El último juglar: Memorias de Juan José Arreola
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El último juglar: Memorias de Juan José Arreola

Orso Arreola

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El último juglar: Memorias de Juan José Arreola

Orso Arreola

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Este libro es fruto de una larga y accidentada conversación con mi hijo Orso: a veces apasionada y dulce, otras triste y amarga, pero siempre regida por la verdad. Escribir lo que un padre le cuenta a su hijo es una de las formas más antiguas de hacer literatura, de transmitir la palabra. A lo largo de su vida, mi hijo me ha escuchado hablar, platicar, recitar y dar clases y conferencias, y también me ha visto escribir. Toda mi vida he recitado poesía en voz alta.Este libro es de Orso pero también es mío; lo hicimos entre los dos, pero él, al escribirlo y ordenarlo le dio vida. Sin su trabajo estas memorias no existirían y me da gusto que mi hijo haya vuelto sus ojos al pasado, a esa vida que ya no recordaba. En alguna ocasión dije, a propósito de Orso, que me atenía -y me sigo ateniendo- a unos versos de Rubén Darío que dicen: "…te he de ver en medio del triunfo que merezcas, renovando el fulgor de mi psique abolida".Las memorias de Juan José Arreola no pudieron haber sido mejor recopiladas y editadas sino por su hijo, Orso Arreola.

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Informazioni

Anno
2015
ISBN
9786079409388
Edizione
1
Argomento
Literature








Éxodo familiar a Manzanillo

Los frenos del tren cortan el reposo. Los gritos de los vendedores en las estaciones colorean los finales de cada sueño. ¿Los sueños? En uno de ellos veía la oficina donde trabajé. La oficina estaba aislada como un islote poblado de escritorios y sillones. En mi sueño, el piso de la oficina perdía bruscamente su plano horizontal, se inclinaba como la cubierta en un barco yéndose a pique, sobre la cual el señor Galindo daba órdenes a una tripulación en desbandada.
El inspector de boletos interrumpió mi sueño: “Su boleto caballero”. Me tuve que improvisar caballero por un instante. La masa inerte que estaba encogida en el asiento comenzó a despabilarse. Inconsciente y como un nadador fatigado, moví mis brazos como queriendo salir a flote. Logré incorporarme a medias y buscar en la cartera mi boleto para entregarlo con mi torpe mano al inspector.
Al ver mi boleto me preguntó: ¿A dónde va usted? Yo en ese momento estaba tan lejos de la realidad que no supe qué responder. El inspector miró el boleto y dijo: “¿Manzanillo?”. En mi cabeza se abrió un agujero donde sonaba el mar. Volví a sumergirme en el reposo, pero cada vez que despertaba, veía si mi veliz seguía en su sitio, debajo del asiento, y pensaba en todos los libros que traía conmigo.
Las estaciones se sucedían unas a otras en forma interminable. Durante el viaje nacieron y murieron varias generaciones de pasajeros. Yo era el único que había subido al tren en su punto de partida.
Un vagón es un mundo aparte, tiene sus tablas de valores que son diferentes a las del mundo ordinario.
Hay estaciones en las que suben los pasajeros, y hay otras en las que bajan. Cuando los veo descender, me angustio, siento que van a lo desconocido. A veces es tan cruel la impresión, que sufro por ellos. Los veo alejarse con sus maletas en las manos, en estaciones nocturnas e inciertas como limbos. Me duele más que se bajen las muchachas; cuando veo que abandonan el vagón en que viajaban, siento la tristeza de una ilusión perdida.
Una vez abrí los ojos y mi ventanilla estaba clara y lívida como un espejo. Era Michoacán, tierra oscura de árboles en flor, con sus frutos verdes aún, cubiertos de un vaho plomizo y perlado. La aurora recorta la silueta de los árboles con sus tijeras azules. El ganado se despereza en el viento fresco de la mañana, mientras los pájaros ensayan sus alas ateridas.
Un día en el tren resulta largo y fatigante. Pasé por Zapotlán con tristeza, nunca imaginé a mi familia fuera de él. Después de veinticinco horas de viaje, llegué a reunirme con mi familia. Me sentí feliz. Mi padre me dio una de las muestras más hondas de su afecto.
Le presenté mis cuentas, pero él no las necesitaba, le bastaba con verme volver. Mi madre y mis hermanas ni siquiera me preguntaron por el contenido de mi veliz. Todos hicieron algo para que yo me sintiera contento. Estas son las cosas que a mí me hacen llorar.

