La inteligencia fracasada
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La inteligencia fracasada

Teoría y práctica de la estupidez

José Antonio Marina

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La inteligencia fracasada

Teoría y práctica de la estupidez

José Antonio Marina

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La historia de la humanidad es la de la estupidez'

«Puesto que hay una teoría científica de la inteligencia, debería haber otra igualmente científica de la estupidez. Creo, incluso, que enseñarla como asignatura troncal en todos los niveles educativos produciría enormes beneficios sociales. El primero de ellos, vacunarnos contra la tontería, profilaxis de urgente necesidad.» Así comienza este nuevo libro de José Antonio Marina, que intenta responder a preguntas que todos nos hacemos. ¿Por qué nos equivocamos tanto? ¿Por qué nos empeñamos en amargarnos la existencia? ¿Por qué las personas inteligentes hacen cosas tan estúpidas? ¿Por qué tropezamos cien veces en la misma piedra? La última y pedagógica pesquisa de nuestro investigador de cabecera, uno de los pensadores más leídos e influyentes de nuestro país.

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Informations

Année
2010
ISBN
9788433932358
MARCA PDF="8"

VII. SOCIEDADES INTELIGENTES Y SOCIEDADES ESTÚPIDAS

1

Este capítulo, que acaso para usted resulte el más arduo, despierta en mí una especial euforia. Voy a estudiar la gran creación de la inteligencia. Hasta ahora sólo la he tratado como facultad personal. Puede vivir en régimen privado o en régimen público, pero sin salir de su ámbito individual. En el primer caso, su actividad se funda en evidencias privadas, se guía por valores privados y emprende metas también privadas. En el segundo, busca evidencias universales, se guía por valores objetivos, y emprende metas compartidas. En ambos casos, no lo olvide, estoy hablando de una inteligencia individual, con carnet de identidad. Un pensador eremítico, aislado entre las breñas, puede buscar en su soledad verdades universales, es decir, está usando públicamente su inteligencia, aunque esté solo.
En este capítulo, en cambio, voy a hablar de la inteligencia social, la que emerge de los grupos, asociaciones o sociedades, la que nos permite hablar de sociedades inteligentes y sociedades estúpidas. La sociedad española dieciochesca que gritaba «Vivan las cadenas», la sociedad francesa que aplaudió la furia bélica y codiciosa de Napoleón, la sociedad alemana que aclamó a Hitler y se dejó contagiar de sus desvaríos, y la sociedad industrial avanzada que está construyendo una economía que esquilma irreversiblemente la naturaleza o que impone un sistema que hace incompatible la vida laboral y la vida familiar o una globalización que aumenta la brecha entre países pobres y ricos, son ejemplos de fracasos de la inteligencia compartida.
Vayamos paso a paso. ¿Qué entiendo por inteligencia social, comunitaria, compartida, o como prefiera llamarla? No se trata de la inteligencia que se ocupa de las relaciones sociales, sino de la inteligencia que surge de ellas. Es, podríamos decir, una inteligencia conversacional. Cuando dos personas hablan, cada una aporta sus saberes, su capacidad, su brillantez, pero la conversación no es la suma de ambas. La interacción las aumenta o las deprime. Todos hemos experimentado que ciertas relaciones despiertan en nosotros mayor ánimo, se nos ocurren más cosas, desplegamos perspicacias insospechadas. En otras ocasiones, por el contrario, salimos del trato con los humanos deprimidos, idiotizados. La conversación ha ido resbalando hacia la mediocridad, el cotilleo, la rutina. Nos ha empequeñecido a todos. Soy el mismo en ambas ocasiones, pero una de ellas ha activado lo mejor que había en mí y otra lo peor. Ortega dijo una frase que ha tenido una fortuna demediada, porque sólo se ha hecho popular una mitad y la otra pasó desapercibida. «Yo soy yo y mi circunstancia» es la mitad exitosa. «Y si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo», es la mitad más importante, pero olvidada.
La inteligencia social es un fenómeno emergente. He tomado la idea del mundo de la economía. Los especialistas en management anglosajones acuñaron hace años un concepto brillante –organizaciones que aprenden, learning organizations– que con el tiempo se ha revelado muy útil. Los japoneses prefieren hablar de organizaciones que crean conocimiento. Todos están de acuerdo en una cosa: hay empresas inteligentes y empresas estúpidas. Aquéllas gestionan bien la información, detectan con rapidez los problemas, son capaces de resolverlos rápida y eficazmente, fomentan la creatividad y alcanzan sus metas –crear valor corporativo– al mismo tiempo que ayudan a que todos los implicados –los stakeholders– logren las suyas. Las estúpidas pasan a engrosar el cementerio empresarial.
Las empresas inteligentes consiguen que un grupo de personas, tal vez no extraordinarias, alcancen resultados extraordinarios gracias al modo en que colaboran. Una organización inteligente es la que permite desarrollar y aprovechar los talentos individuales mediante una interacción estimulante y fructífera. Comienza a hablarse de «capital intelectual» como uno de los grandes activos económicos, más aún, como la única riqueza verdadera.
Me parece muy provechoso extender esta noción a todo tipo de organizaciones, grupos, instituciones o sociedades. Hay parejas inteligentes y parejas estúpidas, familias inteligentes y familias estúpidas, sociedades inteligentes y sociedades estúpidas. El criterio es siempre el mismo. Las agrupaciones inteligentes captan mejor la información, es decir, se ajustan mejor a la realidad, perciben antes los problemas, inventan soluciones eficaces y las ponen en práctica. Así pues, junto a la inteligencia personal (que puede usarse privada o públicamente) encontramos una inteligencia social, que también tiene sus fracasos y sus éxitos.
CORTE

