1. UNA MAĂANA SIN VIENTO
A media mañana de un soleado dĂa de febrero, Elvira Ibåñez, viuda de Rafael Claramunt, saliĂł a la calle con un propĂłsito determinado que, curiosamente, olvidĂł en cuanto aspirĂł la primera bocanada de aire fresco. Tan solo unos minutos antes, mientras se encajaba, frente al espejo del vestĂbulo de su piso, el gorro de astracĂĄn que habĂa pertenecido a su difunto marido, se afianzĂł en la determinaciĂłn de resolver esa misma mañana el asunto de la administraciĂłn de los negocios familiares y, por un momento, se representĂł en su mente la hipotĂ©tica escena que, dentro de un rato, iba a tener lugar en el palacio de los Tello, donde se proponĂa entrevistar, con la mayor discreciĂłn, al candidato que le habĂa recomendado su amiga Eugenia Tello. Pero en cuanto la viuda de Claramunt se vio en la calle, envuelta en la radiante luz del invierno y respirando un aire que, asombrosamente, parecĂa inmĂłvil, sus pensamientos se alejaron por completo del asunto.
Antes de adentrarse en la avenida de la Patria en direcciĂłn a la catedral, doña Elvira volviĂł la cabeza, la alzĂł y echĂł una ojeada al edificio del que acababa de salir. Siempre lo hacĂa, como para corroborar que, durante su ausencia, la casa permanecĂa en su lugar. Era un edificio elegante, en chaflĂĄn, al estilo de la Ă©poca, que ocupaba buena parte de la manzana de casas en la que quedaba inserto y donde el ladrillo rojo se combinaba con revocos de color vainilla. Contaba con un sĂłtano, un piso bajo, un principal y otros tres pisos mĂĄs, rematados por una especie de palomar retranqueado. Desde la calle, mĂĄs que el palomar, del que apenas se atisbaba el tejado rojizo, lo que se veĂa eran las balaustradas de las terrazas del piso tercero, una a la derecha y otra a la izquierda. En el medio, haciendo esquina, se adivinaba otra terraza y un pequeño habitĂĄculo. El palomar quedaba justo detrĂĄs.
La obra habĂa sido iniciativa de Rafael Claramunt, un joven emprendedor que, antes de cumplir los treinta años, habĂa levantado todo un imperio empresarial. Cuando, a finales de la primera dĂ©cada del pasado siglo, en un año que, por descuido del arquitecto o por expreso deseo de su propietario, no figuraba en un lugar visible de la fachada, las obras del edificio Claramunt finalizaron, Rafael Claramunt se casĂł con Elvira Ibåñez y la llevĂł a vivir al piso principal del edificio. Solo dos de los embarazos de los varios que se sucedieron durante los años conyugales llegaron a buen puerto. El primero y el Ășltimo. El resultado habĂa sido el nacimiento, con un lapso de diez años por medio, de dos hijos varones, Justo y Alejo.
Probablemente, Rafael Claramunt habĂa trabajado en exceso, o era demasiado iracundo. MuriĂł en la plenitud de su vida, dejando en manos de su viuda âaĂșn una mujer jovenâ y de sus hijos âuno de ellos todavĂa un niñoâ un amplio entramado de fĂĄbricas, empresas y comercios. Un telar, un almacĂ©n de telas de venta al por mayor, una tienda de telas abierta a todo el pĂșblico y un local, el CafĂ© de las Damas âel negocio mĂĄs reciente, inaugurado un par de años antes de su muerteâ, en el que, tal como el nombre sugerĂa, se reunĂan, a la hora de la merienda, las damas mĂĄs distinguidas de la ciudad âlas damas presumĂan de cultas y de tener opiniones sobre todas las cosas de este mundo y, en menor medida pero con igual certeza, del otroâ, eran los negocios mĂĄs destacados. HabĂa otros, menos visibles y puede que mĂĄs confusos, bienes inmuebles, sucursales, medios de transporte y otros asuntos, que prometĂan crecer si se les prestaba la debida atenciĂłn.
Fue Justo Claramunt, el primogĂ©nito, un joven de apenas veinte años, quien, muerto el fundador, se hizo cargo de los negocios familiares, que se encontraban en plena fase de expansiĂłn. La viuda de Claramunt carecĂa de todo sentido prĂĄctico. La disposiciĂłn de su marido para la actividad empresarial siempre le habĂa causado un profundo asombro, pero como habĂa sido educada en la idea de que el pan cae del cielo, el asombro tenĂa proporciones moderadas. Nunca habĂa entendido bien por quĂ© su marido tenĂa ese afĂĄn de fundar y expandir negocios cuando luego no disponĂa de tiempo para disfrutar de la fortuna que proporcionaban. Claro que ella se encargaba de hacerlo.
