El descanso
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El descanso

Andy Andrews

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El descanso

Andy Andrews

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Una mezcla única entre hechos históricos y una ficción cautivadora que muestra el poder del perdón.


En 1942, los submarinos alemanes eran despachados para el Golfo de México con el propósito de hundir a los navíos de Estados Unidos que llevaban bienes de consumo y combustible. Al tomar un paseo nocturno, Helen Mason, viuda a causa de la guerra, descubre el cuerpo casi sin vida de un marinero alemán. Enfurecida al ver el uniforme de Josef Landermann, Helen está preparada a dejarlo morir cuando una frase inusual, débilmente pronunciada, la hizo cambiar de idea.

En El descanso, un pequeño pueblo debe prepararse a sí mismo para lo peor que el mundo tiene que ofrecer, y Josef y Helen deben reconciliar sus pasados para crear un futuro.

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Informations

Année
2011
ISBN
9781602555037




SEGUNDA
PARTE
CAPÍTULO 4
9781602554221_INT_0042_001
16 de julio de 1942
EL CAPITÁN WALTER CROSLAND ECHÓ UN VISTAZO POR ENCIMA de su hombro izquierdo. Todavía se veían las luces de La Habana por la aleta de babor. Bostezó y sacó su reloj del bolsillo de los pantalones, poniéndolo en un ángulo en el que recibiera la luz de los instrumentos de medición. Era casi las tres de la mañana y el carguero Gertrude se encontraba aún a menos de treinta millas de la costa nororiental de Cuba. Crosland extendió la mano para agarrar sus cigarrillos e intentó ignorar la inquietud que le atenazaba desde que habían salido del puerto hacía ya tres horas.
En esa zona había submarinos. Él lo sabía y los demás también. Esa era la razón de salir de noche, a toda prisa, con las luces apagadas. Era algo que nunca antes había hecho. Sólo tres días antes, el barco de vapor Oneida, un enorme navío de 2,309 toneladas que navegaba alrededor de la punta oriental de Cuba, fue hundido por un par de torpedos que le alcanzaron en los compartimentos del motor principal. Una vez filtrada la noticia de ese desastre, el capitán Crosland había retrasado su partida con la esperanza de que el submarino (con toda seguridad no había más que uno) partiera en busca de una zona más productiva para su cacería.
Sin embargo, el retraso del Gertrude tenía un límite. Al tratarse de un pequeño carguero, llevaba dieciséis toneladas de cebollas entre otra variedad de frutas y verduras. Crosland sabía que eran alimentos para los hombres que luchaban y, como tal, su barco representaba un blanco legítimo para los «lobos del mar». Por miedo a que la carga se pudiera estropear, el capitán había salido del puerto a medianoche, pero se veía limitado por fuertes vientos y un fuerte oleaje. La velocidad del carguero alcanzaba apenas los diez nudos.
La puerta del puente se abrió y Briley, su segundo de a bordo y oficial de guardia, entró con un tazón de café humeante.
—Todos están acostados, capitán, y todo está despejado excepto estas aguas. De momento la marejada sigue siendo moderada... metro, metro veinte.
Crosland emitió un gruñido de agradecimiento al aceptar el café de manos del joven. La cubierta cabeceó mientras daba un sorbo. Hizo una mueca y dijo:
—En fin, ¡qué más da! Ya sea que me lo derrame por los brazos o que entre en mi barriga, me mantendrá despierto de igual forma.
Briley se rio por obligación y luego habló:
—Capitán, cree usted que nos...
Sin el menor aviso, oyeron un grito penetrante al que siguió una voz alta y enérgica. «Achtung!» El capitán se agachó encorvando los hombros mientras que Briley se tiró involuntariamente al suelo. «Achtung!» repitió la voz. «¡Atención!»; esta vez lo dijo en inglés. Casi de inmediato, Crosland se dio cuenta de que la voz salía de una especie de altavoz. Sonaba con una retroalimentación electrónica, pero se entendía perfectamente y se escuchaba tan cerca que había asustado a los dos hombres llevándolos al borde del pánico.
