Sagitario
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Sagitario

Natalia Ginzburg, Andrés Barba

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Para ahuyentar el tedio que padece desde la muerte de su marido, una mujer de mediana edad decide dejar la casa de campo donde ha vivido durante años y trasladarse a la ciudad. Chabacana, mandona y sumamente quisquillosa, sobre todo en lo que respecta a sus hijas, traba amistad con la enigmĂĄtica Scilla, y pronto las dos mujeres planean abrir juntas una galerĂ­a de arte. Sin embargo, la aparente seguridad de la protagonista, que se dirĂ­a bordea la soberbia, no la libra de ciertas decepciones
 Una de las obras mĂĄs celebradas de Ginzburg, llena del humor, la perspicacia y el irrenunciable realismo moral que tanto han aplaudido generaciones de lectores.«En la peculiaridad de esa mirada que recoge y cose los jirones estĂĄ precisamente el secreto de la vitalidad creativa de Natalia Ginzburg, y tambiĂ©n en su capacidad para elevar el tono menor a categorĂ­a universal».Carmen MartĂ­n Gaite«Natalia Ginzburg fue fantĂĄstica en todo. Todo lo conocĂ­a y lo comprendĂ­a bien, todo sabĂ­a plasmarlo con plasticidad y buen ojo psicolĂłgico. TenĂ­a fuerza, naturalidad, sutileza, inteligencia, convicciĂłn, ternura, indignaciĂłn y gracia (o todo a la vez) para contarlo todo. Soy adicto a esta autora, la verdad».Manuel Hidalgo, «El Cultural»«Es difĂ­cil hacerse con el secreto de la prodigiosa prosa de esta mujer. Sus textos funcionan a base de acumulaciĂłn, como una letanĂ­a. Y de pronto, se produce el milagro, en la sencillez se abre el abismo, el lector cae dentro de la herida abierta, sorprendido, conmovido».Elena Hevia, «El PeriĂłdico»«La prosa de Natalia Ginzburg, siempre poderosa y deslumbrante, permite retratar la realidad que percibĂ­a con gran sensibilidad y honestidad, y le han permitido trascender con sentido de permanencia mas allĂĄ de su Ă©poca. Es el caso de Sagitario, la autora nos ofrece un ejemplo del encanto de su narrativa breve narrada con un lenguaje directo y hermoso».Francisco Millet, «La OpiniĂłn de MĂĄlaga»

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Informations

Éditeur
Acantilado
Année
2021
ISBN
9788418370755
Mi madre comprĂł una casa en un arrabal de la ciudad. Era una casita de dos plantas rodeada de un jardĂ­n desaliñado y hĂșmedo. MĂĄs allĂĄ del jardĂ­n habĂ­a huertos de coles, y mĂĄs allĂĄ de los huertos estaban las vĂ­as del ferrocarril. El jardĂ­n, en aquel mes de octubre, estaba completamente tapizado de hojas podridas.
La casa tenía unos pequeños balconcitos de hierro y una escalerilla externa que bajaba hasta el jardín. En las cuatro habitaciones de la planta baja y en las seis del piso de arriba mi madre había puesto las pocas pertenencias que había traído de Dronero: camas altas de hierro chirriantes y quejumbrosas con pesadas colchas de seda floreada, algunas sillitas tapizadas con volantes de muselina, el piano, las pieles de tigre y una mano de mårmol que descansaba sobre un pequeño cojín.
Junto a mi madre también habían venido a vivir a la ciudad mi hermana Giulia y su marido, la hija de nuestra prima Teresa, de once años, que debía empezar el instituto, un caniche blanco de pocos meses y nuestra criada Carmela, una muchacha sombría, despeinada y coja que se consumía de la nostalgia y se pasaba las tardes apoyada en la ventana de la cocina escrutando el horizonte cubierto de nubes y las colinas lejanas, detrås de las cuales se imaginaba que estaban Dronero, su casa y su viejo padre sentado junto a la puerta con el mentón apoyado en el bastón maldiciendo y soltando disparates.