Elvira Ibåñez vestĂa con un lujo que rozaba la ostentaciĂłn. Sus vestidos eran confeccionados por una modista de Madrid, que se desplazaba expresamente a la ciudad al principio de cada temporada para escoger los mejores tejidos del telar y tomar las medidas a la señora. HabĂa que actualizarlas en cada ocasiĂłn para que la ropa quedara perfectamente ajustada al cuerpo de la señora, sin nada que sobrara y produjera innecesarios frunces y abultamientos, y, lo que era una amenaza de mayor calibre, sin que nada faltara, es decir, sin que el vestido o la blusa o el abrigo, o lo que fuera, resultara estrecho, sĂntoma inequĂvoco de mal gusto o propio de personas que no pueden permitirse el menor exceso en los gastos de tela. Con las medidas de la señora actualizadas, la modista regresaba a Madrid, adonde acudĂa doña Elvira cuando la ropa estaba prĂĄcticamente lista. Ir a Madrid le encantaba. Los dĂas que pasaba en la capital âse alojaba en el Hotel Ritzâ eran muy ajetreados. Una de las tareas diarias de la señora consistĂa en visitar el taller de la modista para realizar las Ășltimas pruebas de las prendas encargadas. Entonces se hacĂan los Ășltimos ajustes.
Otra de las pasiones de la señora eran las joyas. Los grandes joyeros de Madrid la hacĂan pasar a sus trastiendas, donde le enseñaban los diseños propios mĂĄs originales y las Ășltimas creaciones de la joyerĂa internacional. Eran piezas que se guardaban en cajones secretos forrados de terciopelo color cereza y que solo se desplegaban ante los ojos de la clientela mĂĄs selecta. Los gustos de doña Elvira se decantaban por piezas que pudieran llevarse con naturalidad, casi de forma cotidiana. Joyas que no requirieran ocasiones especiales parar ser expuestas. Al fin y al cabo âen su propia opiniĂłnâ, la vida que llevaba era sencilla. La mĂĄxima cota de la diversiĂłn se alcanzaba en los bailes de los balnearios, de los que la señora era clienta asidua.
A los comienzos de cada temporada, doña Elvira, en compañĂa de sus hijos y de una niñera, se desplazaba a uno u otro balneario. Era huĂ©sped habitual de los grandes hoteles de Cestona, Panticosa y PuigcerdĂ . La rutina de la vida en los balnearios encajaba perfectamente en sus gustos y en su forma de ser. Paseos higiĂ©nicos, alimentos sanos, agua inmejorable, cenas a las que se acude con vestidos de fiesta, pequeños conciertos y, lo mejor de todo, bailes. Todo eso le encantaba. Y, mĂĄs aĂșn, no tener que preocuparse por la organizaciĂłn y la marcha del hogar, lo que siempre le habĂa resultado terriblemente tedioso.
Pero la gran pasiĂłn de doña Elvira, viajar, se desarrollĂł tras la muerte de su marido. Subir a un tren y aparecer, al cabo de unas horas, en una vibrante ciudad europea, donde se hablaba otro idioma y se vivĂa de otro modo, le resultaba excitante. A pesar de que no era una mujer guapa, su presencia imponĂa. A sus viajes la acompañaba una señora alemana, fraulen Katia, amiga o pariente lejana de la familia, viajera empedernida, que aprovechĂł la viudedad de doña Elvira para inocularle su aficiĂłn y compartirla con ella.
Elvira Ibåñez tenĂa alrededor de cuarenta años cuando se quedĂł viuda. Fraulen Katia le llevaba, como poco, diez, aunque, como ocultaba su edad, era imposible saberlo con certeza. Las edades de las señoras parecĂan perfectas para viajar y gastar dinero. Impecablemente vestidas, las dos señoras âuna de ellas enjoyada de forma discreta pero perceptibleâ se movĂan por las ciudades del mundo como Pedro por su casa, hablaban varios idiomas, disfrutaban de la mĂșsica, del teatro, de los restaurantes y de los hoteles. Gastaban mucho dinero.
