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Eran las cuatro de una tarde de primavera y Robert Blair solo pensaba en irse a casa.
Por supuesto, la oficina no cerraba hasta las cinco, pero si eres el Ășnico Blair de Blair, Hayward y Bennet te puedes ir a casa cuando lo crees conveniente. Y cuando tu trabajo se reduce mayormente a redactar testamentos y a llevar a cabo traspasos e inversiones, tus servicios no son muy necesarios a Ășltima hora de la tarde. Y si ademĂĄs vives en Milford, donde el Ășltimo correo sale a las 3.45, el dĂa ha perdido por completo su pulso mucho antes de las cuatro en punto.
No era probable que el telĂ©fono fuera a sonar. Sus compinches del club de golf estarĂan en esos momentos entre el hoyo catorce y el diecisĂ©is. Nadie lo convidarĂa ya a cenar, pues en Milford las invitaciones aĂșn se escriben a mano y son enviadas por correo. La tĂa Lin no llamarĂa para pedirle que recogiera el pescado para la cena de camino a casa pues hoy era el dĂa en que, puntualmente y cada dos semanas, iba al cine y en esos momentos ya llevarĂa veinte minutos perdida en su pelĂcula, por asĂ decirlo.
De modo que ahĂ estaba, sentado en su despacho en la indolente atmĂłsfera de una tarde primaveral en un pequeño pueblo, contemplando el Ășltimo rayo de sol desplazĂĄndose sobre la superficie de su escritorio (el mismo escritorio de caoba con remates de latĂłn con el que su abuelo habĂa conseguido escandalizar a toda la familia al encargar que se lo trajeran directamente desde ParĂs) y pensando en marcharse a casa. Bajo la tibia luz del sol reposaba la pesada bandeja para el tĂ©, y la hora del tĂ© era algo que en Blair, Hayward y Bennet se tomaban muy en serio. Exactamente a las 3.50 cada dĂa laboral, la señorita Tuff entraba en su despacho cargada con una bandeja lacada y cubierta por un delicado paño blanco sobre el cual reposaba una taza de tĂ© de porcelana fina con exquisitos motivos en tonos azules y un platillo a juego con dos galletitas; de mantequilla los lunes, miĂ©rcoles y viernes, y digestivas los martes, jueves y sĂĄbados.
Al observarla ahora ociosamente, pensĂł lo bien que ese objeto representaba el equilibrio y la solidez de Blair, Hayward y Bennet. Esa porcelana era para Ă©l algo que formaba parte de su vida tan estrechamente como sus primeros recuerdos de infancia. La bandeja ya estaba en la cocina de su casa cuando Ă©l era pequeño y esperaba cada mañana la llegada del panadero. Y tiempo despuĂ©s habĂa sido rescatada por su joven madre, que la habĂa llevado a la oficina para servir el tĂ© en esas mismas tazas con delicados arabescos azules. El mantelillo habĂa llegado años despuĂ©s con el advenimiento de la señorita Tuff. La señorita Tuff era un legado de los tiempos de la guerra; la primera mujer que tuvo el privilegio de sentarse en uno de los escritorios del respetable despacho notarial de Milford. La llegada de la señorita Tuff, una mujer delgada, severa y de aire algo desgarbado, supuso en su momento una absoluta revoluciĂłn. La firma, sin embargo, habĂa sobrevivido al evento sin apenas inmutarse y ahora, casi un cuarto de siglo despuĂ©s, resultaba inconcebible pensar que la digna señorita Tuff, de cabellos ya canos, hubiera sido la sensaciĂłn del despacho en otros tiempos. De hecho, la Ășnica alteraciĂłn que en realidad supuso a efectos prĂĄcticos fue la introducciĂłn del mantelillo para la bandeja. En cualquier caso, las pastas nunca debĂan ser servidas directamente sobre la bandeja. El mantelillo o un tapete eran requisito imprescindible. Desde el principio la señorita Tuff habĂa mirado con desaprobaciĂłn la bandeja desnuda. MĂĄs aĂșn, consideraba las vetas de su barniz protector un elemento inquietante, raro y capaz incluso de llegar a quitar el apetito. De manera que un buen dĂa trajo el paño de su casa, decente, liso y blanco, tal y como corresponde a cualquier elemento sobre el cual se ha de colocar la comida. El padre de Robert, a quien le gustaba especialmente la bandeja lacada, contemplĂł entonces aquel fino mantel blanco e inmaculado y no pudo evitar emocionarse ante aquella muestra de preocupaciĂłn por parte de la joven señorita Tuff por los intereses de la firma. De modo que el mantel se quedĂł y a dĂa de hoy formaba parte de la vida en el despacho del mismo modo que el archivo con los tĂtulos de propiedad, la placa de bronce en la puerta de entrada y el resfriado anual del señor Heseltine.