Huí de México como de una Sodoma, pensé que nunca más iba a volver. Pensé en casarme con una muchacha de provincia y convertirme en carpintero como mi abuelo Salvador. Deseaba profundamente llevar una vida completamente pueblerina y pacífica.
Duré mucho tiempo, años tal vez, en superar esa especie de asco, de repulsión que sentí por algunas personas y ciertos ambientes de México. Me harté de las formad corruptas en torno al teatro y la vida de los actores. Quedé muy decepcionado de casi todos mis compañeros de la escuela, de los directores e incluso de mis maestros. Sobre todo por la dureza inicial con que me trató Fernando Wagner y luego el espantoso carácter de Rodolfo Usigli, a quien tanto estimé.
En cuanto a mi aprendizaje y desempeño personal, quedé satisfecho, sobre todo por la calidad de los que fueron mis primeros maestros formales: Fernando Wagner, Rodolfo Usigli y Xavier Villaurrutia.
Al único actor de esta época que recuerdo con cariño es a mi paisano Firulais, que compartió con nosotros las venturas y desventuras del Teatro de Medianoche. Federico Ochoa, entre otras virtudes que ya mencioné, tuvo la de ser el mejor payaso de su época, cuando decidió dejar su carrera de actor profesional y su vida acomodada, para entregarse a la maravillosa tarea de divertir a los niños.
En Manzanillo tuve una vida radicalmente distinta a la que llevé en la Ciudad de México. Desde los primeros días de mi llegada me dediqué a buscar una novia, con la idea de casarme y establecerme en Zapotlán.
Fiel a mis propósitos, realicé en corto tiempo tres intentos de noviazgo, pero ninguno prosperó. Sólo una muchacha, Alicia Kim Sam, hija de padres chinos avecindados en el puerto, correspondió a mis galanteos, pero cuando descubrió que yo vendía tepache se desilusionó de mí. Creo que mis tentativas fracasaron no por mi capacidad de cortejar, sino por mi trabajo de tepachero.
Mi padre, algunos de mis hermanos y yo vendíamos tepache en la Avenida México. Del Manzanillo que recuerdo ya no queda nada. Todos los días recorría las playas de Manzanillo y Salagua, totalmente vírgenes en ese entonces. Salía de mi trabajo al anochecer y me iba con mis hermanas a recorrer el malecón. Allí, en plena oscuridad, me metía al mar corriendo todos los peligros, sobre todo el de que me estrellara contra las rocas.
Otros días caminaba por toda la Avenida México hasta llegar al playón, que era una especie de gran muelle. Desde allí se podía contemplar el paisaje más hermoso de toda la bahía.
Legué a Manzanillo con un puñado de libros, que era todo lo que traía en mi gran veliz-biblioteca. Hice jugosas lecturas en mis horas de asueto, leí Rojo y negro, de Stendhal, Los endemoniados, de Dostoievsky, cuya lectura terminé en Zapotlán, y uno o dos libros de Giovanni Papini.
Mientras los hombres vendíamos tepache, mi madre y mis hermanas se dedicaban a la joyería marina, fabricaban hermosos collares con caracolitos de nácar traídos de China y otros maravillosos especímenes de Japón y Filipinas, los que aunados a los nativos de Manzanillo –conchitas, caracoles, estrellas y caballitos de mar–, daban por resultado la más rica y surtida tienda de reliquias marinas.
A toda esta febril actividad se agregó la producción de pan, por tradición familiar, ya que mi madre y mis hermanas las heredaron de las tías paternas.
Toda la familia trabajaba: los hermanos más pequeños, Virginia, Esperanza y Berta, se dedicaban a ensartar conchitas para formar collares, mientras que Anita, Victoria y Cristina horneaban el pan y hacían los dulces que le han dado fama a nuestra familia en todo el sur de Jalisco, hasta el día de hoy tenemos en Zapotlán la Pastelería y Dulcería Arreola.
Don Felipe, mi padre, que durante muchos años de su vida, desde que se salió del seminario, se dedicó a varios negocios, descubrió que el modesto tepache era su salvación. Mi hermano mayor, Rafael, y yo, asistidos por Felipe y Librado, trabajábamos desde el amanecer hasta el anochecer en la fabricación y venta de tepache, que es una bebida fermentada de piña, fresca y alimenticia, y sobre todo capaz de quitar la sed y el calor extremos, como los del mediodía en las zonas costeras. La aparición de los refrescos industriales acabó con una larga tradición y consumo de bebidas autóctonas saludables y refrescantes como el tepache. Nuestro lema fue: “Beba tepache Arreola, tan fresco y saludable como una ola”.
Los hermanos más pequeños, Antonio y Roberto, tenían la hermosa tarea de recolectar conchitas en la playa. Desde luego, la directora natural y principal accionista de nuestra empresa era doña Victoria Zúñiga Chávez de Arreola, mi madre.
Gracias al trabajo tenaz y perseverante de mis padres y mis hermanos yo nada más trabajé tres meses. La familia sobrevivió a su peor catástrofe económica, recuperó su patrimonio: la casa que construyó mi padre en 1914, en el centro de Zapotlán, en la cual nacimos todos sus hijos.
La economía del puerto de Manzanillo se vino abajo durante la Segunda Guerra Mundial. El auge económico del puerto se acabó cuando los Estados Unidos le declararon la guerra a Japón y a los aliados de Alemania. Todos los barcos que venían del Oriente, dejaron de arribar al puerto de Manzanillo. Antes de que la guerra se extendiera al océano Pacífico, atracaban en el puerto cada semana tres grandes buques cargueros de más de doce mil toneladas, procedentes de Filipinas, Japón, China y otros países de Asia.
También llegaban barcos noruegos y suecos que descargaban grandes cantidades de pescados secos y salazones, como el famoso bacalao. Cada barco que arribaba al puerto dejaba miles de pesos. Todo ese dinero iba a dar a las aduanas, a los alijadores, a las grandes bodegas y, finalmente, al pequeño comercio establecido en el puerto.
Durante mi estancia en Manzanillo abordé en plan de visita varios barcos, sin imaginar que cuatro años después tendría que cruzar el Atlántico desde Nueva York a París, en una embarcación estadunidense de guerra y en un destartalado carguero.
En Manzanillo me acostumbré a recibir y admirar algunos de los barcos más bellos del mundo, como el japonés Racuyo Maru, de color blanco y tamaño gigantesco, pero que a mí me parecía de juguete. Estaba cuidado como una joya. Me impresionaba ver a los marineros con sus uniformes, hablando en otros idiomas, con sus extraños rostros curtidos por el sol. Siempre me parecier...

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