Las comedias de Enríquez Gómez entre la Restauración portuguesa y la reformación de la Monarquía Hispánica
Manuel Calderón Calderón
Centro de Estudos de Teatro
Faculdade de Letras da Universidade de Lisboa
Antonio Enríquez Gómez fue hijo de un converso condenado por criptojudaísmo en 1624 y nieto de otro, relajado por la Inquisición en 1588. Nacido en Cuenca en 1600, Enríquez Gómez trabajó en Sevilla como empleado de un tío suyo, se casó a los dieciocho años en Zafra (Badajoz) con una cristianovieja y a los veinticuatro estaba instalado como comerciante en Madrid. Al parecer, fue autodidacta y antes de huir a Francia, a los treinta y cinco años, ya debió de haber escrito casi la mitad de sus comedias, que rondan el medio centenar.
Por influencia de su amigo, el también criptojudío Manuel Fernandes Vila Real, a la sazón cónsul de Portugal en París, Enríquez Gómez colaboró con la Restauración escribiendo sendos panegíricos a dos importantes enemigos de la Monarquía Hispánica: João IV y el futuro Luis XIV.
En 1643, coincidiendo con la caída de Olivares, Enríquez Gomez se instala en Rouen, y al año siguiente publica La culpa del primero peregrino, tema y motivo que reitera en su comedia Fernán Méndez Pinto, estrenada en Madrid once años antes, y en El siglo pitagórico, ficción inspirada en las sátiras y diálogos de Luciano, cuyo protagonista es el Virtuoso, un alma que peregrina en busca de virtud y perfección, transmigrando de un cuerpo a otro, a los que abandona después de una muerte violenta.
Esta violencia siempre al acecho, dada su condición de marrano, se generalizará después de la caída de Olivares, a pesar de su apoyo y el de Felipe IV a los cristianos nuevos portugueses, coincidiendo con una crisis militar, demográfica y económica de la Monarquía Católica que sumió al país en un clima de violencia social (marginalidad, asesinatos, duelos), urbana y antiseñorial no sólo contra la carestía y el hambre, sino también contra la tiranía de las oligarquías locales (Bouza, 1999: 73). En consecuencia, esta crisis vino acompañada por otra de tipo político, dentro y fuera de la Península: las conjuras y sublevaciones, como la de Portugal, en las que volvió a tener un papel protagonista la rivalidad por el privilegio entre particularismos estamentales estrechamente vinculados a sus territorios.
Pero a pesar de este clima amenazador, en 1649 Enríquez Gómez regresó a España, donde trató de pasar inadvertido con una falsa identidad (Fernando de Zárate). Era una actitud incongruente, pero extrañamente compatible con sus convicciones, y que no sólo hay que achacar a « otras querencias, comunes a todos los hombres, como el amor a la tierra en que se ha nacido y vivido » y al « apetito de los negocios » (Caro Baroja, 1972: 82), en cuya competencia debió de surgir, entre « judíos y judaizantes, aquel espíritu de denuncia mutua y de posición interesada que, como les reprochaban los cristianos, les permitía mentir constantemente » (Caro Baroja, 1972: 61–62).
Lo ocurrido después con Enríquez Gómez parece confirmarlo. Su nueva identidad no lo libró de la cárcel, asunto en que estuvieron envueltos un hermanastro y un primo suyos (Révah, 2003: 389–392), ni de ser condenado, en 1662, por la Inquisición de Sevilla, en una de cuyas celdas murió al año siguiente.
Todo lo anterior constituye el telón de fondo de las dos comedias que traigo a colación. El protagonista de la primera, Engañar para reinar, sólo podrá ser rey de Hungría si se casa con Isbella, a la que aborrece; pero mientras trata de esquivarla, no duda en hacerle falsas promesas con tal de lograr sus objetivos; de ahí el título de la comedia. Una situación muy semejante a la del infante don Sancho y doña Elvira en No hay contra el honor poder, donde otro personaje advierte: « engañar por interés/sí, pero poner a riesgo/el honor [de un tercero], eso no »; lo que, para su autor, constituye el límite que separa al malsín de quien defiende legítimamente sus intereses.
Por otro lado, si hubo ciertamente una conciencia de la crisis y decadencia de la Monarquía Hispánica, ¿cómo se explicó en la época? De dos maneras: bien siguiendo la tradición judeocristiana, que establecía una relación de causa-efecto « entre las disposiciones divinas y la moralidad humana », en virtud de la cual « los castellanos tenían que purificar sus intenciones y reformar su moral y costumbres », de ahí la prohibición de imprimir novelas y comedias entre 1625 y 1634 (Moll, 1974); o bien, desde un punto de vista secular, combinando la idea orgánica del Estado con una representación de la historia, implícita en la Restauración política de España (1619), de Sancho de Moncada, como un ciclo de crecimiento, madurez y decadencia (Elliott, 1982: 205–208).
Estas reflexiones sobre las causas y remedios de la crisis se inscriben en un contexto de guerra ideológica (la de las letras, complementaria a la de las armas), que Diego Saavedra Fajardo resumiría gráficamente en la cuarta empresa de su Idea de un príncipe político cristiano (1640): « Non solum armis ». Veamos cómo Enríquez Gómez participó en este debate, a través del teatro.
