1 LA EDAD DE ORO DE LOS SIRVIENTES
Los dĂas en los que abundaban los mayordomos, los lacayos, las cocineras, las niñeras, las gobernantas, las doncellas y las institutrices han terminado para siempre. Hoy no podrĂa existir una clase social de sirvientes porque, para sobrevivir, la estructura del personal domĂ©stico inglĂ©s dependĂa de una serie de condiciones que ya no se dan. El servicio del hogar prosperĂł por dos razones principalmente: primera, porque la necesidad econĂłmica obligaba a las familias mĂĄs numerosas a poner a sus hijos âes decir, sobre todo a sus hijasâ a servir por ser Ă©ste uno de los pocos medios para mantenerlos, vestirlos y darles un techo; segunda, porque la servidumbre «sabĂa cuĂĄl era su sitio» y aceptaba que su destino en la vida era servir a sus superiores.
En 1891, segĂșn el censo oficial, los criados formaban uno de los grupos mĂĄs numerosos de la poblaciĂłn trabajadora: de una poblaciĂłn de veintinueve millones entre Inglaterra y Gales, 1.386.167 mujeres y 58.527 hombres servĂan en casas particulares.
De ellos, 107.167 muchachas y 6.891 muchachos tenĂan entre diez y quince años. Estos niños trabajaban desde el amanecer hasta ya entrada la noche por unos pocos chelines al mes y tal vez medio dĂa libre a la semana si sus patrones eran considerados. Se les exigĂa llevar uniforme o librea, y sus vidas se regĂan por normas estrictas. DormĂan en buhardillas apenas amuebladas y vivĂan y trabajaban en las zonas mĂĄs bajas y oscuras de las grandes viviendas victorianas y las casas nobles. TenĂan accesos separados (por debajo del nivel de la calle), escaleras separadas (en la parte trasera del edificio) y vidas separadas de las de sus señores.
Se los trataba de forma abominable para nuestros estĂĄndares actuales, no necesariamente porque fuera con crueldad, sino porque generalmente se los consideraba seres inferiores. Los sirvientes estaban acostumbrados a ver a su alrededor a gente riendo, hablando y siendo amables unos con otros mientras que, al mismo tiempo, a ellos los ignoraban por completo. Eran constante objeto de burla en Punch y otras revistas humorĂsticas de la dĂ©cada de los noventa del siglo XIX. Un tema habitual era la forma supuestamente curiosa en la que se expresaban. Por ejemplo, la cocinera le decĂa a la señora: «Ay, ceñora, ÂżquĂ© hago pa comer? El carnicero ha venido y se ha ido y no vuelve».
En Punch también abundaban los ejemplos cómicos de criados pretenciosos, como la doncella que avisa a su señora de que se marcha:
Señora: ÂżPor quĂ© lo hace, Parker? Si sĂłlo lleva aquĂ un dĂa.
Doncella: He estado mirando en sus cajones, señora. He visto que sus cosas no estĂĄn a la altura, y eso me quitarĂa prestigio a mĂ.
Otra viñeta de Punch, con el encabezamiento de «Servantgalism», se burla de la doncella que se niega a ir a la iglesia alegando que «en la casa donde trabajaba antes nunca me dijeron que fuera a escuchar a un cura sermoneando». Naturalmente, en las viñetas se podĂa ridiculizar a los sacerdotes al igual que a los sirvientes, pero a diferencia de Ă©stos, ellos tenĂan asegurado su rango social y podĂan permitirse hacer caso omiso de las mofas. Los patrones, acostumbrados a tratar a su servidumbre como personas de inteligencia mĂnima, rara vez tenĂan en cuenta que Ă©stas pudieran abrigar sentimientos.
En 1877 una viñeta de George du Maurier representa a una señora que le dice a su lacayo: «¿Ve usted este pobre gatito que han encontrado los niños? No tiene madre. ÂĄTraiga leche, Thomas! ÂĄMaĂșlle como su madre! ÂĄY dele el biberĂłn!». Los señores no se daban cuenta de lo egoĂstas que eran en su trato con el servicio, egoĂstas como niños mimados, por ignorancia o sencillamente por la forma en que los habĂan enseñado a ver las cosas.
