Costumbristas cubanos del siglo XIX
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Costumbristas cubanos del siglo XIX

Varios Autores, Salvador Bueno, Salvador Bueno

  1. 572 pages
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Costumbristas cubanos del siglo XIX

Varios Autores, Salvador Bueno, Salvador Bueno

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En Costumbristas cubanos del siglo XIX se agrupan textos de una veintena de autores cubanos representantes del costumbrismo, movimiento literario desarrollado en AméricaLatina en el siglo XIX.Los costumbristas cubanos escribieron bajo la influencia de Mariano José de Larra y Ramón de Mesonero Romanos. Sus obras estuvieron entre las primeras expresiones nacionales de la isla. Aunque el costumbrismo tuvo signos variados y opuestos: progresista o conservador, irónico y sarcástico, incluso amable, sus rasgos distintivos son la crítica de las costumbres, el afán moralizador, y el humorismo.A lo largo de todo el siglo XIX aparecen numerosos cuadros de costumbres que se recogen en periódicos, revistas, folletos e incluso antologías. Los temas de los artículos costumbristas que hallamos en estos periódicos demuestran dichos propósitos fundamentales: - sobre la educación y el amor, - censuras a los bailes, - el juego y las modas extravagantes, - satíricos ataques contra el afeminamiento- y la equivocada instrucción de los niños.Y también, la temática, cada vez más candente, de la esclavitud.Esta edición está prologada por Salvador Bueno, ensayista, crítico, historiador, profesor y periodista. Es considerado una de los más grandes difusores de la literatura cubana.- Buenaventura Pascual Ferrer- Gaspar Betancourt Cisneros- José María de Cárdenas- Antonio Bachiller y Morales- Francisco Baralt- José Joaquín Hernández- Cirilo Villaverde- Manuel Costales y Govantes- Licenciado Vidrieras- José Victoriano Betancourt- Anselmo Suárez y Romero- Luis Victoriano Betancourt- Enrique Fernández Carrillo- José Agustín Millán- Carlos Noreña- José Quintín Suzarte- José E. Triay- Francisco Valerio Bobos- Francisco de Paula Gelabert- Julián del Casal- Ramón Meza

