El caso de Betty Kane
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El caso de Betty Kane

Josephine Tey, Pablo GonzĂĄlez-Nuevo

  1. 380 pages
  2. Spanish
  3. ePUB (adapté aux mobiles)
  4. Disponible sur iOS et Android
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El caso de Betty Kane

Josephine Tey, Pablo GonzĂĄlez-Nuevo

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Robert Blair, abogado en un pequeño y apacible pueblo britånico, da ya por terminada su tranquila jornada laboral en el despacho cuando suena el teléfono. Es Marion Sharpe, vecina de la localidad, una mujer de pocas palabras que vive con su madre en una decrépita hacienda a las afueras del pueblo. Las Sharpe acaban de ser acusadas de secuestrar a una recatada jovencita llamada Betty Kane. Las declaraciones de la chica, al principio bastante improbables, cobran fuerza con las minuciosas descripciones del desvån de los horrores donde supuestamente la tuvieron retenida. Y Robert Blair, convertido a la fuerza en detective amateur, deberå desentrañar este paradójico caso, que ni tan siquiera el inspector de Scotland Yard, Alan Grant, es capaz de comprender.

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Informations

Année
2022
ISBN
9788418918360

1

Eran las cuatro de una tarde de primavera y Robert Blair solo pensaba en irse a casa.
Por supuesto, la oficina no cerraba hasta las cinco, pero si eres el Ășnico Blair de Blair, Hayward y Bennet te puedes ir a casa cuando lo crees conveniente. Y cuando tu trabajo se reduce mayormente a redactar testamentos y a llevar a cabo traspasos e inversiones, tus servicios no son muy necesarios a Ășltima hora de la tarde. Y si ademĂĄs vives en Milford, donde el Ășltimo correo sale a las 3.45, el dĂ­a ha perdido por completo su pulso mucho antes de las cuatro en punto.
No era probable que el telĂ©fono fuera a sonar. Sus compinches del club de golf estarĂ­an en esos momentos entre el hoyo catorce y el diecisĂ©is. Nadie lo convidarĂ­a ya a cenar, pues en Milford las invitaciones aĂșn se escriben a mano y son enviadas por correo. La tĂ­a Lin no llamarĂ­a para pedirle que recogiera el pescado para la cena de camino a casa pues hoy era el dĂ­a en que, puntualmente y cada dos semanas, iba al cine y en esos momentos ya llevarĂ­a veinte minutos perdida en su pelĂ­cula, por asĂ­ decirlo.
De modo que ahĂ­ estaba, sentado en su despacho en la indolente atmĂłsfera de una tarde primaveral en un pequeño pueblo, contemplando el Ășltimo rayo de sol desplazĂĄndose sobre la superficie de su escritorio (el mismo escritorio de caoba con remates de latĂłn con el que su abuelo habĂ­a conseguido escandalizar a toda la familia al encargar que se lo trajeran directamente desde ParĂ­s) y pensando en marcharse a casa. Bajo la tibia luz del sol reposaba la pesada bandeja para el tĂ©, y la hora del tĂ© era algo que en Blair, Hayward y Bennet se tomaban muy en serio. Exactamente a las 3.50 cada dĂ­a laboral, la señorita Tuff entraba en su despacho cargada con una bandeja lacada y cubierta por un delicado paño blanco sobre el cual reposaba una taza de tĂ© de porcelana fina con exquisitos motivos en tonos azules y un platillo a juego con dos galletitas; de mantequilla los lunes, miĂ©rcoles y viernes, y digestivas los martes, jueves y sĂĄbados.
Al observarla ahora ociosamente, pensĂł lo bien que ese objeto representaba el equilibrio y la solidez de Blair, Hayward y Bennet. Esa porcelana era para Ă©l algo que formaba parte de su vida tan estrechamente como sus primeros recuerdos de infancia. La bandeja ya estaba en la cocina de su casa cuando Ă©l era pequeño y esperaba cada mañana la llegada del panadero. Y tiempo despuĂ©s habĂ­a sido rescatada por su joven madre, que la habĂ­a llevado a la oficina para servir el tĂ© en esas mismas tazas con delicados arabescos azules. El mantelillo habĂ­a llegado años despuĂ©s con el advenimiento de la señorita Tuff. La señorita Tuff era un legado de los tiempos de la guerra; la primera mujer