En las mansiones de la Inglaterra victoriana y eduardiana trabajaban ejĂ©rcitos completos de mayordomos, cocineras y doncellas, ademĂĄs de los batallones de mozos de cuadra, cocheros y jardineros empleados de puertas afuera. Con la llegada del siglo XX, la plantilla que el duque de Portland tenĂa en su casa de Welbeck Abbey constaba de un mayordomo mayor, un sumiller de la cava, un mayordomo segundo, un camarero mayor, cuatro lacayos de librea, dos mĂĄs para el mayordomo mayor, un encargado del comedor de los sirvientes, dos pajes, un chef, un chef segundo, una panadera, una panadera segunda, una cocinera mayor, dos mozas de cocina, despenseras y fregadoras y una despensera mayor; un portero de la casa, dos ujieres, dos porteros de cocina y seis encargados de mantenimiento. El duque tambiĂ©n tenĂa un ama de llaves, un ayuda de cĂĄmara, una doncella personal para la duquesa y otra para su hija, un aya, un tutor, una institutriz francesa, un lacayo para la sala de estudio y catorce criadas. AdemĂĄs, habĂa seis tĂ©cnicos y cuatro bomberos encargados de las calderas y de los nuevos sistemas elĂ©ctricos, un encargado del telĂ©fono y su ayudante, un telegrafista y tres serenos.
Aparte de los empleados dentro de la casa, habĂa mĂĄs de treinta sirvientes en los establos y un nĂșmero similar trabajaba en el reciĂ©n construido garaje, aunque faltaba mĂĄs de una dĂ©cada para que los automĂłviles reemplazaran a los carruajes. Otros tantos lo hacĂan en los jardines, en la granja, en el gimnasio, en el campo de golf y en la lavanderĂa. AdemĂĄs, habĂa un limpiacristales jefe y sus dos ayudantes.
El actual marquĂ©s de Bath vive en una casa con molino restaurada en las afueras de Warminster, en Wiltshire, a pocas millas de la casa solariega, en Longleat, donde naciĂł en 1905. La casa, ahora abierta al pĂșblico, es conocida por su zoolĂłgico privado y por los leones que deambulan por sus terrenos. De niño, el marquĂ©s tenĂa su propio ayuda de cĂĄmara, una de las cuarenta y tres personas que trabajaban en el servicio domĂ©stico para sus padres. Hoy en dĂa, Ă©l y su esposa se arreglan con sĂłlo dos sirvientes internos, un matrimonio español que combina las tareas de mayordomo, criado, ayudante personal, cocinera y ama de llaves, y que recibe ayuda domĂ©stica externa.
Lord Bath admite con franqueza sentir nostalgia de los buenos tiempos. En una entrevista con este autor en febrero de 1973 dijo:
Creo que, cuantos mĂĄs sirvientes tuviera uno, mejor. Nosotros contĂĄbamos con dos lampareros, dos mayordomos y unos cinco lacayos. Arropado por el lujo, sentĂas que se ocupaban de ti. Si usted me pregunta si me gustarĂa volver a aquellos dĂas, por supuesto que sĂ, claro, porque para nosotros era mucho mĂĄs cĂłmodo, pero no me quejo de que los tiempos hayan cambiado. Ahora todo es muy diferente a cuando a las personas se las educaba para trabajar en el servicio domĂ©stico y podĂan ascender tras ser lampareros o ayudantes de cocina a lacayos, camareros o mayordomos. No era exactamente esclavitud, pero se debĂan por completo a la jerarquĂa interna. A todo el mundo, incluidos nosotros, le aterraba el ama de llaves, la señora Parker, que por desgracia muriĂł hace ya mucho. Iba por la casa pasando el dedo por los estantes para ver si estaban limpios. Las doncellas se echaban a temblar.
Los sirvientes de las casas solariegas formaban la aristocracia del servicio del hogar. La mayorĂa de quienes trabajaban en las mansiones señoriales disfrutaba de un cĂłmodo nivel de vida y gozaba, por extensiĂłn, del esplendor de sus nobles patrones. Pero, en el otro extremo de la balanza, no habĂa villa respetable de las afueras que no tuviera una o varias doncellas, asĂ que la mayorĂa de las empleadas del servicio trabajaba para las clases medias inglesas, no para la aristocracia. Estos criados eran, en su mayorĂa, niños: ayudantes de las cocinas, sirvientas o doncellas de menor categorĂa y limpiabotas. Eran meras posesiones, esclavos a quienes sus señores no veĂan casi nunca y, de hacerlo, casi nunca los reconocĂan.