Cuando su mirada reposĂł de nuevo sobre el platillo, ahora vacĂo, volviĂł a experimentar la misma extraña sensaciĂłn en su pecho. Aquello no tenĂa absolutamente nada que ver con las dos galletitas digestivas que se acababa de comer, al menos no fĂsicamente. Estaba sin duda relacionado con la inevitable rutina de tener que comĂ©rselas, con la plĂĄcida certidumbre de que los jueves serĂan digestivas y los lunes tocaban las de mantequilla. Hasta el año pasado aproximadamente, semejante placidez no le habĂa supuesto el menor problema. Nunca habĂa querido ningĂșn otro modo de vida, ninguna otra cosa que la tranquila y amigable existencia propia del lugar donde uno ha crecido. Y seguĂa sin desear algo diferente. Sin embargo, en los Ășltimos tiempos, un pensamiento en apariencia irrelevante, algo que le resultaba al mismo tiempo extravagante y ajeno, se le habĂa metido entre ceja y ceja sin poder hacer nada por evitarlo. De haber sido capaz de ponerlo en palabras rezarĂa mĂĄs o menos asĂ: «Esto es todo lo que tendrĂĄs». Dicho pensamiento se presentaba siempre acompañado de una momentĂĄnea punzada en el pecho, casi una reacciĂłn de pĂĄnico. Algo que le hacĂa recordar la angustia que precedĂa indefectiblemente a sus citas con el dentista cuando tenĂa diez años.
Esto irritaba y confundĂa a Robert, quien se consideraba, en tĂ©rminos generales, una persona feliz y afortunada; un adulto en resumidas cuentas. ÂżPor quĂ© le golpeaba entonces sin previo aviso esa sensaciĂłn que, aun a pesar de resultarle del todo ajena, le atenazaba el pecho sin que pudiera ponerle freno? ÂżQuĂ© faltaba en su vida que un hombre pudiera extrañar?
ÂżUna esposa?
De haberlo querido podrĂa haberse casado. Al menos eso suponĂa. HabĂa muchas mujeres disponibles en el distrito y ninguna de ellas daba muestras de disgusto al saludarlo cuando se cruzaban por las calles del pueblo.
ÂżUna madre devota, quizĂĄ?
ÂżAcaso una madre podrĂa manifestarle una mayor devociĂłn que la que su tĂa Lin âla querida y cariñosa tĂa Linâ le profesaba?
ÂżRiqueza?
¿Qué deseaba en su vida que no se pudiera comprar? Pero si no era riqueza lo que buscaba, entonces ¿qué era?
ÂżUna vida mĂĄs emocionante?
Ăl nunca habĂa deseado otra cosa que una vida tranquila. Un dĂa a dĂa sin mayor excitaciĂłn que la que le pudiera procurar una jornada de caza o llegar con un empate al hoyo diecisĂ©is.
¿De qué se trataba entonces?
ÂżA quĂ© se debĂa ese pensamiento recurrente, ese: «Esto es todo lo que tendrĂĄs»?
QuizĂĄ se debĂa, pensĂł mientras mantenĂa la mirada fija sobre el platillo azul donde habĂan estado las galletas, a que aquel viejo deseo suyo de infancia de conseguir algo-maravilloso-algĂșn-dĂa habĂa logrado sobrevivir silenciosamente a lo largo de los años en el adulto que era, y tan solo ahora, despuĂ©s de haber cumplido los cuarenta, se manifestaba de forma consciente, como el llanto deliberado de un niño que quiere llamar la atenciĂłn de sus padres.
Lo cierto es que Robert Blair siempre habĂa deseado que su vida discurriese por el camino marcado hasta el fin de sus dĂas. Desde que iba a la escuela supo con certeza que entrarĂa a trabajar en la firma y que algĂșn dĂa sucederĂa a su padre. Siendo niño, observaba con una especie de piedad exenta de maldad a los muchachos y compañeros de escuela que, al contrario que Ă©l, carecĂan de la perspectiva de una buena colocaciĂłn en el futuro, de un Milford repleto de amigos y buenos recuerdos a la vuelta de la esquina, y que nunca serĂan partĂcipes de esa raigambre tĂpicamente britĂĄnica que a Ă©l le estaba reservada gracias a Blair, Hayward y Bennet.
En la actualidad no habĂa ningĂșn Hayward en el bufete âni lo habĂa habido desde el año 1843â, por lo que un joven retoño de la rama de los Bennet ocupaba actualmente el despacho del fondo del pasillo. Y «ocupar» era en efecto la palabra indicada, ya que por regla general resultaba altamente improbable que aquel joven sacara partido a su tiempo desempeñando alguna actividad provechosa para la firma. Su principal interĂ©s en la vida era escribir poemas de tan prĂstina originalidad que tan solo ese joven Nevil âasĂ se llamabaâ los entendĂa. Robert aborrecĂa sus versos, aunque disculpaba su ociosidad ya que, cuando Ă©l mismo habĂa ocupado ese despacho, solĂa pasarse las horas lanzando una pelotita de golf contra el sillĂłn de cuero que habĂa en la habitaciĂłn con su palo del nĂșmero 6.
