hacĂa, porque las respuestas de Giulia eran siempre las mismas: pestañeaba, negaba con la cabeza, sonreĂa. Y mi madre estaba harta de aquellas respuestas. Tampoco yo le daba una gran satisfacciĂłn con las mĂas, decĂa, nunca sabĂa nada de mĂ, pero al menos yo tenĂa una mirada inteligente, una mirada en la que algo se podĂa leer, mientras que Giulia, pobrecita, era tonta, en su mirada no se podĂa leer nada. Cuando ponĂa aquella sonrisita suya mi madre tenĂa ganas de pegarle. ÂżQuĂ© iba a disfrutar Giulia de la ciudad si jamĂĄs iba mĂĄs allĂĄ del quiosco de la esquina? Lo Ășnico que parecĂa agradarle era la compañĂa de aquel perrito tan feo que le habĂa comprado a un campesino o la de nuestra prima pequeña Costanza. No iba al cine y no habĂa querido inscribirse al cĂrculo de cultura. Mi madre frecuentaba el cĂrculo de cultura, donde daban conferencias y se podĂan hojear revistas.
La boda de mi hermana supuso para mi madre una profunda decepciĂłn. Se le habĂa metido entre ceja y ceja casarla bien. La llevĂł a Chianciano y a Salsomaggiore para curarse lo del hĂgado y que, mientras tanto, ella pudiese conocer a algĂșn muchacho. Se tragĂł vasos y mĂĄs vasos de aquella agua amarga y tibia mientras Giulia miraba los campos de tenis con la falda blanca aleteĂĄndole entre las piernas delgadas. La gracia de aquellas piernas delgadas y torneadas con la falda plisada, la lĂnea dulce y delicada de aquellos hombros bajo la blusa tan leve, el perfil de Giulia con el moño un poco despeinado sobre el cuello y aquellos brazos blancos alzĂĄndose para recolocarse las horquillas consiguieron que mi madre olvidara un poco el aburrimiento profundo que le producĂan el sabor amargo del agua y los partidos de tenis. Saboreando aquel agua mi madre le iba concediendo la mano de Giulia tan pronto a uno como a otro de aquellos muchachos que saltaban en las pistas de tenis e iban arriba y abajo por el paseo, componĂa mentalmente las frases que emplearĂa para anunciar en Dronero el compromiso de Giulia con aquel riquĂsimo industrial toscano de origen noble, el mismo que en aquel momento, ignorando sus planes, se habĂa sentado en la mesa que estaba a poca distancia de la suya y miraba hacia lo lejos con indiferencia.
Giulia se cansaba enseguida y al rato se sentaba junto a mi madre con la raqueta inmĂłvil sobre la falda y la chaqueta colgada de sus perezosos hombros. Mi madre se volvĂa entonces hacia la mesa en la que estaba sentado el industrial toscano para ver si percibĂa una chispa de interĂ©s en su mirada indiferente, pero el empresario no reaccionaba ni parecĂa fijarse en Giulia, agitaba de pronto desganadamente la mano hacia una muchacha lejana y luego emitĂa con la garganta un sonido parecido al de un pĂĄjaro. En ese mismo instante mi madre decidĂa que era «un guiñapo», se encogĂa desdeñosamente de hombros y lo descartaba de su destino.
Mi madre pensaba con perplejidad que no habĂa demasiados muchachos alrededor de Giulia. De vez en cuando la cortejaba algĂșn muchacho, la sacaba a bailar una noche o dos, se sentaba a su lado o trataba de hablar con ella. Pero no era fĂĄcil charlar con Giulia. Encogerse de hombros, levantar las cejas, una sonrisita, Ă©sas eran sus respuestas. ÂżAl margen de eso sobre quĂ© podĂa charlar aquella pobre hija? No tenĂa cultura: no leĂa novelas y en los conciertos se quedaba dormida. Mi madre trataba de compensar el silencio de Giulia hablando ella misma, pues se creĂa al tanto de todo el arte y la literatura modernas, estaba abonada a una biblioteca ambulante y en Dronero recibĂa libros por correo. No habĂa un solo acontecimiento cultural y polĂtico que escapase a la atenciĂłn de mi madre, tenĂa una opiniĂłn sobre todas las cosas. Aquellos muchachos aguantaban una o dos ...