Para comprar aquella casa en la ciudad mi madre habĂ­a vendido algunos terrenos que aĂșn tenĂ­a entre Dronero y San Felice y se habĂ­a peleado con todos los parientes que estaban en contra de la divisiĂłn y la venta de la propiedad. Mi madre llevaba fantaseando desde hacĂ­a años con la posibilidad de abandonar Dronero, habĂ­a empezado a considerarlo de pronto, tras la muerte de mi padre, se lo decĂ­a a todas las personas con las que se cruzaba y escribĂ­a una carta tras otra a sus hermanas que vivĂ­an en la ciudad para que la ayudaran a buscar casa. Las hermanas de mi madre, que vivĂ­an en la ciudad desde hacĂ­a mucho y tenĂ­an una pequeña tienda de porcelana, no estaban demasiado contentas con los planes de mi madre y alimentaban el vago temor de tener que prestarle dinero. A las avaras y tĂ­midas hermanas de mi madre las angustiaba enormemente esa posibilidad, pero sentĂ­an que jamĂĄs tendrĂ­an la fuerza suficiente para negarle un prĂ©stamo. Mi madre habĂ­a encontrado aquella casa sin ayuda, en media hora, una tarde que habĂ­a ido a la ciudad. Un minuto despuĂ©s de acordar la compra corriĂł hacia la tienda como una bestia salvaje y les pidiĂł un prĂ©stamo a sus hermanas porque no le alcanzaba con el dinero que habĂ­a conseguido con la venta de los terrenos. Cuando mi madre iba a pedir un favor se le ponĂ­a un aspecto rudo y distraĂ­do. AsĂ­ fue como las hermanas le dieron una suma que no tenĂ­an ninguna esperanza de recuperar.
Y Ă©se no era el Ășnico miedo de las hermanas de mi madre: tambiĂ©n temĂ­an que, cuando llegara a la ciudad, a mi madre se le metiera entre ceja y ceja ayudarlas con la tienda, premoniciĂłn que se cumpliĂł tan puntualmente como la primera. El dĂ­a despuĂ©s de su desembarco en la ciudad con las maletas, las camas y el piano, mi madre abandonĂł a una atĂłnita y descompuesta Carmela en la nueva casa, rodeada de paja y serrĂ­n, y con el abrigo puesto, el sombrero ladeado sobre su pelo canoso e hirsuto y el cigarrillo en la mano enguantada se puso a pasear de un lado al otro de la tienda, a dar Ăłrdenes al chico de los recados y a atender a los clientes. Las hermanas, desoladas, se refugiaron en el almacĂ©n, suspirando cada vez que escuchaban el golpear imperioso de sus altĂ­simos tacones. Estaban tan acostumbradas la una a la otra que ni siquiera tenĂ­an necesidad de hablar, con un suspiro bastaba. VivĂ­an las dos juntas desde hacĂ­a mĂĄs de veinte años en la penumbra de aquel viejo negocio al que acudĂ­an unas cuantas clientas fieles, señoras con las que a veces se entretenĂ­an un rato en una conversaciĂłn casi amistosa, un susurro casi mudo entre una bandeja y un servicio de tĂ©. Las dos eran muy educadas y tĂ­midas, por lo que no se atrevĂ­an a confesarle a mi madre que su presencia no sĂłlo las turbaba e indisponĂ­a, sino que hasta se avergonzaban un poco de ella, de sus modales bruscos y de su abrigo apolillado y vulgar.
Cuando regresaba a casa mi madre resoplaba de agotamiento y se quejaba del desorden en que se habĂ­a encontrado la tienda, se quitaba los zapatos y alzaba los pies para masajearse los tobillos y las pantorrillas porque no habĂ­a podido sentarse ni un segundo en todo el dĂ­a, y se quejaba de que sus hermanas no habĂ­an aprendido en veinte años a llevar un negocio y ahora le tocaba a ella ayudarlas sin cobrar una lira, y se quejaba de que siempre habĂ­a sido demasiado generosa y demasiado estĂșpida, siempre se habĂ­a preocupado por los demĂĄs en lugar de pensar en ella misma.
