Más de 1001 ilustraciones y citas de Swindoll
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Más de 1001 ilustraciones y citas de Swindoll

Charles R. Swindoll

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Más de 1001 ilustraciones y citas de Swindoll

Charles R. Swindoll

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À propos de ce livre

Una cita para cada sermón y todo tema.
Charles R. Swindoll es famoso por la riqueza de sus historias tanto reconfortantes como desgarradoras. Todos sus libros de gran éxito de ventas y sus programas radiales cotidianos están llenos de historias de la vida real que nos arrebatan y dirigen nuestra atención a sus mensajes. Todos reímos, lloramos y meditamos con Chuck, pero nunca pasamos por alto lo que nos quiere decir. Ahora, utilizando esta gran colección de toda una vida de las ilustraciones y los relatos favoritos de Chuck, sus sermones y enseñanzas también reflejarán un nuevo dinamismo! La luz de la Palabra de Dios, presentada a través de relatos de personas reales, iluminará de todos los matices los corazones de sus oyentes o lectores, y el punto principal de su mensaje se adherirá como pegamento a sus mentes.

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Informations

Éditeur
Grupo Nelson
Année
2012
ISBN
9781418583224

Pp

PACIENCIA

En cada vida
Hay una pausa que es mejor que un ímpetu hacia adelante, Mejor que el dar forma o la obra más poderosa;
Es el estarnos quietos ante la voluntad Soberana.
Hay una quietud mejor que el más ferviente discurso,
Mejor que los quejidos o el llanto del desierto;
El estar quieto ante la voluntad Soberana.
La pausa y la quietud hacen una doble canción
En unísono y por todo el tiempo.
Oh, alma humana, la realización del plan de Dios
Continúa, ni necesita la ayuda del hombre!
¡Esténse quietos y vean!
¡Esténse quietos y sepan!
—V. Raymond Edman, The Disciplines of Life
HABÍa UNA VEZ UN JOVEN que con su padre cultivaban una pequeña parcela. Unas cuantas veces al año cargaban de legumbres la vieja carreta tirada por bueyes y se iban a la ciudad más cercana para vender sus productos. Excepto por su apellido y el pedazo de tierra, el padre y el hijo tenían poco en común. Al viejo pensaba que había que tomar las cosas con calma. El joven siempre estaba apurado; del tipo de armas tomar.
Una mañana, muy temprano, enjaezaron al buey a la carreta y comenzaron su largo viaje. El hijo decidió que si caminaban más rápido todo el día y toda la noche, llegarían al mercado temprano por la mañana al día siguiente. Así que constantemente aguijoneaba al buey con un palo, instando a la bestia a que avanzara.
“Tómalo con calma, hijo,” decía el viejo. “Vivirás más.”
“Pero si llegamos al mercado antes que los demás, tendremos mejor oportunidad de obtener buenos precios,” argumentó el hijo.
No hubo respuesta. El padre se bajó el sombrero sobre los ojos y se quedó dormido en su asiento. Molesto e irritado, el joven siguió aguijoneando al buey a que anduviera más rápido. El paso terco del buey rehusaba cambiar.
Cuatro horas y seis kilómetros más allá, llegaron a una casita.
El padre se despertó, sonrió y dijo: “Ahí está la casa de tu tío. Vamos a detenernos y saludarlo.”
“Pero ya hemos perdido una hora,” se quejó el hijo.
“Entonces unos cuantos minutos no van a importar. Mi hermano y yo vivimos tan cerca, y sin embargo no nos vemos muy a menudo,” contestó el padre con calma.
El hijo se revolvió y echaba chispas mientras los dos viejos se reían y conversaban por casi una hora. De camino otra vez, el hombre tomó su turno para dirigir el buey. Al llegar a un cruce en la carretera, el padre dirigió al buey a la derecha.
“Es más corto el camino por la izquierda,” dijo el hijo.
“Lo sé,” contestó el viejo, “pero este camino es más bonito.”
“¿No te importa el tiempo?” preguntó el joven con impaciencia.
“¡Ah, sí, lo respeto mucho! Por eso me gusta usarlo para ver la belleza y disfrutar de cada momento a lo máximo.”
El camino sinuoso atravesaba prados preciosos, flores silvestres y seguía junto a un arroyo; todo lo cual el joven se perdió puesto que se retorcía por dentro, preocupado y ardiendo de ansiedad. Ni siquiera se dio cuenta de lo hermoso que estaba el atardecer ese día.
Al ponerse el sol se encontraban en lo que parecía ser un enorme jardín lleno de color. El viejo respiró el aroma, escuchó el borboteo del arroyo, y detuvo al buey. “Vamos a dormir aquí,” suspiró.
“Este es el último viaje que hago contigo,” rezongó el hijo. “¡Te interesa mas ver la puesta del sol y oler las flores que en ganar dinero!”
“Eso es lo más lindo que has dicho en mucho tiempo,” sonrió el padre. Unos pocos minutos más tarde el viejo estaba roncando; mientras el hijo tenía la mirada clavada en las estrellas. La noche transcurrió con mucha lentitud, el hijo estaba inquieto.
