Sección 1
El Gran Abismo
Además de esto, hay un gran abismo entre nosotros y ustedes, de modo que los que quieren pasar de aquí para allá no pueden, ni tampoco pueden los de allá para acá.
Lucas 16:26
Capítulo 1
El Testimonio de Romero
Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante.
Hebreos 12:1
El Arzobispo Romero vigila sobre la cancha de fútbol desde la pared de la Iglesia de Valle Nuevo/Santa Marta
La presencia del Arzobispo Oscar Arnulfo Romero en Valle Nuevo de Santa Marta no puede ser exagerada. Su nombre está sobre los labios de muchos y muchas en la murmuración de sus rezos. Se escuchan y recuerdan sus palabras de ánimo cada día en conversaciones, como también en reuniones importantes. Su rostro da la bienvenida a visitantes desde la pared de la iglesia cuando primero arriban. Su semejanza da forma a la hebilla de cinturones. Su retrato guarda vigilia sobre los altares caseros.
El espíritu del Monseñor Romero habita no sólo en Valle Nuevo, sino que ha migrado más allá de las fronteras de El Salvador a través del resto de las Américas—central, norte, y sur—hasta habitar en los corazones y las conciencias de personas alrededor del mundo. Inspira no sólo a los pobres de zonas rurales y urbanas, sino también a todos aquellos, que habiendo escuchado el llamado del evangelio, les acompañan. Con el liderazgo de Francisco, el primer Papa latinoamericano, la Iglesia Católica está poniendo en marcha el proceso oficial de canonización de Romero, un reconocimiento de que él camina diariamente con nosotros en nuestras luchas por la justicia, liberación, y shalom.
En 1977, cuando Romero fue nombrado el Arzobispo de El Salvador, los que hoy son miembros de la directiva en Valle Nuevo eran adultos jóvenes, adolescentes, o aún niños. Ellos tienen memorias muy específicas de donde estaban cuando escuchaban sus homilías los domingos de tarde por la radio.
“Cuando tenía quince años, mi papá construyó una caja especial en la pared de nuestra casa para la radio,” recuerda Pedro Membreño. “La tenía a todo volumen cuando comenzaba Romero. Era La Voz Panamericana, la radio de la UCA” (Universidad Centroamericana).
Algunos no eran dueños de radios, pero aún así encontraban maneras de escuchar el mensaje de esperanza. La familia de Juana Laínez iba al pueblo “a una iglesia fuera del centro para escuchar afuera en el patio a los mensajes de la Radio Venceremos.” Otros como Margarita vivían en estancias donde los patrones prohibían las homilías proféticas de Romero y por eso tenían que ir “al monte para escuchar a la voz de Dios.”
Pero aún los montes no siempre eran seguros, recuerda Pastor: “Teníamos que bajar el volumen bien bajo por temor a que las orejas escucharan.”
Estos detalles dan validez a la realidad literal y la potencia del mensaje, testimonio, y martirio de este hombre. El arzobispo legitimó al pobre, dándole una voz y una identidad moral. Juana, junto a miles de otros, cita a Romero, “¡Organícense! ¡Caminen en solidaridad! ¡No maten!” De esa manera los campesinos fueron reconocidos políticamente, y todo el pueblo de El Salvador y sus compañeros fueron apoderados.
“El nos dijo que un pueblo organizado era un pueblo fuerte,” recuerda Tomasa. “El nos llamó a organizarnos, y lo hacemos con nuestros hechos. Romero no fue temeroso—él gritaba el evangelio en la catedral.”
Pedro lo dice en palabras sencillas, “El no predicaba con temor.” Para un pueblo cuya timidez había sido arraigada por generaciones de abuso y brutalidad, la exhortación a ser liberados del temor era asombrosa.
Las enseñanzas del Monseñor Romero iluminaron las Escrituras para que los pobres pudieran ver un camino que apuntaba hacia adelante. “Cuando pienso en Romero,” reflexiona Salomé, “Yo recuerdo el dicho del evangelio, ‘el buen pastor cuida de sus ovejas, pero el asalariado huye cuando viene el lobo.’ Las palabras y testimonio de Romero hicieron que yo me comprometiera en ese momento, a no huir cuando viniera el lobo. Esto es lo que he hecho, con la ayuda de la oración.”
El buen Arzobispo no sólo invitó a los campesinos a la mesa del banquete sino que también construyó la mesa, puso la mesa, preparó el banquete que se sirve sobre la mesa, y humildemente sirve a los que están en la mesa. Les dio valor, dignidad, y esperanza, y sobre todas las cosas, los llamó a ser.
Para un lenguaje más poético podemos ver la explicación del Apóstol Pedro del impacto de Cristo en los gentiles antes y después de conocerle: “Antes ni siquiera eran pueblo, pero ahora son pueblo de Dios; antes Dios no les tenía compasión, pero ahora les tiene compasión” (1 Pedro 2:10). Antiguamente los campesinos existían con trabajo pesado y temor; pero después de Romero caminaron con valor y esperanza a la mesa de la creación donde todos tienen un taburete. Antes de Romero eran pertenencias, no eran más que animales de carga, un recurso renovable que podía ser propagado generación tras generación. Una vez que Romero les había hablado, ellos entendieron que eran seres humanos, creados a la imagen de Dios.