Yo vivĂ­a en la ciudad desde hacĂ­a tres años. Estaba en el tercer curso de la carrera de Letras, compartĂ­a una habitaciĂłn con una amiga y daba clases particulares. En las horas libres tambiĂ©n trabajaba de secretaria en la redacciĂłn de una revista mensual. Entre unas cosas y otras salĂ­a adelante y conseguĂ­a mantenerme sola. SabĂ­a que mi madre, al venir a la ciudad, le habĂ­a dicho a todo el mundo que lo hacĂ­a mĂĄs que nada para estar cerca de mĂ­, para estar un poco pendiente y asegurarse de que iba bien abrigada y me alimentaba bien. AdemĂĄs, a una chica sola en una ciudad le podĂ­an pasar todo tipo de cosas. En cuanto comprĂł la casa lo primero que hizo mi madre fue enseñarme la habitaciĂłn que pensaba reservar para mĂ­, pero yo le contestĂ© con rapidez y mucha claridad que tenĂ­a intenciĂłn de seguir viviendo con mi amiga y que no pensaba volver con la familia. En cualquier caso, la casa estaba muy a las afueras, a una hora del centro. Mi madre no insistiĂł: yo era una de las pocas personas que conseguĂ­an intimidarla y jamĂĄs se atrevĂ­a a llevarme la contraria. A pesar de todo, se empeñó en que en la casa hubiese una habitaciĂłn para mĂ­, asĂ­ podrĂ­a quedarme a dormir cuando me conviniera. De hecho, alguna vez me quedĂ© allĂ­, la noche de los sĂĄbados. Por las mañanas mi madre me venĂ­a a despertar y me traĂ­a una bandeja con una taza de cafĂ© y un huevo frito. Convencida de que no me alimentaba lo suficiente, me observaba satisfecha mientras me comĂ­a el huevo. Sentada en mi cama, con una nueva y esplendorosa bata de seda, el pelo recogido en una redecilla y la cara untada de una crema tan densa que parecĂ­a mantequilla, mi madre me hablaba de sus planes. TenĂ­a muchĂ­simos planes, tenĂ­a planes «hasta para los pobres de la parroquia» (Ă©sa era una expresiĂłn que utilizaba mucho). Antes de nada tenĂ­a intenciĂłn de convencer a sus hermanas para que le dieran una participaciĂłn del negocio, y es que no era justo que se matase a trabajar sin ver una lira. Me enseñaba cĂłmo estar siempre de pie en la tienda le habĂ­a acabado hinchando los tobillos. Y tambiĂ©n querĂ­a poner una pequeña galerĂ­a de arte. La diferencia entre su galerĂ­a de arte y el resto de las ya existentes en la ciudad consistirĂ­a en que, todos los dĂ­as a las cinco, la suya ofrecerĂ­a un tĂ© a los visitantes. No estaba del todo segura de si ofrecer tambiĂ©n unas pastas: con pasas y harina de maĂ­z se podĂ­an preparar algunas sencillas pero deliciosas sin gastar mucho dinero. Harina de maĂ­z tenĂ­a a patadas en Dronero, en la bodega de la prima Teresa—tenĂ­a hasta para los pobres de la parroquia—, y a sus hermanas les podĂ­a pedir alguna bandeja bonita. En la tienda habĂ­a unas bandejas tipo francĂ©s cubiertas de polvo que no compraba nadie, y mi madre estaba convencida de que sus hermanas no vendĂ­an mucho porque no sabĂ­an sacar partido a las cosas que tenĂ­an, y que si ella conseguĂ­a poner en marcha aquel proyecto de la galerĂ­a de arte podrĂ­a revalorizar tambiĂ©n algunas cosas que llevaban olvidadas en el fondo del almacĂ©n desde tiempos inmemoriales; pondrĂ­a un jarrĂłn de cristal con crisantemos aquĂ­ y un oso de porcelana que sostenĂ­a una lĂĄmpara allĂĄ, y con los visitantes llevarĂ­a el tema de conversaciĂłn a la tienda de sus hermanas y asĂ­ les conseguirĂ­a clientes y ellas no le podrĂ­an negar la participaciĂłn. En cuanto la consiguiera empezarĂ­a con las clases de conducir y se comprarĂ­a un pequeño utilitario porque ya estaba harta de esperar el tranvĂ­a.