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Informations

Éditeur
Linkgua
Année
2019
ISBN
9788490074152

José Victoriano Betancourt

Velar un mondongo

Las costumbres forman, por decirlo así, la fisonomía moral de los pueblos, siendo un tipo muy exacto para servir de base a las observaciones de los que se dedican a esa tarea, útil bajo todos los aspectos. Los hábitos humanos están sujetos a infinitas modificaciones, y llegan a borrarse de tal modo, que solo dejan alguna huella imperceptible, en cuya filiación se ejercitan las lucubraciones de algún anticuario. Útil a todas luces es investigar las costumbres populares cuando el observador tiene por objeto influir en la mejora del pueblo cuya índole caracterizan, aunque en verdad no todas pueden servir de apoyo a resultados provechosos. No es mi ánimo entrar de lleno a examinar las del país en que nací; muchas son, unas con su tipo ultramontano, otras con el indígena; unas que pueden considerarse como el apagado reflejo de las que reinaron en Europa hace muchos siglos, otras flamantes, importadas últimamente de París: dejo de buen grado examen tan profundo al celebérrimo Comte y otros que como él pueden eternizar su nombre con sus inmortales desvelos en pro de la sociedad humana. Muy humilde es mi pretensión: pintar, aunque con tosco pincel y apagados colores, algunas costumbres, bien rústicas, bien urbanas, a veces con el deseo de indicar una reforma, a veces con el de amenizar juntamente una página de la Cartera.
¡Velar un mondongo! Perdonen los románticos tan prosaico título, a pesar de que habrá más de uno que no se desdeñaría de pillar una tripita, y más si la hubiera sazonado ña Pancha la mondonguera, que Dios haya, y la vendía no ha muchos años por la mañana en la entrada del Santo Cristo. Velar un mondongo es una frase que despierta recuerdos contemporáneos quizá al gobierno de don Juan de Villaverde, porque nuestros padres, allá en sus mocedades, cuando la ciudad tenía ejidos y había indios en Guanabacoa, no dejaron de reunirse para esta función. Hoy que la cultura y el buen tono se han generalizado en nuestra capital, hoy que han desaparecido los tunales y uveros de San Lázaro, y que el mar, cuyo reflujo bañaba el sitio donde se alza el hospital de San Juan de Dios, expira silencioso bajo el traficado muelle; hoy que tenemos Sociedad Filarmónica, periódicos, dramas románticos, literatura y otras cosas más, muy buenas, tan buenas como las citadas, los mondongos se entierran sin velarse, ocupando su lugar los ambigúes, los almuerzos y las comilonas en la Chorrera, donde las sabrosas sardinas de Nantes y los suculentos salchichones de Génova desafían el voraz apetito de los gastrónomos, y donde el aristocrático pavo exhala un perfume capaz de reconciliar a clásicos y románticos.
En otros tiempos, no sé si más sencillos o más dobles que los actuales, se reunían los jóvenes, y trasladándose al matadero, que entonces estaba en lo que hoy es Casa de Recogidas, compraban el aparato digestivo de un buey o una vaca, que el sexo no importa, y en amigable consorcio lo velaban toda la noche, y lo almorzaban después, si acaso no acontecía, lo que era más frecuente, que otra partida de salteadores mondongueros no cargase con el continente de tan sabroso guisado y se diesen con el contenido un gaudeamus, dejando a los propietarios tocando tablitas; pero dejemos a nuestros antepasados dormir en paz en sus tumbas y ocupémonos de nosotros.
La costumbre de velar mondongos huyó de la ciudad y se avecindó en nuestros campos, desempeñando en ellos la propia misión que en la capital, esto es, proporcionar cierta diversión, un si es no es extravagante, a personas que no pueden procurarse nuestros espléndidos recreos. La gente del campo, dedicada de continuo a regar con el sudor de su frente la tierra, no puede divertirse del mismo modo que los ricos ciudadanos: toscas y campestres son sus diversiones como los prados que cultivan. Los arrendatarios y propietarios de las estancias y sitios de labor colindantes, se reúnen, bien en el cumpleaños de alguno de ellos, bien en las pascuas, para disfrutar de algún placer tras las diarias fatigas. Júntanse a este efecto las familias bajo la casa de guano que se eligió para la reunión, y ya se adivina que para llenar tantos estómagos se necesita matar un lechón y una ternera. En el batey se celebra por lo común el cruento sacrificio, pero si hay un río o un arroyo se prefiere su orilla; la escena es regularmente alumbrada por los últimos rayos del Sol poniente, y los hombres y las mujeres, los jóvenes, ancianos y niños, todos concurren con algazara al acto; los primeros con sus pantalones de pretina, sombrero de yarey de ala descomunal y zapatos de venado, las segundas con un traje sencillo y medias que usan solo para ir a misa o para asistir a esta solemnidad. Adelántase el que hace de matador con la camisa arremangada hasta el hombro, y hunde un cortante cuchillo en el cuello de sus víctimas. Cerca está una joven con su cazuela lista, y apenas degüellan el cerdo corre a recoger en ella la sangre que por torrentes brota de la herida, y la bate con sus manos para hacer sangre quemada, sin dejar por eso de seguir fumando un tabaco de su partido que ella misma benefició, cosechó y torció.
Beneficiado también, aunque por otro estilo, el cuadrúpedo bicorne y el bisurco, se prepara una gran canasta para recoger el mondongo de ambos; se reúnen todos los concurrentes y casi se amalgaman para dar principio a la limpia, transportándose al comedor de la casa donde todos se sientan en el suelo: éste coge una tripa del obispo, aquél otra que no goza del privilegio episcopal, el de más allá se apodera de la panza, y todos a la vez trabajan y ríen dedicados a aquel sucio entretenimiento, con tanto placer como si estuvieran deshojando rosas: exhálase de aquel grupo un turbillón de humo, porque todos fuman, y un hedor intolerable, porque todos hieden. En medio de la confusa batahola, un guatíbere da un pellizco a su compañera, anunciándole de este modo que está enamorado de su fermosura, mientras otro, que adolece del mismo achaque, tiene en ella clavados los ojos: mala noche para los convidados si hubiera llegado a penetrar las insinuantes maneras de su rival; mas, por fortuna, no ha conocido la entruchada y sigue en su acecho. Los patriarcas de aquella tribu están en la sala jugando a la treinta y una, al burro o al tutiflor, y todos se divierten, hasta el mastín de la estancia que, sentado sobre sus pies traseros, espía los movimientos de los limpiadores para aprovecharse de los descuidos, y de vez en cuando pilla alguna tripa que le colgaba de la mano a alguna muchacha, y emprende la huida llevándose tras sí cuatro o cinco varas de mondongo, lo que causa una alarma momentánea, porque el más próximo la agarra, tira con todas sus fuerzas y la revienta por la mitad, no sin grave peligro de una cuarentona cuyo vientre quedaba en línea recta de su codo y que no dejó de recibir alguna lesión; pero se restablece la calma y se toman medidas para impedir un nuevo ataque canino. Y así como en nuestras fiestas se acostumbra reparti...

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Autores, V. (2019) Costumbristas cubanos del siglo XIX. [edition unavailable]. Linkgua. Available at: https://www.perlego.com/book/3265377/costumbristas-cubanos-del-siglo-xix-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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