SĂ, el personal del servicio recibĂa un sueldo, aunque en el caso de los peor pagados âen el año 1900, el salario mensual de una fregadora era de poco mĂĄs de diez chelines (cincuenta peniques)â, era lo que costaba una buena cena en el mejor hotel de Brighton.
AdemĂĄs, a diferencia de los esclavos, eran libres de renunciar y marcharse. Pero, en la prĂĄctica, dependĂan de su señor para conseguir referencias y, sin una carta de recomendaciĂłn favorable del patrĂłn anterior, un empleado domĂ©stico no tenĂa posibilidades de encontrar otro trabajo.
La doncella que se quedara embarazada, tal vez debido al galanteo del hijo mayor o de algĂșn amigo suyo que visitara la casa, se exponĂa a un despido inmediato. Puesto que era improbable que su familia la readmitiera, se enfrentaba al asilo de pobres o a una vida de prostituciĂłn.
La benĂ©vola sociedad victoriana tenĂa predilecciĂłn por crear organizaciones de ayuda para estas jĂłvenes: la Metropolitan Association for Befriending Young Servants (MABYS) y la Girlsâ Friendly Society son sĂłlo dos ejemplos. Sin embargo, la ley se inclinaba en favor de los patrones. Sorprenden los pocos derechos que tenĂan quienes vivĂan abajo.
La Biblia se utilizaba para convencer a la servidumbre de que era voluntad de Dios que ellos permanecieran en lo mĂĄs bajo de la sociedad, asĂ como para que reconocieran la superioridad de aquellos a quienes servĂan: a los comedores del servicio llegaban toda suerte de escritos panfletarios, y se recurrĂa a palabras de John Keble con el fin de apoyar la idea de subordinaciĂłn:
La rutina diaria y las tareas sencillas nos proporcionarĂĄn todo lo que necesitamos, espacio para sacrificarnos, un camino que cada dĂa nos acerque mĂĄs a Dios.
Otros textos que solĂan citarse eran los siguientes:
Sirvientes, obedeced a quienes son vuestros amos en el mundo, con miedo y temblor, con lealtad de corazĂłn, como a Cristo; no sĂłlo cuando os miran, como los complacientes, sino como los siervos de Cristo, cumpliendo la voluntad de Dios desde el corazĂłn (Efesios VI, 5-6).
Lo que esté en tu mano hacer hazlo con todo tu empeño (Eclesiastés IX, 10).
En su retiro escocĂ©s de Balmoral, la reina Victoria y su amado Alberto habĂan iniciado la costumbre de asistir a la cercana iglesia de Crathie acompañados por sus criados y sus numerosos hijos. Victoria, que de pequeña habĂa afirmado solemnemente «voy a ser buena», generĂł una conciencia nacional de tipo piadoso cuyo objetivo era hacer el bien con los niños, los animales, los pobres negros y los sirvientes.
Pero «ama a tu prĂłjimo» no significaba tratarlo como a un igual. Al fin y al cabo, los necesitados formaban parte del divino orden de las cosas y habĂa que salvarlos de sĂ mismos con la Palabra y con nutritivos platos de sopa, guardando, eso sĂ, las distancias. Tales barreras se mantenĂan incluso en la iglesia: las clases medias, siguiendo el ejemplo de la realeza, llevaban a su personal de servicio a la misa dominical, y nadie cuestionaba en absoluto que tuvieran que ocupar bancos separados de los de sus patrones, por lo general al fondo de la iglesia. En la encopetada procesiĂłn hacia el templo, los moradores del sĂłtano debĂan vestir un uniforme de calle que dejaba claro a quĂ© clase pertenecĂan.
Aun asĂ, muchos victorianos consideraban que los sirvientes eran parte de la familia. En este sentido, el prĂncipe Alberto declarĂł, de forma conmovedora, en una reuniĂłn anual de la Servantsâ Provident and Benevolent Society lo siguiente:
ÂżQuiĂ©n no sentirĂa el mĂĄs profundo interĂ©s por el bienestar de sus empleados del hogar? ÂżQuĂ© corazĂłn no se compadecerĂa de aquellos que nos asisten en la enfermedad, nos reciben cuando llegamos al mundo, e incluso prolongan sus cuidados a nuestros restos mortales; de aquellos que viven bajo nuestro techo, son parte de nuestro hogar y de nuestra familia?