La luz del sol siguiĂł deslizĂĄndose sobre el escritorio hasta dejar atrĂĄs el platillo y Robert decidiĂł que habĂa llegado la hora de irse. Si se marchaba ahora aĂșn podrĂa pasear por la calle High antes de que la acera del lado este quedase envuelta en las sombras que anuncian el declinar del dĂa. AdemĂĄs, caminar por Milford seguĂa siendo una de esas cosas que sin duda lo complacĂan. No es que Milford fuera lo que se dice un lugar de interĂ©s turĂstico. Sus calles eran casi una rĂ©plica de las de cualquier otro pueblo al sur de Trent. Sin embargo, sin pretenderlo simbolizaban todo lo bueno capaz de definir la vida britĂĄnica a lo largo de los Ășltimos trescientos años. Desde la antigua vivienda que alberga las oficinas de Blair, Hayward y Bennet, construida durante los Ășltimos años del reinado de Carlos II, la calle High descendĂa por una suave loma salpicada de edificios de ladrillo georgiano, construcciones isabelinas de madera y yeso, de piedra victoriana y de estuco estilo Regencia, hasta llegar a su fin en una zona en la que se alzaban, tras altas hileras de olmos, varias mansiones eduardianas. Entre los rosas, los blancos y marrones, llamaba de cuando en cuando la atenciĂłn, con el atrevimiento propio del advenedizo que se presenta en una fiesta inadecuadamente vestido, alguna fachada cuya puerta de entrada habĂa sido pintada de color negro. En cualquier caso, los buenos modales del resto de edificios pronto conseguĂan restarle importancia al exabrupto. Incluso los variopintos negocios repartidos por sus calles habĂan tratado a Milford con indulgencia. Cierto es que los tonos escarlatas y dorados del Bazar Americano relucĂan ostentosamente en el extremo sur, ofendiendo a diario el sentido del buen gusto de la señorita Truelove, quien, con el apoyo econĂłmico de su hermana y una reputaciĂłn digna de Ana Bolena, regentaba la teterĂa sita en el noble edificio isabelino que se alza justo enfrente. Por otro lado, el Banco Westminister, con una humildad difĂcil de encontrar desde los tiempos de la usura, habĂa conseguido adaptar el Weavers Hall a sus necesidades sin hacer uso de mĂĄrmol alguno. Y los Soles, quĂmicos mayoristas, habĂan mantenido intacta la fachada delantera de la vieja residencia de los Wilson despuĂ©s de su adquisiciĂłn.
Era una calle bonita, alegre y ajetreada, salpicada de tilos que se alzaban noblemente desde el pavimento, algo que Robert Blair personalmente adoraba.
Se disponĂa a levantarse cuando sonĂł su telĂ©fono. En otros lugares del mundo, es bien sabido, los telĂ©fonos son atendidos previamente en el exterior de los despachos por secretarias que responden al aparato, preguntan cuĂĄl es el motivo de la llamada y hacen esperar al interesado antes de ponerlo en contacto con la persona con quien quiere hablar. Pero no en Milford; nada semejante habrĂa sido tolerado allĂ. En Milford, si alguien llama por telĂ©fono a John Smith espera que sea John Smith en persona quien responda al aparato. De modo que cuando el telĂ©fono sonĂł esa tarde de primavera en las oficinas de Blair, Hayward y Bennet, lo hizo sobre el mismo escritorio de caoba con remates de latĂłn de Robert.
Años mĂĄs tarde, Robert seguirĂa preguntĂĄndose quĂ© habrĂa ocurrido de haber sonado el telĂ©fono tan solo un minuto despuĂ©s. Un minuto âsesenta estĂ©riles segundosâ le habrĂa bastado para recoger su abrigo del perchero, asomar la cabeza en el despacho del otro lado del pasillo para decirle al señor Heseltine que daba por concluida su jornada, salir a la calle y, bajo los ya dĂ©biles rayos del sol, comenzar su paseo de camino a casa. El señor Heseltine habrĂa respondido la llamada telefĂłnica y habrĂa informado a la mujer de que el señor Blair ya se habĂa ido. Ella habrĂa llamado a otro y todo lo ocurrido tan solo tendrĂa para Ă©l un interĂ©s puramente acadĂ©mico.
Pero el teléfono sonó justo a tiempo y Robert solo tuvo que extender el brazo y descolgar el auricular.