que tuvo el privilegio de sentarse en uno de los escritorios del respetable despacho notarial de Milford. La llegada de la señorita Tuff, una mujer delgada, severa y de aire algo desgarbado, supuso en su momento una absoluta revoluciĂłn. La firma, sin embargo, habĂ­a sobrevivido al evento sin apenas inmutarse y ahora, casi un cuarto de siglo despuĂ©s, resultaba inconcebible pensar que la digna señorita Tuff, de cabellos ya canos, hubiera sido la sensaciĂłn del despacho en otros tiempos. De hecho, la Ășnica alteraciĂłn que en realidad supuso a efectos prĂĄcticos fue la introducciĂłn del mantelillo para la bandeja. En cualquier caso, las pastas nunca debĂ­an ser servidas directamente sobre la bandeja. El mantelillo o un tapete eran requisito imprescindible. Desde el principio la señorita Tuff habĂ­a mirado con desaprobaciĂłn la bandeja desnuda. MĂĄs aĂșn, consideraba las vetas de su barniz protector un elemento inquietante, raro y capaz incluso de llegar a quitar el apetito. De manera que un buen dĂ­a trajo el paño de su casa, decente, liso y blanco, tal y como corresponde a cualquier elemento sobre el cual se ha de colocar la comida. El padre de Robert, a quien le gustaba especialmente la bandeja lacada, contemplĂł entonces aquel fino mantel blanco e inmaculado y no pudo evitar emocionarse ante aquella muestra de preocupaciĂłn por parte de la joven señorita Tuff por los intereses de la firma. De modo que el mantel se quedĂł y a dĂ­a de hoy formaba parte de la vida en el despacho del mismo modo que el archivo con los tĂ­tulos de propiedad, la placa de bronce en la puerta de entrada y el resfriado anual del señor Heseltine.
Cuando su mirada reposĂł de nuevo sobre el platillo, ahora vacĂ­o, volviĂł a experimentar la misma extraña sensaciĂłn en su pecho. Aquello no tenĂ­a absolutamente nada que ver con las dos galletitas digestivas que se acababa de comer, al menos no fĂ­sicamente. Estaba sin duda relacionado con la inevitable rutina de tener que comĂ©rselas, con la plĂĄcida certidumbre de que los jueves serĂ­an digestivas y los lunes tocaban las de mantequilla. Hasta el año pasado aproximadamente, semejante placidez no le habĂ­a supuesto el menor problema. Nunca habĂ­a querido ningĂșn otro modo de vida, ninguna otra cosa que la tranquila y amigable existencia propia del lugar donde uno ha crecido. Y seguĂ­a sin desear algo diferente. Sin embargo, en los Ășltimos tiempos, un pensamiento en apariencia irrelevante, algo que le resultaba al mismo tiempo extravagante y ajeno, se le habĂ­a metido entre ceja y ceja sin poder hacer nada por evitarlo. De haber sido capaz de ponerlo en palabras rezarĂ­a mĂĄs o menos asĂ­: «Esto es todo lo que tendrĂĄs». Dicho pensamiento se presentaba siempre acompañado de una momentĂĄnea punzada en el pecho, casi una reacciĂłn de pĂĄnico. Algo que le hacĂ­a recordar la angustia que precedĂ­a indefectiblemente a sus citas con el dentista cuando tenĂ­a diez años.
Esto irritaba y confundía a Robert, quien se consideraba, en términos generales, una persona feliz y afortunada; un adulto en resumidas cuentas. ¿Por qué le golpeaba entonces sin previo aviso esa sensación que, aun a pesar de resultarle del todo ajena, le atenazaba el pecho sin que pudiera ponerle freno? ¿Qué faltaba en su vida que un hombre pudiera extrañar?
ÂżUna esposa?
De haberlo querido podrĂ­a haberse casado. Al menos eso suponĂ­a. HabĂ­a muchas mujeres disponibles en el distrito y ninguna de ellas daba muestras de disgusto al saludarlo cuando se cruzaban por las calles del pueblo.
ÂżUna madre devota, quizĂĄ?
ÂżAcaso una madre podrĂ­a manifestarle una mayor devociĂłn que la que su tĂ­a Lin —la querida y cariñosa tĂ­a Lin— le profesaba?
ÂżRiqueza?
¿Qué deseaba en su vida que no se pudiera comprar? Pero si no era riqueza lo que buscaba, entonces ¿qué era?
ÂżUna vida mĂĄs emocionante?
Él nunca habĂ­a deseado otra cosa que una vida tranquila. Un dĂ­a a dĂ­a sin mayor excitaciĂłn que la que le pudiera procurar una jornada de caza o llegar con un empate al hoyo diecisĂ©is.