2

¿Se puede hablar de «inteligencia social» sin caer en mitologías peligrosas como las que fabulan un espíritu de las naciones, de las razas o de las clases? No sólo es posible sino necesario. Para explicar lo que entiendo por inteligencia social utilizaré un ejemplo señero: el lenguaje, uno de los más fascinantes misterios de la sociedad. ¿Quién lo creó? ¿A quién se le ocurrió el formidable invento del subjuntivo o del adverbio o de la voz pasiva? A nadie y a todos. Los lenguajes, como las culturas, son creaciones colectivas, panales de un enjambre muy particular, cada una de cuyas abejas es un sujeto independiente, que puede introducir pequeños o grandes cambios en la colmena. Una necesidad universal y ubicua –comunicarse– conduce a la invención de modos cada vez más eficaces de hacerlo, que son aceptados y afinados por la comunidad. La inteligencia social es una tupida red de interacciones entre sujetos inteligentes. Cada uno aporta sus capacidades y saberes, y resulta enriquecido o empobrecido por su relación con los demás. Es una gran conversación coral. Hay un tejemaneje interminable entre personajes distinguidos, personas pasivas, grupos revolucionarios, grupos rutinarios, ocurrencias individuales, ocurrencias colectivas, que configuran una creación mancomunada que depende de la colectividad pero que es independiente de cada uno de los miembros de la colectividad. Reflexione usted sobre cómo se instaura una moda. Hay personajes influyentes –los creadores de tendencias, los medios de comunicación, los persuasores de todo tipo–, pero en último término la moda se basa en un indeterminado pero copioso número de decisiones más o menos libres.
CORTE
Nadie puede, por ejemplo, introducir una palabra en el lenguaje. A lo sumo puede inventar un término y proponer su uso, pero que se generalice depende de los demás. Hace años intenté que se aceptara la palabra «estoicón» para designar a los miembros de una pareja más estable que un ligue pero más provisional que un matrimonio. Me había basado en la expresión «Desde hace dos años, estoy con Fulanita o con Menganito». El verbo «estar» siempre indica una situación más efímera que el verbo «ser». Mi propuesta no triunfó y por ello no puedo alardear de haber inventado una palabra española, sino sólo un vocablo privado, de uso personal.
La interacción de sujetos inteligentes produce un tipo nuevo de inteligencia –la inteligencia comunitaria o social– que produce sus propias creaciones: el lenguaje, las morales, las costumbres, las instituciones. No existe un espíritu de los pueblos o cosa semejante, sino un tupido tejer de agujas múltiples. Los intercambios recurrentes, copiosos, indefinidos producen pautas estables. Hay un minucioso trabajo de invención, reflexión, crítica, reelaboración, contrastación, puesta a prueba, proselitismo, iteración, rechazo, vueltas atrás, utopías, reivindicaciones, condenas, inquisiciones, librepensadores, científicos, estúpidos, santos, malvados, gentes del común, víctimas, verdugos, que sufriendo bandazos con frecuencia sangrientos, gracias a la inclemente pedagogía del escarmiento y a la gloriosa del placer y la alegría, produce una consistente segunda realidad. Los teóricos que hablan de la construcción de la realidad, frecuentemente con exageración, se refieren a la obra de estos telares infinitos y anónimos.
CORTE