âÂżEstĂĄ el señor Blair? âpreguntĂł una voz de mujer. Era una voz de contralto que en circunstancias normales a buen seguro era capaz de transmitir confianza y seguridad en sĂ misma, pensĂł Ă©l, pero que en ese preciso instante le pareciĂł jadeante y apresuradaâ. ÂĄOh, cuĂĄnto me alegra haberle localizado! Me llamo Sharpe, Marion Sharpe. Vivo con mi madre en La Hacienda. El caserĂłn de la carretera de Larborough. Sin duda sabrĂĄ cuĂĄl es.
âAsĂ es âdijo Blair.
ConocĂa de vista a Marion Sharpe, del mismo modo que conocĂa a todo el mundo en Milford y en el distrito. Era una mujer alta y delgada, de tez morena y unos cuarenta años, cuya costumbre de llevar pañuelos de seda de vivos colores le daba cierto aire de gitana. ConducĂa un desvencijado y viejo coche con el que iba a la compra todas las mañanas en compañĂa de su anciana madre, de aspecto delicado y blancos cabellos. Esta siempre viajaba sentada en el asiento trasero, en pose muy erguida y en cierto modo incongruente con su medio de transporte, y daba la sensaciĂłn de obligarse a sĂ misma a permanecer en silencio, como si pretendiese reprimir algĂșn tipo de protesta u objeciĂłn que supiera inĂștil. Vista de perfil, la anciana señora Sharpe recordaba a la mujer que Whistler retratĂł como su madre en su famoso cuadro. Y cuando se giraba y era posible ver de frente su rostro pĂĄlido, frĂo y enĂ©rgico, rematado por dos ojos de gaviota, se parecĂa mĂĄs a una sibila. Una mujer vieja y desagradable.
âUsted no me conoce âprosiguiĂł la vozâ, pero yo sĂ. Le veo a menudo en Milford y siempre me ha parecido un hombre amable. Necesito un abogado. Quiero decir que lo necesito ahora, en este mismo instante. El Ășnico que conocemos trabaja en Londres, en un bufete londinense, quiero decir, y de todas formas ya no trabaja para nosotras. Nos representaron temporalmente con motivo de una herencia. Pero ahora estoy en apuros y necesito asesoramiento legal. Me he acordado de usted y pensĂ© que podrĂaâŠ
âSi se tratase de su coche⊠âcomenzĂł Robert.
En Milford la palabra «apuros» solĂa significar dos cosas: una orden de pago de una pensiĂłn alimenticia o una multa de trĂĄfico. Puesto que el caso tenĂa como implicada a Marion Sharpe, posiblemente se tratarĂa de lo segundo. Aunque no suponĂa una gran diferencia, pues en ninguno de los casos Blair, Hayward y Bennet estarĂan interesados en hacerse cargo. Sin duda se lo pasarĂan a Carley, el brillante muchacho del final de la calle, que disfrutaba trabajando en los juzgados y habĂa probado en mĂĄs de una ocasiĂłn que era mĂĄs que capaz de sacar de los infiernos bajo fianza al mismo diablo. «¥Sacarlo bajo fianza!», habĂa dicho alguien una noche en el Rose & Crown, «¥SerĂa capaz de hacernos firmar a todos con tal de conseguir liberar al Viejo Pecador!».
âSi se trata de su cocheâŠ
âÂżMi coche? ârespondiĂł ella, dubitativa como si en el mundo que actualmente habitaba fuera difĂcil recordar lo que era un automĂłvilâ. Oh, ya entiendo. No. Oh, no. No se trata de nada de eso. Es algo mucho mĂĄs serio. Se trata de Scotland Yard.
âÂĄScotland Yard!
Para este apacible caballero y abogado de provincias llamado Robert Blair, la menciĂłn de Scotland Yard era algo tan exĂłtico como oĂr hablar de XanadĂș, de Hollywood o de paracaidismo. Como ciudadano respetable que era, se hallaba en buenos tĂ©rminos con la policĂa local, y ahĂ terminaba su conexiĂłn con el mundo del crimen. Lo mĂĄs cerca que habĂa estado de Scotland Yard fue jugando al golf con el inspector local, un buen tipo con un juego bastante equilibrado que ocasionalmente, cuando conseguĂa llegar al hoyo diecinueve, se dejaba llevar y cometĂa leves indiscreciones hablando sobre su trabajo.
âNo he asesinado a nadie, si es eso lo que estĂĄ pensando âse apresurĂł a decir la voz al otro lado del hilo telefĂłnico.
âLo importante es: Âżse le acusa de haber asesinado a alguien?
Fuera cual fuera el delito que se le imputaba, sin duda aquel era un caso para Carley. DebĂa decirle que se pusiera rĂĄpidamente en contacto con Carley.
âNo, no se trata de ningĂșn asesinato. Me acusan de haber raptado a alguien. O de haberlo retenido, o algo asĂ⊠No puedo explicarlo por ...