¿De qué se trataba entonces?
¿A qué se debía ese pensamiento recurrente, ese: «Esto es todo lo que tendrås»?
QuizĂĄ se debĂ­a, pensĂł mientras mantenĂ­a la mirada fija sobre el platillo azul donde habĂ­an estado las galletas, a que aquel viejo deseo suyo de infancia de conseguir algo-maravilloso-algĂșn-dĂ­a habĂ­a logrado sobrevivir silenciosamente a lo largo de los años en el adulto que era, y tan solo ahora, despuĂ©s de haber cumplido los cuarenta, se manifestaba de forma consciente, como el llanto deliberado de un niño que quiere llamar la atenciĂłn de sus padres.
Lo cierto es que Robert Blair siempre habĂ­a deseado que su vida discurriese por el camino marcado hasta el fin de sus dĂ­as. Desde que iba a la escuela supo con certeza que entrarĂ­a a trabajar en la firma y que algĂșn dĂ­a sucederĂ­a a su padre. Siendo niño, observaba con una especie de piedad exenta de maldad a los muchachos y compañeros de escuela que, al contrario que Ă©l, carecĂ­an de la perspectiva de una buena colocaciĂłn en el futuro, de un Milford repleto de amigos y buenos recuerdos a la vuelta de la esquina, y que nunca serĂ­an partĂ­cipes de esa raigambre tĂ­picamente britĂĄnica que a Ă©l le estaba reservada gracias a Blair, Hayward y Bennet.
En la actualidad no habĂ­a ningĂșn Hayward en el bufete —ni lo habĂ­a habido desde el año 1843—, por lo que un joven retoño de la rama de los Bennet ocupaba actualmente el despacho del fondo del pasillo. Y «ocupar» era en efecto la palabra indicada, ya que por regla general resultaba altamente improbable que aquel joven sacara partido a su tiempo desempeñando alguna actividad provechosa para la firma. Su principal interĂ©s en la vida era escribir poemas de tan prĂ­stina originalidad que tan solo ese joven Nevil —asĂ­ se llamaba— los entendĂ­a. Robert aborrecĂ­a sus versos, aunque disculpaba su ociosidad ya que, cuando Ă©l mismo habĂ­a ocupado ese despacho, solĂ­a pasarse las horas lanzando una pelotita de golf contra el sillĂłn de cuero que habĂ­a en la habitaciĂłn con su palo del nĂșmero 6.
La luz del sol siguiĂł deslizĂĄndose sobre el escritorio hasta dejar atrĂĄs el platillo y Robert decidiĂł que habĂ­a llegado la hora de irse. Si se marchaba ahora aĂșn podrĂ­a pasear por la calle High antes de que la acera del lado este quedase envuelta en las sombras que anuncian el declinar del dĂ­a. AdemĂĄs, caminar por Milford seguĂ­a siendo una de esas cosas que sin duda lo complacĂ­an. No es que Milford fuera lo que se dice un lugar de interĂ©s turĂ­stico. Sus calles eran casi una rĂ©plica de las de cualquier otro pueblo al sur de Trent. Sin embargo, sin pretenderlo simbolizaban todo lo bueno capaz de definir la vida britĂĄnica a lo largo de los Ășltimos trescientos años. Desde la antigua vivienda que alberga las oficinas de Blair, Hayward y Bennet, construida durante los Ășltimos años del reinado de Carlos II, la calle High descendĂ­a por una suave loma salpicada de edificios de ladrillo georgiano, construcciones isabelinas de madera y yeso, de piedra victoriana y de estuco estilo Regencia, hasta llegar a su fin en una zona en la que se alzaban, tras altas hileras de olmos, varias mansiones eduardianas. Entre los rosas, los blancos y marrones, llamaba de cuando en cuando la atenciĂłn, con el atrevimiento propio del advenedizo que se presenta en una fiesta inadecuadamente vestido, alguna fachada cuya puerta de entrada habĂ­a sido pintada de color negro. En cualquier caso, los buenos modales del resto de edificios pronto conseguĂ­an restarle importancia al exabrupto. Incluso los variopintos negocios repartidos por sus calles habĂ­an tratado a Milford con indulgencia. Cierto es que los tonos escarlatas y dorados del Bazar Americano relucĂ­an ostentosamente en el extremo sur, ofendiendo a diario el sentido del buen gusto de la señorita Truelove, quien, con el apoyo econĂłmico de su hermana y una reputaciĂłn digna de Ana Bolena, regentaba la teterĂ­a sita en el noble edificio isabelino que se alza justo enfrente. Por otro lado, el Banco Westminister, con una humildad difĂ­cil de encontrar desde los tiempos de la usura, habĂ­a conseguido adaptar el Weavers Hall a sus necesidades sin hacer uso de mĂĄrmol alguno. Y los Soles, quĂ­micos mayoristas, habĂ­an mantenido intacta la fachada delantera de la vieja residencia de los Wilson despuĂ©s de su adquisiciĂłn.