Antes de que saliera el sol el joven con prisa sacudió a su padre para despertarlo. Engancharon al buey y siguieron su camino. Como a un kilómetro se encontraron con otro granjero, un total extraño, tratando de sacar su carreta de una zanja.
“Vamos a ayudarlo,” susurró el viejo.
“¿Y perder más tiempo?” explotó el hijo.
“Tranquilízate, hijo. Algún día tal vez tú estés en una zanja. Tenemos que ayudar a los que están en necesidad; nunca olvides eso.” El joven desvió la mirada, enojado.
Eran casi las ocho de la mañana cuando la otra carreta estaba de nuevo sobre el camino. De repente un enorme relámpago iluminó el cielo. Algo que sonaba como un trueno le siguió. Más allá de las colinas, el cielo se oscureció.
“Parece que está lloviendo muy fuerte en la ciudad,” dijo el viejo.
“Si nos hubiéramos apurados, ya casi hubiéramos vendido todo,” se quejó el hijo.
“Tómalo con calma y vivirás más. Y disfrutarás mucho más de la vida,” le aconsejó el bondadoso viejo.
Era ya tarde cuando remontaron de la montaña que daba hacia la ciudad. Se detuvieron y se quedaron contemplando el panorama por un largo, largo tiempo. Ninguno dijo una palabra. Finalmente, el joven le puso a su padre una mano sobre el hombro y le dijo: “Ya veo lo que quieres decir, papá.”
Dieron vuelta a la carreta y comenzaron a alejarse con lentitud de lo que anteriormente había sido la cuidad de Hiroshima.
—Charles R. Swindoll, Come Before Winter
¿Podrías apurarte un poco?
Señor: sé que hay un sin número de veces,
Cuando debo de esperarte con paciencia.
La espera desarrolla perseverancia.
Fortalece mi fe
Y profundiza mi dependencia en ti.
Sé que eres un Dios soberano:
No el mandadero
Que responde cuando hago tronar mis dedos.
Sé que tu tiempo está envuelto con todo cuidado
En tu sabiduría incomparable.
Pero, Señor,
Tú has puesto la oración
¡Para obtener respuestas!
Aun el salmista David exclamó
Con denuedo y certeza:
“Es tiempo de que actúes, Señor.”
Dios, en esta mañana silenciosa y sin sol
Cuando estoy rodeado por todos lados
Yo también clamo con intrepidez.
Tú eres mi Padre y yo soy tu hijo.
Así que, Señor, ¿podrías apurarte un poco?
—Ruth Harms Calkin, Lord, Could You Hurry A Little?
DIOS TIENE SUS TIEMPOS FIJADOS. No nos corresponde a nosotros saberlos. De hecho, no nos es posible saberlos. Tenemos que esperarlos. Si Dios le hubiese dicho a Abraham cuando estaba en Harán que tenía que esperar todos esos años hasta poder estrechar contra su pecho al hijo prometido, el corazón le habría fallado. Así que en amor y gracia, le escondió la largura de esos años. Y sólo cuando estaban ellos ya casi agotados y sólo faltaban unos cuantos meses de espera, Dios se lo dijo, de acuerdo al tiempo de la vida: “Sara tendrá un hijo.”
Si Dios te dijera desde el principio cuánto tendrías que esperar para poder realizar tu deseo, o tu placer, o tu sueño, desmayarías. Te cansarías de hacer el bien. Yo también. Pero él no. él sólo dice: “Espera. Yo cumplo mi palabra. No tengo ninguna prisa. En el proceso del tiempo estoy desarrollándote para alistarte para la promesa.”
—F. B. Meyer, Abraham
UN JOVEN deseaba ir a la India como misionero con la organización London Missionary Society. Nombraron al Sr. Wilks para evaluar si el joven reunía los requisitos para el cargo. Le escribió al joven y le dijo que se encuentre con él a las seis de la mañana al día siguiente.
Aunque al solicitante vivía a muchos kilómetros, estuvo en la casa puntualmente a las seis y le llevaron al despacho. Esperó, y esperó, y esperó pensando, pero con paciencia. Por fin, el Sr. Wilks entró al cuarto como a media mañana.
Sin disculparse, el Sr. Wilks comenzó. “Pues bien, joven, ¿conque quieres ser misionero?”
“Sí, señor, así es.”
“¿Amas al Señor Jesucristo?”
“Sí, señor, lo amo.”
“¿Tienes educación?”
“Sí, señor, algo.”
“Pues bien, veamos. ¿Puedes deletrear ‘gato’?”
El joven parecía un poco confuso, y casi ni sabía como contestar pregunta tan estrafalaria. Su mente evidentemente se detuvo entre la indignación y la sumisión, pero al momento contestó con firmeza: “g-a-t-o.”
“Muy bien,” dijo el Sr. Wilks. “Ahora, ¿puedes deletrear ‘perro’?”
El juvenil Job quedó aturdido pero contestó, “p-, e-, r, r-, o.” “Pues bien, eso es correcto; Veo que podrás servir bien en deletreo; y ahora, matemáticas: ¿cuantos es dos por dos?”
El paciente joven dio la respuesta correcta y terminó la entrevista.
El Sr. Wilks dio su informe al comité. Dijo: “Cordialmente recomiendo a este joven; he examinado debidamente su carácter y testimonio. Probé su negación de sí mismo, y él estuvo levantado muy temprano en la mañana; probé su paciencia al mantenerlo esperando; probé su humildad y su temperamento insultando su inteligencia. Le irá bien.”
—Charles H. Spurgeon, Lectures to My Students

