MĂșsica de Ăłpera
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MĂșsica de Ăłpera

Soledad Puértolas

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MĂșsica de Ăłpera

Soledad Puértolas

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Tres generaciones de una familia observadas por la mirada sutil de una narradora de excepcional sagacidad. Una novela deslumbrante.

Todas las familias guardan secretos. Esta novela cuenta la historia de tres generaciones de una familia de provincias marcada por algunos de ellos.

Desde los turbulentos años de la guerra civil hasta la Ășltima etapa del rĂ©gimen franquista, los inolvidables personajes de esta MĂșsica de Ăłpera nos desvelan las heridas y preocupaciones que no se les ha permitido mostrar. A todos ellos, generaciĂłn tras generaciĂłn, les ha tocado vivir tiempos oscuros, pero siempre ha habido rĂĄfagas de luz y brechas por las que se ha colado el amor.

Tres serån las mujeres a las que llegaremos a conocer mås: doña Elvira, a quien la vida ha puesto en una situación de comodidad y privilegio y a quien la guerra civil sorprende lejos de España y de sus hijos; Valentina, una joven huérfana abocada a depender de la generosidad de sus parientes; y Alba, una chica enfermiza que empieza a asomarse a la vida, dejando atrås la adolescencia. A través de la percepción que tienen del mundo, se configura un panorama lleno de enigmas y ajeno a toda clase de maniqueísmo.

En MĂșsica de Ăłpera, la historia de los hechos conocidos, marcada por hitos que aparecen en los periĂłdicos –el estallido y el final de la guerra civil, la visita del presidente de los Estados Unidos, la RevoluciĂłn Cubana, los tanques rusos aplastando la primavera de Praga–, se entrelaza con los conflictos internos de los personajes: la vida estĂĄ hecha de dolor, de incomprensiĂłn, de alegrĂ­as y secretos, parecen decirnos. Hay muchas clases de amor, y hay que querer y saber buscarlo, dicen tambiĂ©n.

Como es habitual en los textos de Soledad Puértolas, las sugerencias, las historias que se vislumbran, las zonas en penumbra, la dificultad de juzgar a los otros y lo inasequible de la intimidad marcan el tono de una novela tan sutil como ambiciosa, de trazo finísimo, que seduce y atrapa por la naturalidad y el ritmo envolvente del estilo literario tan característico de su autora. Una novela evocadora, una historia de secretos familiares, rencores, traiciones, guerras, ruinas y lealtades. Una mirada hacia el pasado en busca de claves que permitan comprender el presente. No justificarlo, pero sí entenderlo. O, al menos, asomarse a la posibilidad de la comprensión.