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¿Cómo sabemos que fracasa una sociedad? Los seres humanos son intrínsecamente sociales. La sociedad, con sus ventajas y exigencias, con sus complejidades y riesgos, ha ido modelando, ampliando, cultivando el cerebro y el corazón humanos. Somos híbridos de neurología y cultura. El lenguaje y la libertad son creaciones sociales. Pero, además de esta inevitable índole social, los seres humanos conscientemente desean vivir en sociedad porque en ella descubren más posibilidades vitales. «Nadie se une para ser desdichado», decían los filósofos de la Ilustración, y los revolucionarios de 1789 lo afirmaron alegremente en su constitución: «La meta de la sociedad es la felicidad común.» La ciudad, por utilizar un nombre clásico, es fuente de soluciones. El hombre solitario no puede sobrevivir. Buscando, pues, su felicidad privada el ser humano se integra en el espacio público, y esto tiene trascendentales consecuencias. La primera es que debe coordinar sus metas, sus aspiraciones, sus conductas, con las metas, aspiraciones y conductas de los demás. Esta interacción continua es el fundamento de la inteligencia social, de la que depende el capital intelectual de una sociedad, sus recursos. Daré una fórmula sencilla, más que nada mnemotécnica, de los componentes de esta inteligencia:
Inteligencia social = inteligencias personales + sistemas de interacción pública + organización del poder.
Una sociedad de personas poco inteligentes, torpes, ignorantes, perezosas o sin capacidad crítica, no puede superar ningún test de inteligencia social. Pero tampoco podría hacerlo una sociedad compuesta sólo de genios egoístas o violentos. Es el uso público de la inteligencia privada lo que aumenta el capital intelectual de una comunidad. Al convertirse en ciudadano, el individuo se instala en un ámbito nuevo –la ciudad– que no puede ser una mera agregación de mónadas cerradas, sino que es forzosamente un sistema de comunicación interminable, donde todos influyen sobre todos, para bien o para mal. Los sistemas de interacción pública también determinan en la inteligencia social. No es lo mismo una comunidad dialogante que una comunidad perpetuamente en gresca, una ciudad generosa que una ciudad mezquina. Por último, el mal gobierno puede despeñar a una sociedad por el abismo de la estupidez, lo cual es siempre trágico, porque pagan inocentes los desmanes del poderoso. Todavía parece increíble lo que hizo Hitler con Alemania, Stalin con Rusia, Pol Pot con Camboya y, podríamos añadir, Alejandro Magno con Macedonia, Calígula con Roma, Napoleón con Francia, los papas del renacimiento con la Iglesia, etcétera, etcétera, etcétera.
A los ciudadanos les interesa sobremanera que la ciudad disfrute de un gran capital intelectual, que tenga la inteligencia necesaria para resolver los problemas que afectan a todos. La historia de la Humanidad puede contarse como un esfuerzo por crear formas de convivencia más inteligentes y también, como es notorio, como la crónica de sus fracasos y de sus éxitos.
En las culturas arcaicas, la ciudad estaba por encima del ciudadano, al que exigía una sumisión ilimitada. Esta idea llega hasta el Estado totalitario del siglo pasado, que aceptado como fuente dispensadora de todos los derechos del individuo, podía arrebatárselos cuando quisiera. «El Estado lo es todo; el individuo, nada» es una aclamada máxima fascista. La inteligencia social fue rebelándose contra esta tiranía, defendiendo los derechos individuales previos al Estado, desintoxicándose de la sumisión. Apareció así la idea de la dignidad inviolable del individuo. Un logro tardío. ¿Cómo se llegó a esa invención? ¿De dónde sacó fuerza y consejo la inteligencia comunitaria para dar a luz una idea tan brillante? Pues de la inteligencia de sus ciudadanos. Éstos se habían incorporado a la ciudad buscando mejores condiciones para alcanzar sus metas particulares, su felicidad en una palabra, y no podían consentir que la ciudad fuese una fuente de desdichas. Trabajaron entonces para defenderse de la Ciudad tiránica, pero manteniéndose dentro de la Ciudad benefactora. La felicidad privada consiste en la armoniosa realización de las dos grandes motivaciones humanas: el bienestar y la ampliación de posibilidades. Pues bien, para ambas cosas pedimos ayuda a la ciudad, y la ciudad fracasa si no nos las proporciona.