Una vez recuperado del susto, Crosland agarró el timón y, con desesperación, empezó a hacer que el carguero virara a estribor para alejarse del estruendo de aquella voz. No se le había pasado por alto que se habían dirigido a ellos en alemán, en primer lugar. La voz incorpórea de la oscuridad volvió a retumbar, de nuevo en inglés, pero esta vez añadiendo una orden: «¡Apaguen sus motores y abandonen el barco de inmediato!»
Por un momento, Crosland llegó a considerar la posibilidad de huir, pero se convenció enseguida de la realidad de la situación. Un submarino (se trataba obviamente de un submarino) los había seguido y hacía maniobras delante de ellos. El submarino era más rápido, iba armado y los destruiría sin el menor resquicio de duda si intentaban escapar. Sin demora, el patrón del Gertrude pulsó el botón que detenía los grandes motores y dijo bruscamente: «¡Briley, haga salir a la tripulación!»
Crosland tiró de la palanca de alarma. Del interior del barco empezó a sonar una sirena en ráfagas cortas y estridentes. El segundo de a bordo no se había movido aún del suelo.
—¡Briley, levántese! ¡Haga salir a la tripulación!
—Capitán, ¿no deberíamos...?
Crosland dio un puntapié al hombre que estaba aterrorizado y gritó:
—¡Póngase en pie, ahora! ¡Van a hundir el barco! ¡Meta a los hombres en los botes salvavidas! ¡Vamos!
Cuando Briley corrió a la parte inferior, Crosland salió a la parte exterior del puente, buscando en vano al submarino que sabía estaba más allá de su vista. La voz volvió a sobrecoger sus sentidos. «¡Abandonen el barco inmediatamente! ¡Abandonen el barco inmediatamente!»
Crosland se deslizó por la escala y se reunió con la tripulación, en la cubierta principal. Reinaba la confusión mientras los hombres intentaban soltar frenéticamente los botes salvavidas pero, haciendo uso del dispositivo de arriado de los mismos, en pocos minutos estaban descolgándose por el lateral del carguero condenado. El capitán fue el último en bajar. «¡Aléjense del barco!», ordenó Crosland mientras los hombres iban tomando sus posiciones y sujetando los remos a los escálamos. «¡Remen con fuerza y apártense del barco!»
Cuando el bote salvavidas de Crosland se hallaba a escasos cuarenta y seis metros, empezó a distinguir una silueta y se puso casi en pie, luchando contra el océano embravecido para ver por encima de las cabezas de la tripulación. De pronto gritó: «¡A estribor, remen a estribor!» El bote salvavidas iba directo a la banda de sotavento del submarino que ahora había emergido a la superficie.
Una vez apartados del submarino y situados a un lado de este, el capitán del Gertrude ordenó a sus hombres que dejaran de remar a la vez que todos miraban fijamente la larga y siniestra figura del submarino. Estaba totalmente pintado de negro y Crosland pudo distinguir las figuras en movimiento de varios hombres sobre la torre. Luego, con un fuego que alumbró el cielo de la noche desde una posición de la cubierta del submarino, pero más allá de su torre, un enorme cañón disparó contra el Gertrude. El primer proyectil incendió el carguero. Luego varios más fueron explosionando, uno tras otro, contra la superestructura del navío hasta que, en menos de noventa segundos, éste se deslizó bajo las olas. Crosland se sentó, dejándose caer de forma pesada, vagamente consciente del olor a cebollas quemadas.
Desde los botes salvavidas, la tripulación observaba mientras el submarino acababa con su presa, aceleraba sus motores de superficie y viraba para ir tras ellos. Algunos de los hombres gritaron. Habían oído historias de botes salvavidas y supervivientes destrozados por las ametralladoras de un submarino victorioso.
A pesar de todo, Crosland no había perdido la cabeza y sentía curiosidad por la orden de abandonar el barco. Según había oído, la mayoría de los petroleros y cargueros habían sido torpedeados sin más, en un ataque por sorpresa y dejando que la tripulación superviviente saltase al mar como mejor pudiese. Así era la guerra. Todos lo sabían y la compasión formaba rara vez parte de la ecuación.