Aseguraba ademĂĄs que la galerĂ­a de arte serĂ­a tambiĂ©n una distracciĂłn para mi hermana y para mĂ­, pues nos brindarĂ­a la oportunidad de conocer a gente y hacer amigos. Seguramente yo no conocĂ­a a mucha gente en la ciudad, me decĂ­a escrutĂĄndome. No le parecĂ­a que yo saliera mucho ni que quedara con demasiadas personas. Siempre aparentaba estar irritable y cansada, y a ella le habrĂ­a gustado verme con una expresiĂłn mĂĄs animada, la expresiĂłn de una chica de veintitrĂ©s años, de alguien que tiene toda la vida por delante. Le encantaba que estudiara y que fuera tan juiciosa y seria, pero tambiĂ©n le agradarĂ­a saber que tenĂ­a un grupo de amigos, personas alegres con las que pasar el rato. Por ejemplo, no le parecĂ­a que fuese a bailar ni que practicara ningĂșn tipo de deporte, y asĂ­ era un poco difĂ­cil que me casara. Tal vez era que no pensaba en casarme, ni siquiera ella misma sentĂ­a que yo estuviera hecha para casarme y tener muchos hijos. Luego me escrutaba esperando una respuesta. ÂżNo habĂ­a nadie entre mis conocidos, nadie que me interesara un poco? Yo negaba con la cabeza y me volvĂ­a hacia la pared frunciendo el ceño y mordiĂ©ndome el labio, pues aquellos interrogatorios de mi madre me disgustaban profundamente. Entonces ella cambiaba de tema, se ponĂ­a a examinar mi combinaciĂłn, que estaba sobre la silla, y tomaba mis zapatos de la alfombra para mirar las suelas y los tacones. ÂżNo tenĂ­a mĂĄs zapatos que aquĂ©llos? Ella habĂ­a descubierto un zapatero que hacĂ­a unos zapatos a medida que eran una preciosidad y no muy caros.
Me lavaba y vestía bajo la atenta mirada de mi madre. Tampoco parecía gustarle mi falda gris, que llevaba desde hacía tres años, y mucho menos mi jersey grueso azul oscuro con los codos desgastados y dados de sí. ¿De dónde había sacado aquel maillot de ciclista? ¿Cómo era posible que no tuviera nada mejor que ponerme? ¿Y adónde habían ido a parar los dos vestidos nuevos que me había mandado hacer?
Mi madre se marchaba de mal humor y subía a vestirse también ella, pero al poco rato volvía para decirme que Giulia y su marido habían usado toda el agua caliente del baño y que ahora se iba a tener que bañar con agua fría. No importaba, se daría un baño mås tarde, en casa de sus hermanas, aunque era un fastidio no poder bañarse en su propia casa. No importaba, al menos por una vez Chaim se había decidido a darse un baño, aunque hasta después de bañarse conservaba aquel aspecto tan desagradable, ese aire suyo frustrado y aturdido. No comprendía por qué no quería tener un aspecto mås civilizado. No había duda de que si no tenía éxito en su profesión era por culpa de su aspecto. Se obstinaba en llevar aquel chaquetón con el cuello de piel que tal vez podía pasar por alto en Dronero, pero que en la ciudad resultaba ridículo. ¿Y acaso le había visto las manos? Eran unas manos feas, con las uñas rotas y mordisqueadas y los dedos llenos de padrastros. A los pacientes no les debía de hacer ninguna gracia ver de cerca esas manos.