Aquellos viajes por las ciudades del mundo, que a los ojos de doña Elvira resultaban completamente distintas de las ciudades españolas que conocĂa âMadrid, Barcelona y Sevillaâ, se quedaron para siempre en su memoria, y, junto a sus estancias para las pruebas de la modista, en Madrid, fueron, con el tiempo, reiteradamente evocados. Estaban envueltos en un aire de despreocupaciĂłn y libertad que le habĂa cogido completamente por sorpresa y la habĂa cautivado para siempre, inoculĂĄndole la idea de que la vida fuera del hogar era mucho mĂĄs fascinante que la de dentro.
Justo Claramunt, una fatal mañana de invierno, le comunicĂł a su madre la funesta noticia de que se habĂa acabado el presupuesto para todos esos lujos. Para los viajes de la modista de Madrid, para los mismos viajes a Madrid âsiempre en compañĂa de fraulen Katia y ocupando dos lujosas suites en el Hotel Ritzâ para asistir a cuantas pruebas de la modista fueran necesarias y, de paso, acudir a representaciones teatrales, conciertos y otros espectĂĄculos mĂĄs modernos, a los que las damas se habĂan aficionado enseguida, y, sobre todo, para los largos viajes de las señoras por las ciudades de Europa. Todo aquel fasto se tenĂa que acabar. Los negocios no daban para tanto.
Doña Elvira mirĂł a su hijo con profundo disgusto. ÂżPara tanto?, Âżes que aquello era para tanto? Era lo de siempre. Nunca habĂa sido de otra manera.
âMe parece que tĂș no vales para esto âdijoâ. No has heredado el instinto de tu padre. QuizĂĄ hayas salido mĂĄs a mĂ.
Tras aquella breve conversaciĂłn âuna infracciĂłn grave por parte de su hijoâ, la señora se quedĂł meditabunda. HabĂa que apartar a Justo de los negocios. Tampoco Justo parecĂa muy interesado en ellos. Alguna vez hablaba de reanudar los estudios de Farmacia, que habĂa iniciado antes de la sĂșbita muerte de don Rafael Claramunt y que parecĂan acomodarse mejor con la idea de una vida tranquila, lo que, en el fondo, era su autĂ©ntica aspiraciĂłn.
El primogĂ©nito de los Claramunt no habĂa salido a ninguno de los dos, ni a su padre ni a su madre. Años mĂĄs tarde, ya con la carrera de Farmacia finalizada, se casĂł con la hija Ășnica de un prĂłspero fabricante de cerĂĄmica industrial que, con motivo de la boda, le regalĂł a su yerno una farmacia. Ya despuĂ©s de la guerra, Justo tuvo dos hijas.
Pero el futuro de Justo no le preocupaba demasiado a su madre. Aunque no lo demostrara con gestos de cariño, doña Elvira querĂa a sus hijos, al mayor y al pequeño, pero no dedicaba mucho tiempo a elucubrar sobre su futuro. Daba por sentado que ocuparĂan un lugar honorable en el mundo. Ya lo ocupaban. Eran sus hijos y los de Rafael Claramunt, que habĂa levantado con sus propias manos, sin la ayuda de nadie, un pequeño imperio.
Si, tal como la viuda pensaba, ni Justo ni Alejo servĂan para los negocios, los negocios sĂ les servirĂan a ellos. Gracias al empeño del padre difunto, la familia Claramunt ocupaba un lugar destacado en la economĂa de la provincia. Justo y Alejo podĂan hacer lo que quisieran. Solo tenĂan que contar con el beneplĂĄcito de su madre, siempre proclive a ver el lado bueno de la vida.
Lo que doña Elvira necesitaba era encontrar un administrador que se encargara de llevar las cuentas de los negocios familiares, y dejar a sus hijos a su aire, mientras ella y fraulen Katia seguĂan viajando. Y eso era lo que se proponĂa resolver aquella mañana, pero, cuando salĂa a la calle, sus preocupaciones se disolvĂan, como si el viento las apartara de su cabeza. DesaparecĂan incluso sin viento, en aquella mañana de invierno de excepcional quietud.
