La otra guerra
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La otra guerra

Una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas

Leila Guerriero

  1. 96 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (adapté aux mobiles)
  4. Disponible sur iOS et Android
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La otra guerra

Una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas

Leila Guerriero

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En 1982, tras la guerra entre Argentina y Gran Bretaña por las islas Malvinas, el ejército inglés ordenó al oficial Cardozo que identificara a los soldados argentinos fallecidos en ese territorio y diseñara un cementerio para albergarlos. Los resultados de su trabajo llegaron al gobierno argentino, que no los hizo públicos ni los dio a conocer a los familiares de los caídos, de modo que estos permanecieron sin identificar. Este libro narra los esfuerzos, exitosos y recientes, por restituir una memoria opacada por la inacción institucional, el orgullo nacionalista y la sombra de la dictadura.

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Informations

Année
2021
ISBN
9788433942708

La otra

guerra

En 1982 la Argentina estaba gobernada por una dictadura bajo el mando del teniente coronel Leopoldo Fortunato Galtieri. El 30 de marzo el movimiento obrero convocó una marcha hacia la plaza de Mayo, en Buenos Aires. Desde 1976 el régimen militar había secuestrado y asesinado a miles de ciudadanos, suprimido el derecho a huelga y prohibido la actividad gremial. Aun así, cincuenta mil personas convergieron en la manifestación que se realizó bajo el lema «Paz, Pan y Trabajo», entre gritos de «¡Galtieri, hijo de puta!», y terminó con enfrentamientos salvajes y más de tres mil detenidos.
Apenas dos días después, el 2 de abril, en la misma plaza, cien mil ciudadanos eufóricos alzaban banderas patrias y enarbolaban carteles con la leyenda «Viva nuestra Marina», mientras un grito fervoroso avanzaba como la proa de un barco bestial: «¡Galtieri, Galtieri!» La televisión mostraba al teniente coronel abriéndose paso entre una multitud rugiente que se disputaba espacio para abrazarlo. La voz de una locutora relataba con vehemencia: «¡Ha salido el excelentísimo señor presidente de la nación a saludar a su pueblo! Todos lo han vitoreado. El señor presidente se acercó a esta multitud que lo aclamaba tanto a él como a las fuerzas armadas por la actitud histórica tomada en las últimas horas. ¡Gracias, gloriosa Armada Nacional!» La locutora, el pueblo, el teniente coronel celebraban que, horas antes, tropas nacionales habían desembarcado en las islas Malvinas, un archipiélago del Atlántico sur que llevaba 149 años bajo dominio inglés con el nombre de Falkland Islands, y cuya soberanía se reclamaba desde siempre.
Siguió una guerra corta, de setenta y cuatro días. Pocas cosas se detuvieron en el país por ese conflicto. La selección de fútbol viajó al Mundial de España y debutó el 13 de junio con un partido en el que perdió contra Bélgica. Al día siguiente, la guerra terminó. El teniente coronel Galtieri anunció la rendición de esta manera: «Nuestros soldados lucharon con esfuerzo supremo por la dignidad de la nación. Los que cayeron están vivos para siempre en el corazón y la historia grande de los argentinos [...]. Tenemos nuestros héroes. Hombres de carne y hueso del presente. Nombres que serán esculpidos por nosotros y las generaciones venideras.» Seiscientos cuarenta y nueve soldados y oficiales argentinos murieron en combate. El nombre de más de cien de ellos demoró treinta y cinco años en ser esculpido. No en la historia grande sino en una lápida.
Con esta camisa iba a bailar.
Estas son las cartas que nos mandó desde las islas.
Esta es la cadenita que le regaló la novia, el anillo de casado, el reloj, el carnet de la Armada, las fotos de la dentadura y del ataúd y de la fosa que están en el informe que nos entregaron los forenses.
Al terminar la guerra, miles de soldados regresaron a sus casas, pero, salvo excepciones, el Estado no notificó oficialmente la muerte de quienes no volvieron. Día tras día, semana tras semana, cientos de familiares recorrieron los cuarteles buscando al muerto vivo, al despedido al pie de un autobús semanas antes. Apostados al otro lado de los muros gritaban: «¿¡Alguien sabe dónde está Andrés Folch?!», «¿Julio Cao, dónde está Julio Cao?», «¡¡Araujo, soldado Araujo!!».
Entretanto, el ejército inglés, que había sufrido 255 bajas, envió a las islas a un oficial de treinta y dos años llamado Geoffrey Cardozo con el fin de ayudar a su tropa en la posguerra. Cardozo encontró un panorama inesperado: los cuerpos de los combatientes argentinos seguían esparcidos en el campo de batalla. Lo comunicó a sus superiores y, en noviembre de 1982, el gobierno británico presentó una nota a la junta militar argentina preguntando qué hacer. Según sostiene el historiador Federico Lorenz en el texto «El cementerio de guerra argentino en Malvinas»,1 «El gobierno militar respondió [...] autorizando el entierro de sus soldados caídos, pero “reservándose el derecho de decidir, cuando sea adecuado, acerca del traslado de los restos [...] desde esa parte de su territorio al continente”. Las idas y vueltas se debieron a que las consultas oficiales británicas incluían la palabra “repatriación”, algo inadmisible para la Argentina en tanto considera a las islas parte de su territorio». Así fue como el destino de cientos de cadáveres quedó reducido a un asunto semántico: no se repatria lo que está en el suelo propio.