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Informations

1. UNA MAÑANA SIN VIENTO
A media mañana de un soleado día de febrero, Elvira Ibåñez, viuda de Rafael Claramunt, salió a la calle con un propósito determinado que, curiosamente, olvidó en cuanto aspiró la primera bocanada de aire fresco. Tan solo unos minutos antes, mientras se encajaba, frente al espejo del vestíbulo de su piso, el gorro de astracån que había pertenecido a su difunto marido, se afianzó en la determinación de resolver esa misma mañana el asunto de la administración de los negocios familiares y, por un momento, se representó en su mente la hipotética escena que, dentro de un rato, iba a tener lugar en el palacio de los Tello, donde se proponía entrevistar, con la mayor discreción, al candidato que le había recomendado su amiga Eugenia Tello. Pero en cuanto la viuda de Claramunt se vio en la calle, envuelta en la radiante luz del invierno y respirando un aire que, asombrosamente, parecía inmóvil, sus pensamientos se alejaron por completo del asunto.
Antes de adentrarse en la avenida de la Patria en dirección a la catedral, doña Elvira volvió la cabeza, la alzó y echó una ojeada al edificio del que acababa de salir. Siempre lo hacía, como para corroborar que, durante su ausencia, la casa permanecía en su lugar. Era un edificio elegante, en chaflån, al estilo de la época, que ocupaba buena parte de la manzana de casas en la que quedaba inserto y donde el ladrillo rojo se combinaba con revocos de color vainilla. Contaba con un sótano, un piso bajo, un principal y otros tres pisos mås, rematados por una especie de palomar retranqueado. Desde la calle, mås que el palomar, del que apenas se atisbaba el tejado rojizo, lo que se veía eran las balaustradas de las terrazas del piso tercero, una a la derecha y otra a la izquierda. En el medio, haciendo esquina, se adivinaba otra terraza y un pequeño habitåculo. El palomar quedaba justo detrås.
La obra habĂ­a sido iniciativa de Rafael Claramunt, un joven emprendedor que, antes de cumplir los treinta años, habĂ­a levantado todo un imperio empresarial. Cuando, a finales de la primera dĂ©cada del pasado siglo, en un año que, por descuido del arquitecto o por expreso deseo de su propietario, no figuraba en un lugar visible de la fachada, las obras del edificio Claramunt finalizaron, Rafael Claramunt se casĂł con Elvira Ibåñez y la llevĂł a vivir al piso principal del edificio. Solo dos de los embarazos de los varios que se sucedieron durante los años conyugales llegaron a buen puerto. El primero y el Ășltimo. El resultado habĂ­a sido el nacimiento, con un lapso de diez años por medio, de dos hijos varones, Justo y Alejo.
Probablemente, Rafael Claramunt habĂ­a trabajado en exceso, o era demasiado iracundo. MuriĂł en la plenitud de su vida, dejando en manos de su viuda –aĂșn una mujer joven– y de sus hijos –uno de ellos todavĂ­a un niño– un amplio entramado de fĂĄbricas, empresas y comercios. Un telar, un almacĂ©n de telas de venta al por mayor, una tienda de telas abierta a todo el pĂșblico y un local, el CafĂ© de las Damas –el negocio mĂĄs reciente, inaugurado un par de años antes de su muerte–, en el que, tal como el nombre sugerĂ­a, se reunĂ­an, a la hora de la merienda, las damas mĂĄs distinguidas de la ciudad –las damas presumĂ­an de cultas y de tener opiniones sobre todas las cosas de este mundo y, en menor medida pero con igual certeza, del otro–, eran los negocios mĂĄs destacados. HabĂ­a otros, menos visibles y puede que mĂĄs confusos, bienes inmuebles, sucursales, medios de transporte y otros asuntos, que prometĂ­an crecer si se les prestaba la debida atenciĂłn.