Mientras recorrĂa la avenida de la Patria, la viuda de Claramunt no dedicĂł ni un solo pensamiento a la inminente entrevista con el candidato a administrador. HacĂa frĂo, lucĂa el sol. Al doblar las esquinas, se llevaba la mano enguantada a la cabeza en un gesto mecĂĄnico, propio de una ciudad con viento. Iba cubierta por un grueso abrigo de lana rizada que remataba con un cuello de astracĂĄn y que hacĂa juego con el gorro que habĂa pertenecido a su difunto marido. Llevaba guantes de piel muy ajustados, hasta la muñeca. De su brazo colgaba un pequeño bolso de charol. Excesivo brillo a la luz del dĂa. Pero a doña Elvira le fascinaba el charol. En aquella ocasiĂłn, no llevaba anillos a causa de los guantes, que no pensaba quitarse en casa de Eugenia. Era una visita rĂĄpida, de mañana, de paso.
La señora calzaba zapatos negros con puntera y ribetes de charol. Sobre el empeine, se destacaba una gran lazada de raso. Bajo el casquete de astracĂĄn, llevaba un tocado ligero. Un conjunto de plumas negras que recogĂa vuelos de tul, parte del cual caĂa sobre su rostro. La distancia entre su casa y la de su amiga Eugenia no llegaba a trescientos metros. HabĂa que recorrer unas calles estrechas y atravesar el ancho Coso, por donde pasaban los tranvĂas. Al otro lado del Coso, en una de las pequeñas plazas que se abrĂan en el interior del casco antiguo, entre edificios con vestigios romanos y mozĂĄrabes, se levantaba, sobrio y elegante, el palacio de los Tello, que ahora habitaba la familia formada por Eugenia Tello, heredera del palacio, y Baldomero BeltrĂĄn, el ingeniero municipal.
Era un recorrido corto que a doña Elvira le parecĂa largo. Le gustaba que fuera largo. Pocas veces salĂa sola a la calle, Ășnicamente cuando se trataba, como era el caso, de un trayecto corto y conocido. En tales ocasiones, mientras recorrĂa las calles, la señora disfrutaba enormemente. Aquel recorrido era una prueba. Mientras lo hacĂa, deliberadamente despacio, se sentĂa capaz de recorrer grandes distancias. Siempre le habĂa resultado estimulante la idea de que existen, cerca de nosotros, mundos diferentes, de los cuales solo podemos ver fragmentos. A doña Elvira le gustaba que el mundo fuera grande, que siguiera siendo para siempre algo en gran parte desconocido que merece la pena explorar. El mundo pertenece a los exploradores. TenĂa esa idea metida en la cabeza. HabĂa hecho ese trayecto âde su casa al palacio de los Tello y viceversaâ innumerables veces, y siempre lo encontraba distinto, siempre descubrĂa algo, un portal oscuro en el que nunca habĂa reparado, un edificio misterioso, un balcĂłn cerrado. Levantaba los ojos y se preguntaba para quĂ© servirĂa o quĂ© significado tendrĂa esa pequeña edificaciĂłn rematada con una cĂșpula que surgĂa entre los tejados y las azoteas. Era la primera vez que la veĂa, aunque evidentemente habĂa estado siempre allĂ. Desde antes de nacer ella. Se cambiaba de acera para verla mejor. Localizaba al fin el edificio. SonreĂa con satisfacciĂłn.
âClaro âmurmurabaâ. Es la casa de los Alcalde. Dios sabe quĂ© habrĂĄ sido de ellos. Eran algo estrafalarios.
Doña Elvira hablaba sola, en voz baja, en un murmullo que no era fĂĄcil de entender. Por un momento, pensĂł en los descarriados Alcalde, que habĂan desaparecido de la ciudad hacĂa varias dĂ©cadas y de los que nadie sabĂa nada. Una estirpe acabada, sin descendencia. Eso le dio una gran sensaciĂłn de estabilidad, de seguridad. Su estirpe seguĂa ahĂ. Ella nunca dejarĂa la ciudad, no abandonarĂa su fortuna. Se mantendrĂa a resguardo del frĂo y de las violentas rĂĄfagas de viento, era capaz de retarlos, si se daba el caso. No harĂa falta. Todo saldrĂa bien, porque ella pertenecĂa a la parte buena de la vida. La parte que construye y que crea, que se mueve con energĂa y firmeza. HabĂa algo ejemplar en todo lo que ella hacĂa. Por eso se mostraba, por eso se calzaba bonitos zapatos y se vestĂa con telas brillantes y ensartaba hermosos broches en las solapas y pecheras de sus trajes. Debajo de la gruesa lana del abrigo, sobre el damasco negro que cubrĂa su cuerpo, prendido en uno de los pliegues de su vestido, guardaba su brillo, oculto, un broche de piedras grises y rosas en forma de dalia. Doña Elvira sentĂa el peso del broche de la dalia cerca de su corazĂłn. El corazĂłn latĂa, la dalia brillaba y sus zapatos pisaban los viejos adoquines. Se veĂa reflejada en las lunas de los escaparates y sus labios esbozaban, casi de forma involuntaria, una sonrisa que tenĂa algo de imbatible, de enigmĂĄtico. Ni el viento ni nada se la podĂan llevar.
