Océano mar
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Océano mar

Alessandro Baricco, Xavier GonzĂĄlez Rovira, Carlos Gumpert

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  1. 240 pages
  2. Spanish
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Océano mar

Alessandro Baricco, Xavier GonzĂĄlez Rovira, Carlos Gumpert

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Hace muchos años, en medio de algĂșn ocĂ©ano, una fragata de la marina francesa naufragĂł. 147 hombres intentaron salvarse subiendo a una enorme balsa y confiĂĄndose al mar. Un horror que durĂł dĂ­as y dĂ­as. Un formidable escenario en el que se mostraron la peor de las crueldades y la mĂĄs dulce de las piedades. Hace muchos años, a orillas de algĂșn ocĂ©ano, llegĂł un hombre. Lo habĂ­a llevado hasta allĂ­ una promesa. La posada donde se parĂł se llamaba Almayer. Siete habitaciones. Extraños niños, un pintor, una mujer bellĂ­sima, un profesor con un extraño nombre, un hombre misterioso, una muchacha que no querĂ­a morir, un cura cĂłmico. Todos estaban allĂ­ buscando algo, en equilibrio sobre el ocĂ©ano. Hace muchos años, estos y otros destinos encontraron el mar y volvieron marcados. Este libro explica el porquĂ©, y escuchĂĄndoles se oye la voz del mar. Se puede leer como una historia de suspense, como un poema en prosa, un conte philosophique, una novela de aventuras. En cualquier caso, domina la alegrĂ­a furiosa de contar historias a travĂ©s de una escritura y una tĂ©cnica narrativa sin modelos ni antecedentes ni maestros. El tono de "OcĂ©ano mar" no tiene comparaciĂłn posible en la narrativa italiana, por la ascensiĂłn fantĂĄstica que no conoce pausas, por la gama emotiva que proyecta. En efecto, se pasa de la ironĂ­a mĂĄs descarada a la melancolĂ­a mĂĄs profunda, de la comicidad mĂĄs sanguinolenta al pathos mĂĄs comprometedor y menos patĂ©tico. Esta novela, en la que proliferan ecos y alusiones Conrad y Melville, Joyce y Beckett, Valery Larbaud y Perec, el Schumann de las variaciones y La balsa de la Medusa de GĂ©ricault es la indiscutible confirmaciĂłn de un talento original, capaz de insĂłlitas sabidurĂ­as literarias y de inĂ©ditos abandonos. Mientras que Seda estaba construida siguiendo un Ășnico registro estilĂ­stico, en "OcĂ©ano mar" se utilizan una gran variedad de tĂ©cnicas: «a cada historia debe corresponder una mĂșsica particular», en palabras del narrador y musicĂłlogo Baricco.