Fue Justo Claramunt, el primogénito, un joven de apenas veinte años, quien, muerto el fundador, se hizo cargo de los negocios familiares, que se encontraban en plena fase de expansión. La viuda de Claramunt carecía de todo sentido pråctico. La disposición de su marido para la actividad empresarial siempre le había causado un profundo asombro, pero como había sido educada en la idea de que el pan cae del cielo, el asombro tenía proporciones moderadas. Nunca había entendido bien por qué su marido tenía ese afån de fundar y expandir negocios cuando luego no disponía de tiempo para disfrutar de la fortuna que proporcionaban. Claro que ella se encargaba de hacerlo.
Elvira Ibåñez vestĂ­a con un lujo que rozaba la ostentaciĂłn. Sus vestidos eran confeccionados por una modista de Madrid, que se desplazaba expresamente a la ciudad al principio de cada temporada para escoger los mejores tejidos del telar y tomar las medidas a la señora. HabĂ­a que actualizarlas en cada ocasiĂłn para que la ropa quedara perfectamente ajustada al cuerpo de la señora, sin nada que sobrara y produjera innecesarios frunces y abultamientos, y, lo que era una amenaza de mayor calibre, sin que nada faltara, es decir, sin que el vestido o la blusa o el abrigo, o lo que fuera, resultara estrecho, sĂ­ntoma inequĂ­voco de mal gusto o propio de personas que no pueden permitirse el menor exceso en los gastos de tela. Con las medidas de la señora actualizadas, la modista regresaba a Madrid, adonde acudĂ­a doña Elvira cuando la ropa estaba prĂĄcticamente lista. Ir a Madrid le encantaba. Los dĂ­as que pasaba en la capital –se alojaba en el Hotel Ritz– eran muy ajetreados. Una de las tareas diarias de la señora consistĂ­a en visitar el taller de la modista para realizar las Ășltimas pruebas de las prendas encargadas. Entonces se hacĂ­an los Ășltimos ajustes.
Otra de las pasiones de la señora eran las joyas. Los grandes joyeros de Madrid la hacĂ­an pasar a sus trastiendas, donde le enseñaban los diseños propios mĂĄs originales y las Ășltimas creaciones de la joyerĂ­a internacional. Eran piezas que se guardaban en cajones secretos forrados de terciopelo color cereza y que solo se desplegaban ante los ojos de la clientela mĂĄs selecta. Los gustos de doña Elvira se decantaban por piezas que pudieran llevarse con naturalidad, casi de forma cotidiana. Joyas que no requirieran ocasiones especiales parar ser expuestas. Al fin y al cabo –en su propia opiniĂłn–, la vida que llevaba era sencilla. La mĂĄxima cota de la diversiĂłn se alcanzaba en los bailes de los balnearios, de los que la señora era clienta asidua.
A los comienzos de cada temporada, doña Elvira, en compañía de sus hijos y de una niñera, se desplazaba a uno u otro balneario. Era huĂ©sped habitual de los grandes hoteles de Cestona, Panticosa y PuigcerdĂ . La rutina de la vida en los balnearios encajaba perfectamente en sus gustos y en su forma de ser. Paseos higiĂ©nicos, alimentos sanos, agua inmejorable, cenas a las que se acude con vestidos de fiesta, pequeños conciertos y, lo mejor de todo, bailes. Todo eso le encantaba. Y, mĂĄs aĂșn, no tener que preocuparse por la organizaciĂłn y la marcha del hogar, lo que siempre le habĂ­a resultado terriblemente tedioso.
Pero la gran pasión de doña Elvira, viajar, se desarrolló tras la muerte de su marido. Subir a un tren y aparecer, al cabo de unas horas, en una vibrante ciudad europea, donde se hablaba otro idioma y se vivía de otro modo, le resultaba excitante. A pesar de que no era una mujer guapa, su presencia imponía. A sus viajes la acompañaba una señora alemana, fraulen Katia, amiga o pariente lejana de la familia, viajera empedernida, que aprovechó la viudedad de doña Elvira para inocularle su afición y compartirla con ella.
Elvira Ibåñez tenĂ­a alrededor de cuarenta años cuando se quedĂł viuda. Fraulen Katia le llevaba, como poco, diez, aunque, como ocultaba su edad, era imposible saberlo con certeza. Las edades de las señoras parecĂ­an perfectas para viajar y gastar dinero. Impecablemente vestidas, las dos señoras –una de ellas enjoyada de forma discreta pero perceptible– se movĂ­an por las ciudades del mundo como Pedro por su casa, hablaban varios idiomas, disfrutaban de la mĂșsica, del teatro, de los restaurantes y de los hoteles. Gastaban mucho dinero.