Yo le recordaba a mi madre que en Dronero Chaim tenĂ­a muchos pacientes y que en la ciudad aĂșn no lo conocĂ­a nadie. Aunque tambiĂ©n trabajaba aquĂ­, tenĂ­a algunos amigos en el hospital que le pasaban clientes. Por las mañanas iba al hospital donde era asistente y por la tarde visitaba a los enfermos recorriendo la ciudad con su ciclomotor. Le habrĂ­a ido bien abrir una consulta en el centro. Mi madre le habĂ­a prometido el dinero para poner la consulta en cuanto ganara una demanda que tenĂ­a interpuesta contra el Ayuntamiento de Dronero por un apartamento, se lo habĂ­a prometido porque no le costaba demasiado esfuerzo renunciar a aquel dinero lejano e improbable, la demanda la habĂ­a puesto hacĂ­a ya años y el marido de la prima Teresa, que era notario, nos habĂ­a dicho que no habĂ­a ninguna esperanza de que la ganara. Mientras tanto, el doctor recorrĂ­a la ciudad con su ciclomotor, una gorra y aquel viejo chaquetĂłn que odiaba mi madre. La realidad era que no tenĂ­a dinero para hacerse uno nuevo, ganaba poco y todo lo que ganaba tenĂ­a que dĂĄrselo a mi madre para los gastos de la casa. Se quedaba tan sĂłlo con una pequeña suma para cigarrillos y cada vez que encendĂ­a uno mi madre le ponĂ­a mala cara.
Yendo y viniendo entre el baño y su habitaciĂłn mi madre daba instrucciones a Carmela y hacĂ­a los mismos gestos todas las mañanas, unos gestos que yo me sabĂ­a de memoria: agitaba con fuerza la borla de su polvera violeta expandiendo a su alrededor una nube perfumada, se humedecĂ­a el dedo Ă­ndice y se lo pasaba por los pĂĄrpados y el entrecejo, acercaba la cara el espejo y se arrancaba algĂșn pelo de la barbilla arrugando la nariz y pellizcĂĄndose las mejillas con los ojos cerrados y semblante airado, se pintaba los labios de un rojo pringoso y se limpiaba los dientes con la punta de la uña, sacudĂ­a con fuerza su gorro de punto negro y se lo clavaba en la cabeza con una mueca. En el gorro hundĂ­a un agujĂłn y de pie frente al espejo, fumando y sin dejar de tararear una canciĂłn, se ponĂ­a el abrigo y daba media vuelta para mirarse las medias y los tacones. Luego salĂ­a hacia casa de sus hermanas para ver quĂ© tenĂ­an para comer y si habĂ­an hecho el recuento de la caja.
En el jardĂ­n mi hermana Giulia se sentaba en una poltrona con el caniche en brazos y las piernas envueltas en una manta escocesa. Estaba enferma y le habĂ­an recetado reposo. Sin embargo, mi madre pensaba que era imposible que aquella vida inmĂłvil le devolviera la salud. Tanto aquĂ­ como en Dronero, igual antes de ponerse enferma que durante la enfermedad, mi hermana no hacĂ­a nada en todo el dĂ­a. De cuando en cuando se levantaba de la poltrona, ponĂ­a la correa al perro y en compañía de Costanza, nuestra prima pequeña, daba una vuelta a la casa. La vida de una vieja de noventa años, decĂ­a mi madre. ÂżCĂłmo hacĂ­a para tener hambre? Mi madre aĂșn no habĂ­a conseguido sacarle a Giulia si estaba contenta de vivir en la ciudad. Me pedĂ­a que se lo preguntara; ella no lo hacĂ­a, porque las respuestas de Giulia eran siempre las mismas: pestañeaba, negaba con la cabeza, sonreĂ­a. Y mi madre estaba harta de aquellas respuestas. Tampoco yo le daba una gran satisfacciĂłn con las mĂ­as, decĂ­a, nunca sabĂ­a nada de mĂ­, pero al menos yo tenĂ­a una mirada inteligente, una mirada en la que algo se podĂ­a leer, mientras que Giulia, pobrecita, era tonta, en su mirada no se podĂ­a leer nada. Cuando ponĂ­a aquella sonrisita suya mi madre tenĂ­a ganas de pegarle. ÂżQuĂ© iba a disfrutar Giulia de la ciudad si jamĂĄs iba mĂĄs allĂĄ del quiosco de la esquina? Lo Ășnico que parecĂ­a agradarle era la compañía de aquel perrito tan feo que le habĂ­a comprado a un campesino o la de nuestra prima pequeña Costanza. No iba al cine y no habĂ­a querido inscribirse al cĂ­rculo de cultura. Mi madre frecuentaba el cĂ­rculo de cultura, donde daban conferencias y se podĂ­an hojear revistas.