Sociedades estúpidas son aquellas en que las creencias vigentes, los modos de resolver conflictos, los sistemas de evaluación y los modos de vida, disminuyen las posibilidades de las inteligencias privadas.
Una sociedad embrutecida o encanallada produce estos efectos. Y también una sociedad adictiva, como es la nuestra en opinión de los expertos. La vulnerabilidad a las adicciones es un fenómeno cultural. Arnold Washton, un conocido especialista, señala: «Más y más personas están comenzando a darse cuenta de que nuestra avidez nacional por los productos químicos es sólo un aspecto de un problema nacional de conductas adictivas: no únicamente el uso indebido de las drogas.»
He dicho frecuentemente que las drogas no son un problema, sino una mala solución a un problema. Washton escribe: «El hecho de que estemos buscando esas gratificaciones a través de la adicción nos revela algo sobre el contexto social en que esto está ocurriendo: colectivamente, se recurre a los elementos alteradores del estado de ánimo para satisfacer necesidades reales y legítimas que no son adecuadamente satisfechas dentro de la trama social, económica y espiritual de nuestra cultura.» Es una mezcla de «mentalidad del arreglo rápido» y de «sentimiento de impotencia». Annie Gottlieb, en su estudio sobre la generación de los años sesenta titulado Do You Believe in Magic?, escribe: «Es el legado más agridulce que le dejaron las drogas a nuestra generación: el deseo de “sobrevolar” por encima de una vida llena de altibajos. Las drogas fueron como un helicóptero que nos depositara en el Himalaya para disfrutar de la vista, sin haber tenido que escalar. Esa experiencia nos dejó, durante años, con una avidez de éxtasis, una impaciencia por las cosas terrenas, una desconfianza en la eficacia del esfuerzo. A quienes tomaban un atajo hasta el mundo de la magia, les ha costado mucho aprender a tener paciencia, perseverancia y disciplina, a tolerar el exilio en el mundo común y corriente.»
No puedo eludir un problema. ¿La aceptación social garantiza la bondad de una solución? Rotundamente no. No es verdad que la mayoría tenga siempre razón ni que el pueblo no se equivoque nunca, como un discurso políticamente correcto dice con notoria frivolidad. Una sociedad resentida o envidiosa o fanática o racista puede equivocarse colectivamente, y, por el contrario, un hombre solo puede tener razón frente al mundo entero. Por eso, al hablar de éxito o fracaso de la inteligencia colectiva necesitamos apelar a algún criterio de evaluación. Le propongo el siguiente: Debemos conceder a la inteligencia social la máxima jerarquía cuando proponga formas de vida que un sujeto ilustrado y virtuoso, en pleno uso público de su inteligencia, tras aprovechar críticamente la información disponible, considera buenas. Como habrá reconocido el lector avezado, es una propuesta estrictamente aristotélica, pero que incluye las propuestas de Rawls, Habermas y otros teóricos. No sonría al leer mi referencia a la virtud. ¿Qué otra cosa pedimos a un juez para poder confiar en él? La impacialidad, la objetividad, el estudio minucioso de las circunstancias, la equidad, son virtudes, es decir, hábitos que perfeccionan el juicio.
Pero si al final el último juez ha de ser u...

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