PALABRA DE DIOS
(Ver también Biblia)

PASCUA
(Ver también Resurrección)

EL DR. GORDON trajo un Día de Resurrección una vieja jaula de pájaros oxidada y la puso junto al púlpito. Al predicar su sermón esa mañana de resurrección levantó la jaula y dijo: “Ustedes se estarán preguntando por qué está esto aquí. A decir verdad, no es una parte normal de un culto de resurrección eso de tener aquí una jaula de pájaros.”
Luego dijo: “Permítanme contarles lo que pasó. Hace varios días vi a un muchacho en pantalones gastados y con agujeros y una camiseta sucia, con una gorra hacia un lado, silbando, caminando por un callejón, llevando en la mano esta jaula. Aferradas al fondo de la jaula había dos golondrinas que había atrapado. Así que le detuve y le dije: ‘Dime, hijo, ¿qué tienes allí?’ él dijo: ‘Ah, tengo unos pájaros.’ ‘¿Qué vas a hacer con ellos?’ le pregunté. ‘Ah, jugar con ellas un poco, y fastidiarlas, algo así.’ ‘Pues bien,’ le pregunté, ‘cuando te canses de ellas, ¿qué vas a hacer?’ él lo pensó por un momento, y dijo: ‘Pues bien, tengo un par de gatos en casa, y les gustan los pájaros. Pienso que dejaré que se las coman.’”
El Dr. Gordon dijo que su corazón se conmovió por los pájaros, así que le hizo al muchacho una ofer...

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