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Informations

Année
1999
ISBN
9788433928009

Libro primero

Posada Almayer

1

Arena hasta donde se pierde la vista, entre las Ășltimas colinas y el mar –el mar– en el aire frĂ­o de una tarde a punto de acabar y bendecida por el viento que sopla siempre del norte.
La playa. Y el mar.
PodrĂ­a ser la perfecciĂłn –imagen para ojos divinos–, un mundo que acaece y basta, el mudo existir de agua y tierra, obra acabada y exacta, verdad –verdad–, pero una vez mĂĄs es la redentora semilla del hombre la que atasca el mecanismo de ese paraĂ­so, una bagatela la que basta por sĂ­ sola para suspender todo el enorme despliegue de inexorable verdad, una naderĂ­a, pero clavada en la arena, imperceptible desgarrĂłn en la superficie de ese santo icono, minĂșscula excepciĂłn depositada sobre la perfecciĂłn de la playa infinita. ViĂ©ndolo de lejos, no serĂ­a mĂĄs que un punto negro: en la nada, la nada de un hombre y de un caballete.
El caballete estå anclado con cuerdas finas a cuatro piedras depositadas en la arena. Oscila imperceptiblemente al viento que sopla siempre del norte. El hombre lleva botas de caña alta y un gran chaquetón de pescador. Estå de pie, frente al mar, haciendo girar entre los dedos un pincel fino. Sobre el caballete, una tela.
Es como un centinela –esto es necesario entenderlo en pie para defender esa porciĂłn de mundo de la invasiĂłn silenciosa de la perfecciĂłn, pequeña hendidura que agrieta esa espectacular escenografĂ­a del ser. Puesto que siempre es asĂ­, basta con el atisbo de un hombre para herir el reposo de lo que estaba a punto de convertirse en verdad y, por el contrario, vuelve inmediatamente a ser espera y pregunta, por el simple e infinito poder de ese hombre que es tragaluz y claraboya, puerta pequeña por la que regresan rĂ­os de historias y el gigantesco repertorio de lo que podrĂ­a ser, desgarrĂłn infinito, herida maravillosa, sendero de millares de pasos donde nada mĂĄs podrĂĄ ser verdadero, pero todo serĂĄ –como son los pasos de esa mujer que envuelta en un chal violeta, la cabeza cubierta, mide lentamente la playa, bordeando la resaca del mar, y surca de derecha a izquierda la ya perdida perfecciĂłn del gran cuadro consumando la distancia que la separa del hombre y de su caballete hasta llegar a algunos pasos de Ă©l, y despuĂ©s justo junto a Ă©l, donde nada cuesta detenerse –y, en silencio, mirar.
El hombre ni siquiera se da la vuelta. Sigue mirando fijamente el mar. Silencio. De vez en cuando moja el pincel en una taza de cobre y esboza sobre la tela unos cuantos trazos ligeros. Las cerdas del pincel dejan tras de sĂ­ la sombra de una palidĂ­sima oscuridad que el viento seca inmediatamente haciendo aflorar el blanco anterior. Agua. En la taza de cobre no hay mĂĄs que agua. Y en la tela, nada. Nada que se pueda ver.
Sopla como siempre el viento del norte y la mujer se ciñe su chal violeta.
–Plasson, hace dĂ­as y dĂ­as que trabajĂĄis aquĂ­ abajo. ÂżPara que os traĂ©is todos esos colores si no tenĂ©is valor para usarlos?
Eso parece despertarlo. Eso le ha afectado. Se vuelve para observar el rostro de la mujer. Y cuando habla no es para responder.
–Os lo ruego, no os mováis –dice.
DespuĂ©s acerca el pincel al rostro de la mujer, vacila un instante, lo apoya sobre sus labios y lentamente hace que se deslice de un extremo al otro de la boca. Las cerdas se tiñen de rojo carmĂ­n. Él las mira, las sumerge levemente en el agua y levanta de nuevo la mirada hacia el mar. Sobre los labios de la mujer queda la sombra de un sabor que la obliga a pensar «agua de mar, este hombre pinta el mar con el mar» –y es un pensamiento que provoca escalofrĂ­os.
Ella hace un rato que se ha dado la vuelta, y estĂĄ ya midiendo de nuevo la inmensa playa con el matemĂĄtico rosario de sus pasos, cuando el viento pasa por la tela para secar una bocanada de luz rosĂĄcea, flotando desnuda sobre el blanco. Uno podrĂ­a pasarse horas mirando ese mar, y ese cielo, y todo lo demĂĄs, pero no podrĂ­a encontrar nada de ese color. Nada que se pueda ver.
La marea, en esa zona, sube antes de que llegue la oscuridad. Un poco antes. El agua rodea al hombre y a su caballete, los va engullendo, despacio pero con precisiĂłn, allĂ­ quedan, uno y otro, impasibles, como una isla en miniatura, o un derrelicto de dos cabezas.
Plasson el pintor.
Viene a recogerlo, cada tarde, una barquilla, poco antes de la puesta del sol, cuando el agua ya le llega al corazĂłn. Es Ă©l quien asĂ­ lo quiere. Sube a la barquilla, recoge el caballete y todo lo demĂĄs, y se deja llevar a casa.
El centinela se marcha. Su deber ha acabado. Peligro evitado. Se apaga en la puesta de sol el icono que una vez mĂĄs no ha conseguido convertirse en sacro. Todo por ese hombrecillo y sus pinceles. Y ahora que se ha marchado, ya no queda tiempo. La oscuridad suspende todo. No hay nada que pueda, en la oscuridad, convertirse en verdadero.