Los libros de la época sobre organización doméstica, recogiendo la idea de la realeza, exhortaban a las señoras a juzgar a sus criados como hijos suyos, a mostrar un «amable interés en sus asuntos» y hacer que confiaran en su propia «bondad y justicia».
Los señores, como cabrĂa esperar, no siempre seguĂan las reglas. PodĂan ser amables y considerados o tiranos y autoritarios; podĂan ser generosos en exceso o increĂblemente mezquinos. Algunas señoras mandaban grabar en la cuberterĂa del comedor de servicio «robado a âŠÂ»; otras trataban mejor a los animales que a los criados y proporcionaban mantas de mayor calidad a sus gatos y perros que a sus doncellas. La señora Lee de Somerton, Somerset, empezĂł a trabajar en el servicio domĂ©stico en 1917, a los doce años, en la cocina de una anciana soltera que tenĂa treinta gatos. En una carta a este autor, escribe: «Mi trabajo consistĂa principalmente en cocinar para esos animales, y la cantidad de comida que les preparaba era asombrosa: gachas de avena para el desayuno, un asado para la cena y un gran cazo de leche caliente para la merienda». En muchas casas las raciones de los sirvientes eran exiguas, bien porque la señora estuviera ahorrando, o bien porque una cocinera poco honrada estuviera llenĂĄndose a escondidas los bolsillos. Ellen Russell escribe desde South Ealing sobre sus dĂas de criada en 1918: «SolĂa comprarme un penique de galletas que venĂan rotas porque siempre tenĂa hambre». La señora Dorothy Shaw, de Newbury, que empezĂł trabajando de sirvienta el año anterior, cuenta en una carta que una vez le pidiĂł a su señora una vela para alumbrarse en su dormitorio de la buhardilla. La señora cortĂł una vela en dos y le dio una mitad, diciĂ©ndole: «No soy partidaria de que mis doncellas lean en la cama». En razĂłn del racionamiento establecido, se solĂa dar una vela a la semana a cada criado.
Los patrones a veces abrĂan cartas dirigidas a su personal para averiguar si tenĂan algĂșn secreto, ponĂan a prueba su laboriosidad (y, al mismo tiempo, su honradez) escondiendo monedas bajo las alfombras y en los cubresofĂĄs, y ponĂan de patitas en la calle a quien regresara de su tarde libre con un minuto de retraso.
Algunos eran tan excĂ©ntricos que rayaban en el desequilibrio mental. La señora Pitt, de Didcot, recuerda a una señora que tenĂa por costumbre recorrer la casa de madrugada llevando un revĂłlver cargado en busca de ladrones. Golpeaba las puertas de las habitaciones del personal del servicio y, en una ocasiĂłn, estuvo a punto de disparar al mayordomo al tomarlo por un intruso. En otra, llamĂł a la policĂa y dijo que le habĂan robado su reloj de oro y diamantes. DespuĂ©s de haber sacado de la cama e interrogado a todos los sirvientes, encontraron el reloj en la habitaciĂłn de su propietaria. La señora Pitt añade:
Uno tras otro, los aterrorizados criados dejaron la casa: una doncella se escabullĂł mientras la señora estaba en la iglesia, otra no volviĂł despuĂ©s de su dĂa libre, la cocinera saliĂł a hacer una visita y no regresĂł.
El temor de los señores a los ladrones era, sin embargo, comprensible. Como sostiene Kellow Chesney en The Victorian Underworld [El submundo victoriano], los robos domĂ©sticos en los que estaban implicados miembros del servicio no eran en absoluto inhabituales. Con las calles llenas de mendigos y carteristas, los pudientes se sentĂan de continuo amenazados, y el miedo los seguĂa hasta el interior de sus casas. Los propietarios y sus sirvientes iban a menudo armados con pistolas o escopetas, y no era de extrañar que un mayordomo o un lacayo durmiera en la despensa, junto al mueble de la plata, con un arma cargada a mano. Algunas señoras insistĂan en tener esas piezas y otros objetos de valor a los pies de la cama durante la noche, una prĂĄctica que sus criados solĂan considerar una simple manĂa.
Con todo, la excentricidad de los aristĂłcratas victorianos podĂa alcanzar un grado aĂșn mayor. El duque de Portland tenĂa una pista de patinaje en sus jardines y, si veĂa a una doncella barriendo el pasillo, le ordenaba que saliera a patinar, le apeteciera o no....