Tanto él como el mencionado Manuel Fernandes Vila Real y otros polemistas de la Restauración, solían recurrir a los lugares bíblicos para explicar el pasado inmediato, el presente y hasta el futuro (António Vieira) del nuevo Estado portugués, según el punto de vista providencialista que, por otra parte, ya había empleado el villano Jan’Afonso en el Auto da festa (1526 a quo) y en el Templo d’Apolo (1526), de Gil Vicente; una tragicomedia que desarrolla todo un programa iconográfico, literario y doctrinal de gobierno, sirviéndose de referencias cristianas y paganas. Actualizando la original ligazón entre el teatro y lo sagrado, algunas comedias del siglo xvii desempeñaron igualmente una función parenética. Sirvan de ejemplo estas dos de Enríquez Gómez: Engañar para reinar, la primera « que hizo » (escribió) el poeta, según afirma en los versos finales su protagonista, y No hay contra el honor poder (1652).
Comienza la primera con la típica escena de caza en la que Iberio, Rey de Hungría, se encuentra con Elena, « monstruo de Venus » y « reina de estas montañas », quien sale vestida con pieles blancas, arco y flechas. Mientras flirtean perdidos en la espesura, el bastardo Ludovico reclama su derecho al trono y planea matar a Iberio. Pero no bien habían empezado a buscarlo, el Rey aparece y les cuenta que acaba de luchar con un dragón y que ha sido socorrido por dos leones, uno cachorro del otro. Se trata de un motivo emblemático que coincide con la portada del Philippus Prudens (Amberes, 1639), de Juan Caramuel; alegato favorable a Felipe II en la disputa por la sucesión a la Corona de Portugal.
Notemos, de entrada, que la historia de Iberio guarda paralelismos con la de Jacob, empezando por el título de la comedia (Génesis, 27–33). Jacob también huye lejos de Bersabé, a la región de Harán (como Iberio a las montañas sobre el Danubio); por el camino, tiene el sueño de la escala (de sentido semejante al de los leones, en la comedia de Enríquez Gómez); durante su exilio, conoce a la pastora Raquel, que es su prima (como Iberio conoce a Elena, prima suya e hija del labrador Albano) y mantiene al mismo tiempo relaciones con Raquel (de la que nacerá José, patriarca de Israel) y con Lía (origen de la casa de Judá), como Iberio elige a Elena como esposa, pero dando esperanzas a Isbella interesadamente. Al fin, Jacob hace la paz con su hermano Esaú, como Iberio con su hermanastro, restituyendo la « justicia, palabra de la deidad »,
« …que si Dios
a los soberbios humilla,
yo en las armas de mi honor
de la razón me he valido. »
El Condestable previene a Iberio de las intenciones alevosas de Ludovico y le aconseja huir a Italia. Aunque antes de partir conoce a Albano, padre de Elena, cuyo nombre real es Tebandro, el que « sujetó los dos imperios/de Hungría y Belgrado », tío de Iberio y quien salvó la vida al padre de éste durante la guerra. Sin embargo, debido a un malentendido y a las intrigas de Ricardo, Tebandro lleva exiliado en aquellos bosques veintiséis años. Él mismo es quien advierte a Iberio que mientras vivan « Ricardo, Otavio, Hero y Lisipio, los mayores potentados, es fuerza que rey no seas ».
Es evidente que Iberio es el buen Rey y Ludovico, el tirano o mal gobernante, soberbio y cruel, a quien el Condestable trata inútilmente de inclinar a las tareas de Gobierno. Y « un importante asunto de la publicística, durante la guerra de Restauración, consistió en evaluar si el tratamiento que la Monarquía había dispensado a la nobleza portuguesa había sido tiránico o liberal » (Bouza, 2000: 215). Por el contrario, Tebandro es el valido ejemplar e injustamente perseguido, quien después de un largo exilio, víctima de las intrigas de Ricardo, recupera su honra y la confianza del Rey.
Gran parte de los fidalgos de la Irmandade de Santo Antônio dos Portugueses también había sido contraria a Olivares en la década de 1630, época en la que sus miembros se autoproclamaban repúblicos o populares y justificaban su existencia alegando que defendían, más que la patria, al pueblo y al reino frente a la política fiscal de Don Gaspar de Guzmán. Sostenían, incluso, que la Monarquía debía contar con ellos para asegura la paz en Portugal, como se encargarían de demostrar las alteraciones de Évora (Bouza, 2000: 286).
Las dos décadas anteriores a la crisis de 1640, el Gobierno de la Monarquía Católica se había caracterizado por el protagonismo de un valido institucionalizado, el cual había identificando la reputación del Estado con la de su Gobierno y había sustituido el despacho con los Consejos por una serie de Juntas formadas por hombres de su confianza. Por eso, durante los diez años anteriores al golpe de Estado, buena parte de la nobleza portuguesa militaba en la facción de los repúblicos o populares, un lobby aglutinado por la oposición a la política fiscal y militar del Conde-duque en Portugal (Oliveira, 1992). Los repúblicos no proponían la ruptura con la Monarquía Hispánica, sino el rechazo a la política del valido, que los privaba de ser los monopolizadores del gobierno en Portugal, en tanto que tradicionales mediadores entre el Rey y el Reino, para obligarles a compartirlo con los letrados y las ciudades. De hecho, muchos de ellos mantuvieron su lealtad a Felipe IV después del primero de diciembre de 1640; pero reunid...