2

... sólo raramente, y de manera tal que a algunos, en aquellos momentos, al verla, se les oía decir, en voz baja –Morirá
o bien
–Morirá
o también
–Morirá
y hasta
–Morirá
A su alrededor, colinas.
Mi tierra, pensaba el barĂłn de Carewall.
No es exactamente una enfermedad, podrĂ­a serlo, pero es algo menos, si tiene un nombre debe de ser ligerĂ­simo, lo dices y ya ha desaparecido.
–Cuando era niña, un dĂ­a llega un mendigo y empieza a tararear una cantilena, la cantilena asusta a un mirlo que se eleva...
–... asusta a una tórtola que se eleva y es el zumbido de las alas...
–... las alas que zumban, un ruido de nada...
–... habrĂĄ sido hace diez años...
–... pasa la tĂłrtola delante de su ventana, un instante, asĂ­, y ella levanta los ojos de sus juegos y yo no sĂ©, llevaba encima el terror, pero un terror blanco, quiero decir que no era como alguien que tiene miedo, sino como alguien que estĂĄ a punto de desaparecer...
–... el zumbido de las alas...
–... alguien a quien se le escapaba el alma...
–... ¿me crees?
CreĂ­an que al crecer se le pasarĂ­a todo. Pero, entretanto, todo el edificio se cubrĂ­a de alfombras porque, como es obvio, sus mismos pasos la asustaban, alfombras blancas por todas partes, un color que no hiciera daño, pasos sin ruido y colores ciegos. En el parque, los senderos eran circulares con la Ășnica excepciĂłn osada de un par de veredas que serpenteaban ensortijando suaves curvas regulares –salmos–, y eso es mĂĄs razonable, en efecto: basta un poco de sensibilidad para comprender que cualquier esquina sin visibilidad es una emboscada posible, y dos caminos que se cruzan, una violencia geomĂ©trica y perfecta, suficiente para asustar a cualquiera que estĂ© seriamente en posesiĂłn de una autĂ©ntica sensibilidad, y mucho mĂĄs a ella, que no es que tuviera exactamente un alma sensible, sino, por decirlo en tĂ©rminos precisos, que estaba poseĂ­da por una sensibilidad de ĂĄnimo incontrolable, que explotĂł para siempre en quiĂ©n sabe quĂ© momento de su vida secreta –vida de nada, tan pequeña como era– y despuĂ©s se le subiĂł al corazĂłn por vĂ­as invisibles, y a los ojos, y a las manos, y a todo, como una enfermedad, aunque una enfermedad no fuera, sino algo menos, si tiene un nombre debe de ser ligerĂ­simo, lo dices y ya ha desaparecido.
Por ello, en el parque, los senderos eran circulares.
Tampoco hay que olvidar la historia de Edel Trut, que en todo el País no tenía rival en tejer la seda y por ello fue llamado por el barón, un día de invierno en el que la nieve era tan alta como los niños, un frío que pelaba, llegar hasta allí fue un infierno, el caballo humeaba, los cascos al azar en la nieve, y el trineo detrås dando bandazos; si no llego antes de diez minutos quizås me muera, tan cierto como que me llamo Edel, me muero, y ademås sin saber siquiera qué diablos es eso tan importante que tiene que enseñarme el barón...
–¿QuĂ© ves, Edel?
En la habitaciĂłn de la hija, el barĂłn estĂĄ de pie frente a la pared larga, sin ventanas, y habla despacio, con una dulzura antigua.
–¿QuĂ© ves?
Tejido de Borgoña, de buena calidad, y paisajes como hay muchos, un trabajo bien hecho.
–No son unos paisajes corrientes, Edel. O por lo menos, no lo son para mi hija.
Su hija.
Es una especie de misterio, pero hay que intentar entenderlo, sirviĂ©ndose de la fantasĂ­a, y olvidar lo que se sabe, de modo que la imaginaciĂłn pueda vagabundear en libertad, corriendo lejos por el interior de las cosas hasta ver que el alma no es siempre diamante sino a veces velo de seda –esto puedo entenderlo –imagĂ­nate un velo de seda transparente, cualquier cosa podrĂ­a rasgarlo, incluso una mirada, y piensa en la mano que lo coge –una mano de mujer –sĂ­ –se mueve lentamente y lo aprieta entre los dedos, pero apretarlo es ya demasiado, lo levanta como si no fuera una mano, sino un golpe de viento, y lo encierra ente los dedos como si no fuer...

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