La boda de mi hermana supuso para mi madre una profunda decepciĂłn. Se le habĂ­a metido entre ceja y ceja casarla bien. La llevĂł a Chianciano y a Salsomaggiore para curarse lo del hĂ­gado y que, mientras tanto, ella pudiese conocer a algĂșn muchacho. Se tragĂł vasos y mĂĄs vasos de aquella agua amarga y tibia mientras Giulia miraba los campos de tenis con la falda blanca aleteĂĄndole entre las piernas delgadas. La gracia de aquellas piernas delgadas y torneadas con la falda plisada, la lĂ­nea dulce y delicada de aquellos hombros bajo la blusa tan leve, el perfil de Giulia con el moño un poco despeinado sobre el cuello y aquellos brazos blancos alzĂĄndose para recolocarse las horquillas consiguieron que mi madre olvidara un poco el aburrimiento profundo que le producĂ­an el sabor amargo del agua y los partidos de tenis. Saboreando aquel agua mi madre le iba concediendo la mano de Giulia tan pronto a uno como a otro de aquellos muchachos que saltaban en las pistas de tenis e iban arriba y abajo por el paseo, componĂ­a mentalmente las frases que emplearĂ­a para anunciar en Dronero el compromiso de Giulia con aquel riquĂ­simo industrial toscano de origen noble, el mismo que en aquel momento, ignorando sus planes, se habĂ­a sentado en la mesa que estaba a poca distancia de la suya y miraba hacia lo lejos con indiferencia.
Giulia se cansaba enseguida y al rato se sentaba junto a mi madre con la raqueta inmóvil sobre la falda y la chaqueta colgada de sus perezosos hombros. Mi madre se volvía entonces hacia la mesa en la que estaba sentado el industrial toscano para ver si percibía una chispa de interés en su mirada indiferente, pero el empresario no reaccionaba ni parecía fijarse en Giulia, agitaba de pronto desganadamente la mano hacia una muchacha lejana y luego emitía con la garganta un sonido parecido al de un påjaro. En ese mismo instante mi madre decidía que era «un guiñapo», se encogía desdeñosamente de hombros y lo descartaba de su destino.
Mi madre pensaba con perplejidad que no habĂ­a demasiados muchachos alrededor de Giulia. De vez en cuando la cortejaba algĂșn muchacho, la sacaba a bailar una noche o dos, se sentaba a su lado o trataba de hablar con ella. Pero no era fĂĄcil charlar con Giulia. Encogerse de hombros, levantar las cejas, una sonrisita, Ă©sas eran sus respuestas. ÂżAl margen de eso sobre quĂ© podĂ­a charlar aquella pobre hija? No tenĂ­a cultura: no leĂ­a novelas y en los conciertos se quedaba dormida. Mi madre trataba de compensar el silencio de Giulia hablando ella misma, pues se creĂ­a al tanto de todo el arte y la literatura modernas, estaba abonada a una biblioteca ambulante y en Dronero recibĂ­a libros por correo. No habĂ­a un solo acontecimiento cultural y polĂ­tico que escapase a la atenciĂłn de mi madre, tenĂ­a una opiniĂłn sobre todas las cosas. Aquellos muchachos aguantaban una o dos ...

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