Era una calle bonita, alegre y ajetreada, salpicada de tilos que se alzaban noblemente desde el pavimento, algo que Robert Blair personalmente adoraba.
Se disponía a levantarse cuando sonó su teléfono. En otros lugares del mundo, es bien sabido, los teléfonos son atendidos previamente en el exterior de los despachos por secretarias que responden al aparato, preguntan cuål es el motivo de la llamada y hacen esperar al interesado antes de ponerlo en contacto con la persona con quien quiere hablar. Pero no en Milford; nada semejante habría sido tolerado allí. En Milford, si alguien llama por teléfono a John Smith espera que sea John Smith en persona quien responda al aparato. De modo que cuando el teléfono sonó esa tarde de primavera en las oficinas de Blair, Hayward y Bennet, lo hizo sobre el mismo escritorio de caoba con remates de latón de Robert.
Años mĂĄs tarde, Robert seguirĂ­a preguntĂĄndose quĂ© habrĂ­a ocurrido de haber sonado el telĂ©fono tan solo un minuto despuĂ©s. Un minuto —sesenta estĂ©riles segundos— le habrĂ­a bastado para recoger su abrigo del perchero, asomar la cabeza en el despacho del otro lado del pasillo para decirle al señor Heseltine que daba por concluida su jornada, salir a la calle y, bajo los ya dĂ©biles rayos del sol, comenzar su paseo de camino a casa. El señor Heseltine habrĂ­a respondido la llamada telefĂłnica y habrĂ­a informado a la mujer de que el señor Blair ya se habĂ­a ido. Ella habrĂ­a llamado a otro y todo lo ocurrido tan solo tendrĂ­a para Ă©l un interĂ©s puramente acadĂ©mico.
Pero el teléfono sonó justo a tiempo y Robert solo tuvo que extender el brazo y descolgar el auricular.
—¿EstĂĄ el señor Blair? —preguntĂł una voz de mujer. Era una voz de contralto que en circunstancias normales a buen seguro era capaz de transmitir confianza y seguridad en sĂ­ misma, pensĂł Ă©l, pero que en ese preciso instante le pareciĂł jadeante y apresurada—. ÂĄOh, cuĂĄnto me alegra haberle localizado! Me llamo Sharpe, Marion Sharpe. Vivo con mi madre en La Hacienda. El caserĂłn de la carretera de Larborough. Sin duda sabrĂĄ cuĂĄl es.
—Así es —dijo Blair.
ConocĂ­a de vista a Marion Sharpe, del mismo modo que conocĂ­a a todo el mundo en Milford y en el distrito. Era una mujer alta y delgada, de tez morena y unos cuarenta años, cuya costumbre de llevar pañuelos de seda de vivos colores le daba cierto aire de gitana. ConducĂ­a un desvencijado y viejo coche con el que iba a la compra todas las mañanas en compañía de su anciana madre, de aspecto delicado y blancos cabellos. Esta siempre viajaba sentada en el asiento trasero, en pose muy erguida y en cierto modo incongruente con su medio de transporte, y daba la sensaciĂłn de obligarse a sĂ­ misma a permanecer en silencio, como si pretendiese reprimir algĂșn tipo de protesta u objeciĂłn que supiera inĂștil. Vista de perfil, la anciana señora Sharpe recordaba a la mujer que Whistler retratĂł como su madre en su famoso cuadro. Y cuando se giraba y era posible ver de frente su rostro pĂĄlido, frĂ­o y enĂ©rgico, rematado por dos ojos de gaviota, se parecĂ­a mĂĄs a una sibila. Una mujer vieja y desagradable.
—Usted no me conoce —prosiguiĂł la voz—, pero yo sĂ­. Le veo a menudo en Milford y siempre me ha parecido un hombre amable. Necesito un abogado. Quiero decir que lo necesito ahora, en este mismo instante. El Ășnico que conocemos trabaja en Londres, en un bufete londinense, quiero decir, y de todas formas ya no trabaja para nosotras. Nos representaron temporalmente con motivo de una herencia. Pero ahora estoy en apuros y necesito asesoramiento legal. Me he acordado de usted y pensĂ© que podrĂ­a