Aquellos viajes por las ciudades del mundo, que a los ojos de doña Elvira resultaban completamente distintas de las ciudades españolas que conocĂ­a –Madrid, Barcelona y Sevilla–, se quedaron para siempre en su memoria, y, junto a sus estancias para las pruebas de la modista, en Madrid, fueron, con el tiempo, reiteradamente evocados. Estaban envueltos en un aire de despreocupaciĂłn y libertad que le habĂ­a cogido completamente por sorpresa y la habĂ­a cautivado para siempre, inoculĂĄndole la idea de que la vida fuera del hogar era mucho mĂĄs fascinante que la de dentro.
Justo Claramunt, una fatal mañana de invierno, le comunicĂł a su madre la funesta noticia de que se habĂ­a acabado el presupuesto para todos esos lujos. Para los viajes de la modista de Madrid, para los mismos viajes a Madrid –siempre en compañía de fraulen Katia y ocupando dos lujosas suites en el Hotel Ritz– para asistir a cuantas pruebas de la modista fueran necesarias y, de paso, acudir a representaciones teatrales, conciertos y otros espectĂĄculos mĂĄs modernos, a los que las damas se habĂ­an aficionado enseguida, y, sobre todo, para los largos viajes de las señoras por las ciudades de Europa. Todo aquel fasto se tenĂ­a que acabar. Los negocios no daban para tanto.
Doña Elvira miró a su hijo con profundo disgusto. ¿Para tanto?, ¿es que aquello era para tanto? Era lo de siempre. Nunca había sido de otra manera.
–Me parece que tĂș no vales para esto –dijo–. No has heredado el instinto de tu padre. QuizĂĄ hayas salido mĂĄs a mĂ­.
Tras aquella breve conversaciĂłn –una infracciĂłn grave por parte de su hijo–, la señora se quedĂł meditabunda. HabĂ­a que apartar a Justo de los negocios. Tampoco Justo parecĂ­a muy interesado en ellos. Alguna vez hablaba de reanudar los estudios de Farmacia, que habĂ­a iniciado antes de la sĂșbita muerte de don Rafael Claramunt y que parecĂ­an acomodarse mejor con la idea de una vida tranquila, lo que, en el fondo, era su autĂ©ntica aspiraciĂłn.
El primogĂ©nito de los Claramunt no habĂ­a salido a ninguno de los dos, ni a su padre ni a su madre. Años mĂĄs tarde, ya con la carrera de Farmacia finalizada, se casĂł con la hija Ășnica de un prĂłspero fabricante de cerĂĄmica industrial que, con motivo de la boda, le regalĂł a su yerno una farmacia. Ya despuĂ©s de la guerra, Justo tuvo dos hijas.
Pero el futuro de Justo no le preocupaba demasiado a su madre. Aunque no lo demostrara con gestos de cariño, doña Elvira quería a sus hijos, al mayor y al pequeño, pero no dedicaba mucho tiempo a elucubrar sobre su futuro. Daba por sentado que ocuparían un lugar honorable en el mundo. Ya lo ocupaban. Eran sus hijos y los de Rafael Claramunt, que había levantado con sus propias manos, sin la ayuda de nadie, un pequeño imperio.
Si, tal como la viuda pensaba, ni Justo ni Alejo servían para los negocios, los negocios sí les servirían a ellos. Gracias al empeño del padre difunto, la familia Claramunt ocupaba un lugar destacado en la economía de la provincia. Justo y Alejo podían hacer lo que quisieran. Solo tenían que contar con el beneplåcito de su madre, siempre proclive a ver el lado bueno de la vida.
Lo que doña Elvira necesitaba era encontrar un administrador que se encargara de llevar las cuentas de los negocios familiares, y dejar a sus hijos a su aire, mientras ella y fraulen Katia seguían viajando. Y eso era lo que se proponía resolver aquella mañana, pero, cuando salía a la calle, sus preocupaciones se disolvían, como si el viento las apartara de su cabeza. Desaparecían incluso sin viento, en aquella mañana de invierno de excepcional quietud.