Nadie esperaba que Romero fuera una figura tan fundamental o aún una figura importante en el tumulto de los 1970 y 1980 en El Salvador. Un número de sacerdotes, adherentes a la teología de liberación, estaban auxiliando a los pobres y ayudando a facilitar la organización de comunidades de base políticamente activas y a veces violentas. En un intento de desalentar y marginar aún más a este grupo de sacerdotes rebeldes, así como también de calmar al gobierno y milicia salvadoreña, el liderazgo conservativo de la Iglesia, seleccionó e instaló al erudito y aún tímido Romero como un Arzobispo guardián en febrero del 1977.
A penas unas semanas después, el 12 de marzo, el amigo de Romero, Rutilio Grande, un sacerdote que había ayudado a organizar a los campesinos en el pequeño pueblo de Aguilares, fue asesinado junto con dos feligreses mientras iban a celebrar una misa de noche. En respuesta el Arzobispo viajó a Aguilares a celebrar la misa y ministrar al pueblo. Por varias horas escuchó las historias de los campesinos, escuchando de su sufrimiento, sintiendo su dolor, y comenzando a ver la complicidad de la Iglesia como también del gobierno en su explotación.
Cuando el gobierno se negó a investigar los asesinatos, Romero protestó y rehusó a partir de ese momento a asistir a las funciones gubernamentales. De una persona reservada, Romero se transformó en un crítico del gobierno y de las fuerzas armadas. El Arzobispo encontró su voz en la radio y comenzó a retar a la Iglesia a ser fiel al camino de Jesús. Su homilía del 8 de mayo de ese mismo año, titulada “La Misión de la Iglesia,” fue representativa:
Durante los próximos tres años, mientras aumentaba la violencia en El Salvador, Romero consistentemente habló con una voz profética, llamando a la justicia y a la liberación, mientras condenaba la violencia del gobierno y la insensibilidad de los ricos. Mientras el conflicto interno acrecentaba en una guerra civil, él predicaba el evangelio implacablemente. No se encariñó ni con el gobierno ni con los poderes religiosos. Dentro de poco el Arzobispo mismo se había vuelto el punto de enfoque de los esfuerzos para parar a la oposición y mantener las cosas como eran.
Al mismo tiempo, los Estados Unidos estaba apoyando el esfuerzo de la contrarrevolución con fondos, entrenamiento, y personal. En febrero, 1980, Romero escribió una carta abierta al Presidente Carter, pidiéndole que reorientara los esfuerzos de su país, francamente señalando, “El poder político está en manos de las fuerzas armadas. Ellos saben como reprimir al pueblo y defender los intereses de la oligarquía salvadoreña.” Ese mismo mes declaró en su programa radial, “Los pobres han demostrado a la iglesia el camino verdadero a seguir. La iglesia que no se une con los pobres para defenderlos en contra de las injusticias cometidas contra ellos, no es la verdadera iglesia de Jesucristo.”
El Arzobispo nunca se dirigió a los pobres como víctimas, como personas a las que se les debe tener lástima. Con su letanía de, “¡Organícense! ¡Caminen en solidaridad! ¡No maten!” trató a los campesinos como actores morales. Por este mensaje el pueblo comenzó a verse no sólo como “los más pequeños.” Él les ayudó a despojarse de una carga pesada de inferioridad que habían llevado simplemente por ser pobres. Monseñor Romero ganó la confianza del pueblo no sólo con sus palabras, sino también con su vida. Se permitió ser amado por los campesinos; buscaba las opiniones de ellos antes de sus homilías. Vivió humildemente, negándose los privilegios y beneficios de su oficio. Era un Arzobispo del pueblo. Irvin Alvarado Hernández, un hombre de negocios cristiano en San Salvador que provee transportación dentro del país a los delegados de las CMS, recuerda “A Romero no lo sobornaban con un carro de último modelo, un palacio como casa, o con dinero.”
El 23 de marzo, 1980, el Monseñor Romero se dirigió directamente a los soldados en su homilía:
El próximo día al celebrar la Eucaristía en la Divina Providencia, el hospital donde tenía una pequeña casita, el Arzobispo fue asesinado por la bala de un tirador. Seis días después, mientras doscientas cincuenta mil personas estaban reunidas en la plaza central de San Salvador para su funeral, explotó una bomba, y luego las tropas del gobierno que vigilaban el evento comenzaron a disparar a la multitud. Cuando se despejó el humo, cincuenta personas habían muerto.
El martirio del Arzobispo Romero no fue sorpresa. Él mismo había reflexionado poco antes de su asesinato, “He sido amenazado a menudo con la muerte. Debo decirles, que como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré de nuevo en el pueblo salvadoreño. . . Pueden decir, si tienen éxito en matarme, que perdono y bendigo a los que lo hicieron. Quisiera, de cierto, que se convencieran que perderán su tiempo. Un Obispo morirá, pero la iglesia de Dios, que es su pueblo, nunca perecerá.”
El cumplimiento de las palabras del Arzobispo no pudo ser más cierto en lo que concierne al pueblo de Valle Nuevo. En el campamento de refugiados, aprendieron que la iglesia no es un edificio de piedras que pertenece al Obispo y del cual sólo el sacerdote tiene una llave. Los catequistas, líderes laicos entrenados por Romero y sus asistentes, dirigieron celebraciones de la Palabra, y sacerdotes visitantes, en el espíritu de Romero, se dirigieron hacia ellos con términos de respeto y afecto, como compañeros.
Allí en el campamento de refugiados la presencia de Cristo se hi...