Geoffrey Cardozo recibió la orden de armar un cementerio. Encontró un lugar en el istmo de Darwin. Ejerciendo un oficio fúnebre para el que no tenía entrenamiento, recogió cadáveres insepultos, exhumó los sepultados, revisó uniformes buscando documentos, carnets, placas identificatorias: los rastros de la identidad esquiva. Logró reunir doscientos treinta cuerpos pero ciento veintidós de ellos –restos mudos, sin placas ni documentación– quedaron sin identificar. Los trasladó, a todos, al cementerio. Los envolvió en tres bolsas y, en la última, escribió con tinta indeleble el nombre del sitio donde habían sido encontrados. En las cruces de quienes no tenían nombre hizo grabar una leyenda: «Soldado argentino solo conocido por Dios.» Elaboró un informe minucioso y lo remitió a su gobierno que, a su vez, lo remitió a la Cruz Roja que, a su vez, lo remitió al gobierno argentino. El cementerio se inauguró el 19 de febrero de 1983. Luego, Cardozo volvió a Inglaterra. No regresó a las islas pero jamás dejó de pensar en ellas.
Yo supe cómo había muerto mi hermano veinticinco años después de la guerra.
Yo pensé que ese cementerio estaba vacío.
A mí me habían dicho que estaban en una fosa común.
Yo siempre creí que él iba a volver.
¿Cómo nadie nos dijo nada del trabajo que había hecho Cardozo?
En 1982, un militar llamado Héctor Cisneros –cuyo hermano, Mario «El Perro» Cisneros, también militar, había muerto en la guerra y cuyos restos no habían sido identificadosfundó la Comisión de Familiares de Caídos en las Islas Malvinas e Islas del Atlántico Sur que sentó una línea de pensamiento clara en relación con los caídos: todos –soldados y oficiales– eran héroes; todos los sepultados en el cementerio de Darwin eran el último bastión argentino en las islas y debían permanecer allí.
En 1983 terminó la dictadura, se restableció la democracia y la guerra quedó en la memoria como el intento agónico del régimen militar por unir al pueblo en torno a una causa épica. Ni los sucesivos gobiernos democráticos ni las fuerzas armadas entraron en contacto con –o confeccionaron un registro de– los familiares de los soldados muertos; jamás notificaron esas muertes de manera oficial ni proporcionaron datos acerca de cómo se habían producido.
En 1999, un acuerdo entre países otorgó a la Comisión de Familiares el mantenimiento del cementerio. En 2004, uno de los empresarios más ricos del país, Eduardo Eurnekian, costeó su remodelación. Reemplazó las cruces de madera por cruces blancas, hizo colocar lápidas de pórfido negro, alzó un cenotafio con los nombres de los caídos. Así, en los aniversarios de la guerra, los medios argentinos comenzaron a publicar imágenes de ese sitio de pulcritud vascular, una geometría perfecta crucificada por el viento a la que muchos creían un espacio simbólico, vacío.
Durante todo ese tiempo el oficial inglés Geoffrey Cardozo conservó una copia de su informe, convencido de que el Estado argentino lo había dado a conocer a los familiares. Pero en 2008 supo que no: que los familiares ni siquiera sabían de su existencia.
Yo me oponía a que los identificaran porque decían que querían traer los cuerpos al continente.
Yo me oponía a que los identificaran porque pensé que de mi hijo no quedaba nada.
Yo me oponía a que los identificaran porque todos se oponían.
El lunes 20 de agosto de 2018, a las ocho de la mañana, un hombre camina hacia el bar La Biela, en el barrio porteño de la Recoleta, que a esa hora aún está cerrado. La temperatura es de dos grados bajo cero pero él usa una chaqueta que no parece abrigada. Camina erguido, encendiendo una pipa. Al llegar a la esquina, con un español cargado de acento británico, dice:
–Oh, no. Está cerrado. Ven, vamos a mi hotel.
El coronel británico Geoffrey Cardozo se hospeda a metros de allí en estos días, invitado por el gobierno argentino: la cámara de senadores le ha entregado una mención de honor por haber colaborado en el trabajo de identificación de los caídos en el cementerio de Darwin. El desayunador del hotel está repleto y Cardozo tiene una agenda apretada: a las ocho y media lo espera otra periodista; a las nueve, miembros de su embajada, de modo que apenas sentarse empieza su relato en lo que, más que una reacción automática, parece un pragmatismo radical.
–Cuando fui a las islas mi jefe me ha dicho: «Geoffrey, tienes que enterrar a estos soldados, es humanitario.» Eso es normal en nuestra cultura. Al ser un país con colonias, tenemos cementerios por todo el mundo. Entonces hice un registro muy detallado, porque algo me decía «Tengo que ser muy claro porque hay tantos que no están identificados que a lo mejor en el futuro su país podrá exhumar para ver si es posible identificarlos». Me marché sintiéndome mal por no haber identificado a todos. Eso estaba en mi mente todos los días.
Veintiséis años después de la guerra, en 2008, llegó a Londres un excombatiente de Malvinas, Julio Aro, para asistir a unas jornadas sobre estrés postraumático. Le asignaron un intérprete: Geoffrey Cardozo. A lo largo de tres días, Cardozo escuchó, incrédulo, el relato de Julio Aro, que decía que ese año había ido al cementerio de Darwin por primera vez, había buscado los nombres de compañeros a los que había enterrado y no entendía por qué no estaban ni cómo era posible que hubiera tantos cuerpos sin identificar.
–Y ahí estalló mi furia –dice Cardozo–. Yo entregué ese informe a mi gobierno, que lo envió a la Cruz Roja y al gobierno argentino. Todo en 1983. Y años después veo que no sabían lo que había pasado. Una noche fuimos con Julio Aro a un pub y, después de tomar una cerveza, le di mi informe y le dije: «Sabrás qué hacer con él.»
Pero Julio Aro no entendió nada porque no hablaba una sola palabra de inglés.
El 11 de junio de 2019, a las seis y media de la...

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