—Si se tratase de su coche
 —comenzó Robert.
En Milford la palabra «apuros» solía significar dos cosas: una orden de pago de una pensión alimenticia o una multa de tråfico. Puesto que el caso tenía como implicada a Marion Sharpe, posiblemente se trataría de lo segundo. Aunque no suponía una gran diferencia, pues en ninguno de los casos Blair, Hayward y Bennet estarían interesados en hacerse cargo. Sin duda se lo pasarían a Carley, el brillante muchacho del final de la calle, que disfrutaba trabajando en los juzgados y había probado en mås de una ocasión que era mås que capaz de sacar de los infiernos bajo fianza al mismo diablo. «¥Sacarlo bajo fianza!», había dicho alguien una noche en el Rose & Crown, «¥Sería capaz de hacernos firmar a todos con tal de conseguir liberar al Viejo Pecador!».
—Si se trata de su coche

—¿Mi coche? —respondió ella, dubitativa como si en el mundo que actualmente habitaba fuera difícil recordar lo que era un automóvil—. Oh, ya entiendo. No. Oh, no. No se trata de nada de eso. Es algo mucho más serio. Se trata de Scotland Yard.
—¡Scotland Yard!
Para este apacible caballero y abogado de provincias llamado Robert Blair, la menciĂłn de Scotland Yard era algo tan exĂłtico como oĂ­r hablar de XanadĂș, de Hollywood o de paracaidismo. Como ciudadano respetable que era, se hallaba en buenos tĂ©rminos con la policĂ­a local, y ahĂ­ terminaba su conexiĂłn con el mundo del crimen. Lo mĂĄs cerca que habĂ­a estado de Scotland Yard fue jugando al golf con el inspector local, un buen tipo con un juego bastante equilibrado que ocasionalmente, cuando conseguĂ­a llegar al hoyo diecinueve, se dejaba llevar y cometĂ­a leves indiscreciones hablando sobre su trabajo.
—No he asesinado a nadie, si es eso lo que está pensando —se apresuró a decir la voz al otro lado del hilo telefónico.
—Lo importante es: ¿se le acusa de haber asesinado a alguien?
Fuera cual fuera el delito que se le imputaba, sin duda aquel era un caso para Carley. DebĂ­a decirle que se pusiera rĂĄpidamente en contacto con Carley.
—No, no se trata de ningĂșn asesinato. Me acusan de haber raptado a alguien. O de haberlo retenido, o algo así
 No puedo explicarlo por ...

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Tey, Josephine. El Caso de Betty Kane. [edition unavailable]. Hoja de Lata Editorial, 2022. Web. 15 Oct. 2022.