Mientras recorría la avenida de la Patria, la viuda de Claramunt no dedicó ni un solo pensamiento a la inminente entrevista con el candidato a administrador. Hacía frío, lucía el sol. Al doblar las esquinas, se llevaba la mano enguantada a la cabeza en un gesto mecånico, propio de una ciudad con viento. Iba cubierta por un grueso abrigo de lana rizada que remataba con un cuello de astracån y que hacía juego con el gorro que había pertenecido a su difunto marido. Llevaba guantes de piel muy ajustados, hasta la muñeca. De su brazo colgaba un pequeño bolso de charol. Excesivo brillo a la luz del día. Pero a doña Elvira le fascinaba el charol. En aquella ocasión, no llevaba anillos a causa de los guantes, que no pensaba quitarse en casa de Eugenia. Era una visita råpida, de mañana, de paso.
La señora calzaba zapatos negros con puntera y ribetes de charol. Sobre el empeine, se destacaba una gran lazada de raso. Bajo el casquete de astracån, llevaba un tocado ligero. Un conjunto de plumas negras que recogía vuelos de tul, parte del cual caía sobre su rostro. La distancia entre su casa y la de su amiga Eugenia no llegaba a trescientos metros. Había que recorrer unas calles estrechas y atravesar el ancho Coso, por donde pasaban los tranvías. Al otro lado del Coso, en una de las pequeñas plazas que se abrían en el interior del casco antiguo, entre edificios con vestigios romanos y mozårabes, se levantaba, sobrio y elegante, el palacio de los Tello, que ahora habitaba la familia formada por Eugenia Tello, heredera del palacio, y Baldomero Beltrån, el ingeniero municipal.
Era un recorrido corto que a doña Elvira le parecĂ­a largo. Le gustaba que fuera largo. Pocas veces salĂ­a sola a la calle, Ășnicamente cuando se trataba, como era el caso, de un trayecto corto y conocido. En tales ocasiones, mientras recorrĂ­a las calles, la señora disfrutaba enormemente. Aquel recorrido era una prueba. Mientras lo hacĂ­a, deliberadamente despacio, se sentĂ­a capaz de recorrer grandes distancias. Siempre le habĂ­a resultado estimulante la idea de que existen, cerca de nosotros, mundos diferentes, de los cuales solo podemos ver fragmentos. A doña Elvira le gustaba que el mundo fuera grande, que siguiera siendo para siempre algo en gran parte desconocido que merece la pena explorar. El mundo pertenece a los exploradores. TenĂ­a esa idea metida en la cabeza. HabĂ­a hecho ese trayecto –de su casa al palacio de los Tello y viceversa– innumerables veces, y siempre lo encontraba distinto, siempre descubrĂ­a algo, un portal oscuro en el que nunca habĂ­a reparado, un edificio misterioso, un balcĂłn cerrado. Levantaba los ojos y se preguntaba para quĂ© servirĂ­a o quĂ© significado tendrĂ­a esa pequeña edificaciĂłn rematada con una cĂșpula que surgĂ­a entre los tejados y las azoteas. Era la primera vez que la veĂ­a, aunque evidentemente habĂ­a estado siempre allĂ­. Desde antes de nacer ella. Se cambiaba de acera para verla mejor. Localizaba al fin el edificio. SonreĂ­a con satisfacciĂłn.
–Claro –murmuraba–. Es la casa de los Alcalde. Dios sabe quĂ© habrĂĄ sido de ellos. Eran algo estrafalarios.
Doña Elvira hablaba sola, en voz baja, en un murmullo que no era fåcil de entender. Por un momento, pensó en los descarriados Alcalde, que habían desaparecido de la ciudad hacía varias décadas y de los que nadie sabía nada. Una estirpe acabada, sin descendencia. Eso le dio una gran sensación de estabilidad, de seguridad. Su estirpe seguía ahí. Ella nunca dejaría la ciudad, no abandonaría su fortuna. Se mantendría a resguardo del frío y de las violentas råfagas de viento, era capaz de retarlos, si se daba el caso. No haría falta. Todo saldría bien, porque ella pertenecía a la parte buena de la vida. La parte que construye y que crea, que se mueve con energía y firmeza. Había algo ejemplar en todo lo que ella hacía. Por eso se mostraba, por eso se calzaba bonitos zapatos y se vestía con telas brillantes y ensartaba hermosos broches en las solapas y pecheras de sus trajes. Debajo de la gruesa lana del abrigo, sobre el damasco negro que cubría su cuerpo, prendido en uno de los pliegues de su vestido, guardaba su brillo, oculto, un broche de piedras grises y rosas en forma de dalia. Doña Elvira sentía el peso del broche de la dalia cerca de su corazón. El corazón latía, la dalia brillaba y sus zapatos pisaban los viejos adoquines. Se veía reflejada en las lunas de los escaparates y sus labios esbozaban, casi de forma involuntaria, una sonrisa que tenía algo de imbatible, de enigmåtico. Ni el viento ni nada se la podían llevar.