Todos los dĂas guardan dentro de sĂ pequeños momentos de felicidad. EstĂĄn al alcance de cualquiera, pero no todo el mundo es capaz de verlos. No estĂĄn verdaderamente ocultos, pero sĂ algo camuflados. Si no te fijas, si vas muy deprisa, no ves nada. Hay que detenerse, respirar hondo, vaciarse de todo, convertirse en una especie de recipiente. Dejar entrar en tu persona el mundo entero. Doña Elvira, en sus viajes por el mundo, habĂa descubierto que, a pesar del secreto vacĂo que tenĂa siempre en su interior y que nada podĂa colmar âÂĄquĂ© pocas personas la conocĂan de verdad, si es que habĂa alguna sobre la tierra!â, tenĂa ese don, una asombrosa facilidad para sentirse feliz sin ningĂșn motivo aparente. Si habĂa alguna clase de amor en su corazĂłn, era el que sentĂa por ser exactamente lo que era, por llamarse Elvira Ibåñez y haber tenido por esposo a Rafael Claramunt, de quien en la actualidad, lamentablemente, era viuda âlo que declaraba con un orgullo que dejaba fuera de lugar toda quejaâ, y por estar en ese momento âÂĄpero despuĂ©s de haber recorrido medio mundo!â en medio de una vieja plaza de la ciudad donde habĂa nacido, a punto de atravesar el umbral de la casa de su amiga Eugenia Tello, todo un palacio. Hay momentos en los que todo encaja. Todas las piezas encuentran su sitio. La belleza que adquiere el mundo a causa del orden se hace excelsa. El orden, sĂ. Esa era la causa Ășltima de tanta belleza. Doña Elvira se sentĂa parte inseparable de ese orden. Cuando percibĂa su belleza, la dicha la embargaba.
2. RECOMENDACIONES
La idea de contratar a un administrador habĂa surgido en la cabeza de la viuda de Claramunt en el CafĂ© de las Damas, mientras, precisamente el dĂa anterior, merendaba en compañĂa de otras señoras amigas y conocidas suyas.
Eugenia Tello, casada con Baldomero BeltrĂĄn, el ingeniero responsable de las obras pĂșblicas de la ciudad, se habĂa traĂdo desde Barcelona a un joven pariente que habĂa realizado estudios mercantiles y cuya familia habĂa entrado en fase terminal de bancarrota. Antonio Perelada, que asĂ se llamaba el joven protegido, le servĂa de ayudante al ingeniero, que ademĂĄs de tener despacho en el Ayuntamiento, donde pasaba la mayor parte del dĂa, contaba con otro en su propia casa en el que se recluĂa al regreso de su trabajo oficial. El ingeniero estaba lleno de ideas innovadoras y empleaba su tiempo libre en dibujar planos y escribir cartas en las que exponĂa sus proyectos a posibles mecenas o clientes. Perelada tenĂa muy buena letra, sabĂa escribir a mĂĄquina y redactaba muy bien las cartas y los informes.
âA mĂ me haces un favor, porque, sin Ă©l quererlo, su presencia en casa me ha complicado la vida âdijo Eugenia Telloâ. Un asunto de faldas âañadiĂł bajando un poco la vozâ. Se trata de la nueva doncella, a quien le he cogido cariño. La chica estĂĄ trastornada. Le sigue por la casa con cualquier pretexto. Ella lo niega, pero yo me doy perfecta cuenta. Es una chica muy impulsiva, demasiado. Tengo que evitar el desastre. Si no lo contratas tĂș, lo mandarĂ© de vuelta a Barcelona. Pero creo que el chico vale, quizĂĄ sea la persona que andas buscando.
Algunas de las señoras reunidas en el CafĂ© de las Damas conocĂan al joven Perelada y dijeron que tenĂa buenos modales y parecĂa despierto. HabĂan intercambiado, en sus visitas a la dueña de la casa, algunas frases con Ă©l.
âLo importante es que ...