Cuando el submarino invirtió el rumbo y se acercó a él, comenzó a ralentizar sus motores. Crosland pensó en la guerra y en el papel que había desempeñado en ella. Era un hombre mayor, de más de cincuenta años, y la Marina le había descartado cuando intentó alistarse. Su forma de servir a su país fue al mando de un barco mercante que aprovisionaba a los aliados. Sin embargo, no había contado con presenciar ningún tipo de acción. Y, a pesar de todo, allí estaba; se encontraba a un minuto de lo que esperaba que fuera una muerte rápida. Esto es realmente una guerra mundial, pensó. Estoy a sesenta millas de Miami Beach y a punto de que los nazis me maten.
El submarino se detuvo a menos de nueve metros. Esta vez, sin el altavoz, el hombre de la torre gritó, de nuevo en un inglés perfecto y sin acento:
—¿Se encuentra a bordo vuestro oficial al mando?
Crosland respiró profundamente mientras su tripulación se volvía hacia él. Se puso de pie y contestó con una voz clara:
—Soy yo.
El capitán observó al hombre que consultaba algo con otro que llevaba una gorra blanca de oficial. El que hablaba se volvió y dijo:
—Nuestro comandante desea saber si tienen agua fresca a bordo.
Crosland sintió ganas de maldecirle. Deseaba nadar hasta él y retorcerle el cuello, pero se limitó a decir:
—No.
Rápidamente su respuesta fue transmitida al hombre con la gorra blanca y desde la torre del submarino les lanzaron dos cantimploras de agua.
—¿Tienen brújula? —le preguntaron a continuación.
Crosland casi deseaba que los alemanes dispararan. No se había sentido tan indefenso en toda su vida.
—No —contestó.
—Mire mi mano —ordenó el hombre mientras extendía su brazo hacia la izquierda de Crosland—. La recalada más cercana está aquí. Adiós.
«TAUCHENFUE LA ORDEN DE HANS GUNTHER KUHLMANN al asegurarse la escotilla, y la tripulación comenzó a sumergir el U-166. A Kuhlmann le sobraban varios centímetros de altura para poder sentirse cómodo en el puente del submarino y para no deprimirse más de lo que ya lo hacía en aquel limitado espacio. Tan pronto como bajó el último peldaño de la escalinata se quitó la gorra blanca, símbolo de liderazgo en la Unterseebootwaffe que sólo llevaban los comandantes de los submarinos.
¡Excelente trabajo, señores! —dijo Kuhlmann a los hombres que estaban sobre el puente—. Estabilícenlo a treinta metros de profundidad. Mantengan rumbo noroeste durante una hora y, en ese momento, saldremos a la superficie para reanudar la patrulla hasta el amanecer. ¡Adelante! —una vez dadas las órdenes, el joven comandante se retiró a su diminuta habitación, detrás del puente, y cerró la única cortina de privacidad que había a bordo.
A sus veintiocho años, el comandante Kuhlmann era el segundo hombre de más edad a bordo. Era oriundo de Colonia, una ciudad en la frontera oriental de Alemania y había estudiado francés e inglés (en esta última asignatura obtuvo altas calificaciones) cuando era adolescente. Al acabar la escuela superior, el joven Hans ingresó en el servicio militar alemán como cadete naval y pronto salió a la mar como oficial de cadetes.
A lo largo de los años treinta, mientras Alemania se arrastraba una vez más hacia la guerra, Kuhlmann sirvió como oficial torpedista a bordo de varios barcos cañoneros hasta que fue asignado a la nueva flota de submarinos en 1940. Prestó sus servicios como oficial en el U-37 durante catorce meses. En el transcurso de ese tiempo el submarino realizó ocho misiones y hundió el increíble número de cuarenta y seis navíos aliados. Era la estrella ascendente de la Unterseebootwaffe y, a principios de 1942, Hans Gunther Kuhlmann fue nombrado comandante del último modelo de submarino alemán: el U-166 Tipo IXC.
—¿Señor? —la voz iba acompañada de un claro golpe sobre la mampara exterior del diminuto camarote de Kuhlmann.
—¡Adelante!
La cortina se descorrió brevemente mientras el subteniente Josef Bartels Landermann entraba y cerraba tras él.
—¡Siéntese, Landermann! —dijo Kuhlmann en voz muy alta y brusca para que se le escuchase más allá de la cortina, a pesar de los ruidos interiores propios de un submarino en movimiento bajo el mar.
El subteniente, o también Oberfähnrich zur See según su rango oficial, era algo más bajo que su comandante. Medía alrededor del metro ochenta y era fornido; no era atractivo aunque tenía un rostro agradable y llevaba el cabello castaño cortado al rape. Obedeciendo la orden recibida, se sentó. Como Kuhlmann ocupaba la única silla de aquel estrecho espaci...

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