Todos los dĂ­as guardan dentro de sĂ­ pequeños momentos de felicidad. EstĂĄn al alcance de cualquiera, pero no todo el mundo es capaz de verlos. No estĂĄn verdaderamente ocultos, pero sĂ­ algo camuflados. Si no te fijas, si vas muy deprisa, no ves nada. Hay que detenerse, respirar hondo, vaciarse de todo, convertirse en una especie de recipiente. Dejar entrar en tu persona el mundo entero. Doña Elvira, en sus viajes por el mundo, habĂ­a descubierto que, a pesar del secreto vacĂ­o que tenĂ­a siempre en su interior y que nada podĂ­a colmar –¡quĂ© pocas personas la conocĂ­an de verdad, si es que habĂ­a alguna sobre la tierra!–, tenĂ­a ese don, una asombrosa facilidad para sentirse feliz sin ningĂșn motivo aparente. Si habĂ­a alguna clase de amor en su corazĂłn, era el que sentĂ­a por ser exactamente lo que era, por llamarse Elvira Ibåñez y haber tenido por esposo a Rafael Claramunt, de quien en la actualidad, lamentablemente, era viuda –lo que declaraba con un orgullo que dejaba fuera de lugar toda queja–, y por estar en ese momento –¡pero despuĂ©s de haber recorrido medio mundo!– en medio de una vieja plaza de la ciudad donde habĂ­a nacido, a punto de atravesar el umbral de la casa de su amiga Eugenia Tello, todo un palacio. Hay momentos en los que todo encaja. Todas las piezas encuentran su sitio. La belleza que adquiere el mundo a causa del orden se hace excelsa. El orden, sĂ­. Esa era la causa Ășltima de tanta belleza. Doña Elvira se sentĂ­a parte inseparable de ese orden. Cuando percibĂ­a su belleza, la dicha la embargaba.
2. RECOMENDACIONES
La idea de contratar a un administrador había surgido en la cabeza de la viuda de Claramunt en el Café de las Damas, mientras, precisamente el día anterior, merendaba en compañía de otras señoras amigas y conocidas suyas.
Eugenia Tello, casada con Baldomero BeltrĂĄn, el ingeniero responsable de las obras pĂșblicas de la ciudad, se habĂ­a traĂ­do desde Barcelona a un joven pariente que habĂ­a realizado estudios mercantiles y cuya familia habĂ­a entrado en fase terminal de bancarrota. Antonio Perelada, que asĂ­ se llamaba el joven protegido, le servĂ­a de ayudante al ingeniero, que ademĂĄs de tener despacho en el Ayuntamiento, donde pasaba la mayor parte del dĂ­a, contaba con otro en su propia casa en el que se recluĂ­a al regreso de su trabajo oficial. El ingeniero estaba lleno de ideas innovadoras y empleaba su tiempo libre en dibujar planos y escribir cartas en las que exponĂ­a sus proyectos a posibles mecenas o clientes. Perelada tenĂ­a muy buena letra, sabĂ­a escribir a mĂĄquina y redactaba muy bien las cartas y los informes.
–A mĂ­ me haces un favor, porque, sin Ă©l quererlo, su presencia en casa me ha complicado la vida –dijo Eugenia Tello–. Un asunto de faldas –añadiĂł bajando un poco la voz–. Se trata de la nueva doncella, a quien le he cogido cariño. La chica estĂĄ trastornada. Le sigue por la casa con cualquier pretexto. Ella lo niega, pero yo me doy perfecta cuenta. Es una chica muy impulsiva, demasiado. Tengo que evitar el desastre. Si no lo contratas tĂș, lo mandarĂ© de vuelta a Barcelona. Pero creo que el chico vale, quizĂĄ sea la persona que andas buscando.
Algunas de las señoras reunidas en el Café de las Damas conocían al joven Perelada y dijeron que tenía buenos modales y parecía despierto. Habían intercambiado, en sus visitas a la dueña de la casa, algunas frases con él.
–Lo importante es que ...

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