Energy Flash
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Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile

Simon Reynolds, María Vergés Parisi, Begoña Martínez Sarrà, Gabriel Cereceda Oyón, Silvia Guiu Navarro

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Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile

Simon Reynolds, María Vergés Parisi, Begoña Martínez Sarrà, Gabriel Cereceda Oyón, Silvia Guiu Navarro

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En su doble faceta de historiador y "observador participante", crítico musical y fan, intelectual y noctámbulo, Simon Reynolds ha escrito el que está considerado como el mejor libro sobre la cultura de baile y la música rave. En esta edición ampliada de ENERGY FLASH, el autor deRetromaníayPostpunk: Romper todo y empezar de nuevoentrega el que probablemente sea su mejor y más ambicioso ensayo.Desde los orígenes de la cultura de baile con el sofisticado techno de Detroit, el hedonismo toxicómano del house de Chicago y el fervor bacanaliano del garage de Nueva York, pasando por la eclosión del acid house y el rave en el Reino Unido a finales de los ochenta, que nacieron de la cultura balearic importada de Ibiza, de la proliferación de pastillas de éxtasis y de las primeras fiestas ilegales en naves industriales, Reynolds da cuenta de la explosión de un nuevo tipo de cultura hedonista propulsada por las drogas que dará lugar a una de las grandes revoluciones de la historia de la música. Con sus infinitas ramificaciones, géneros y subgéneros, la cultura rave muta a la misma velocidad con la que las drogas que frecuentan cada escena lo hacen en el metabolismo de sus actores. Reynolds retrata con una intensidad y brillantez inusitadas algunos de los movimientos musicales más locos y perturbadores de todos los tiempos: Madchester, el hardcore británico, la escena de raves del entorno Spiral Tribe, las radios piratas, el advenimiento del jungle y su frenesí polirrítmico, el particular y exacerbado rave estadounidense, el furor del gabba belga, el narcotizado trip hop, el trance… hasta llegar a la dispersión genérica del postrave, cuyas variantes estilísticas han estallado en infinitas y heteróclitas direcciones, como el dubstep o la EDM.A partir de entrevistas con algunos de los principales productores, DJ y personajes clave de cada escena —Juan Atkins, Derrick May, Carl Craig, Paul Oakenfold, Richard D. James (Aphex Twin), Goldie, Tricky, Jeff Mills, Richie Hawtin, DJ Shadow, entre muchos otros—, Reynolds revela y analiza con un estilo trepidante, conceptualmente exuberante y sazonado de algunos de los mejores pasajes de la literatura musical las claves creativas de la música y la cultura rave, con especial énfasis en la faceta más hardcore, hedonista y toxicómana.ENERGY FLASH es un libro sobre algunos de los sonidos más radicales de la música de los últimos treinta años. Reynolds es un maestro cuando se trata de aprehender el espíritu y la intensidad de untrack, y el libro es una mina inextinguible que nos descubre los tesoros mejor guardados del underground más reciente.

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Information

Publisher
Contra
Year
2020
ISBN
9788418282041

1 UNA HISTORIA,
TRES CIUDADES

EL TECHNO DE DETROIT, EL HOUSE DE CHICAGO Y EL GARAGE DE NUEVA YORK
«Kraftwerk siempre fueron muy de culto, pero también muy Detroit por la industria de Detroit y por la mentalidad. Esa música atrae a la gente de forma automática, como un grito tribal… Sonaba como si alguien hiciera música con martillos y clavos.»
DERRICK MAY, 1992
Para promocionar The Mix, el recopilatorio de grandes éxitos remezclados de Kraftwerk de 1991, al sello americano del grupo, Elektra, se le ocurrió un anuncio divertido: usar la famosa y mítica foto del pionero del blues Robert Johnson y meter dentro de su traje el cuerpo de un robot. El juego de palabras visual era ingenioso y llamativo, pero sobre todo era certero. De la misma manera que Johnson era el padrino de la enérgica autenticidad del rock y de su convulsa catarsis, Kraftwerk inventaron el prístino y posthumano phuturo pop en el que ahora vivimos. La historia del techno no empieza a principios de los ochenta en Detroit, como tan a menudo se afirma, sino a principios de los setenta en Düsseldorf, donde Kraftwerk crearon su fábrica de sonidos Kling Klang y empezaron a producir como salchichas temas pioneros en la combinación de caja de ritmos y sintetizador como «Autobahn», «Trans-Europe Express» y «The Man-Machine».
En uno de esos extraños bucles históricos del pop, Kraftwerk recibieron, a su vez, la influencia de Detroit —de la sublevación cargada de adrenalina de MC5 y The Stooges (cuyo sonido, según Iggy Pop, estaba en parte inspirado en el fuerte martilleo de las fábricas de automóviles de la Ciudad del Motor). Como el resto de bandas de krautrock —Can, Faust, Neu!—, Kraftwerk también se inspiraron en el minimalismo mántrico y los ritmos sin R&B de la Velvet Underground (John Cale produjo el primer disco de The Stooges). Sustituyendo las guitarras y las baterías por ritmos de sintetizador y beats programados, Kraftwerk sublimaron la aceleración de luz blanca/calor blanco3 de la Velvet y la llevaron a la serenidad de controlador electrónico de velocidad del motorik, un ritmo metronómico regular como un carburador que fue, a la vez, postrock y prototechno. «Autobahn», un himno de veinticuatro minutos que celebra la excitación de deslizarse por la autopista y que sonaba como unos Beach Boys estilo cíborg, fue (en versión corta) un exitazo en las listas de 1975 de todo el mundo. Dos años después, en el álbum Trans-Europe Express, el tema que da título al álbum —compuesto de un infatigable ritmo mecánico y sintetizadores con efecto vibrato— deriva en «Metal on Metal», una fundición de hierro funky que sonaba como un megamix del manifiesto «El arte de los ruidos» de Luigi Russolo para una discoteca futurista.
«Eran tan rígidos que eran funky», ha dicho de Kraftwerk el pionero del techno Carl Craig. Esta paradoja —que puede traducirse eficazmente por «eran tan blancos que eran negros»— es lo más cerca que ha estado nadie de explicar el misterio de por qué la música de Kraftwerk (y sobre todo «Trans-Europe Express», su tema más teutónico y desapasionadamente metronómico) hizo tanta mella entre los jóvenes negros de los Estados Unidos. En Nueva York, Kraftwerk fueron prácticamente los únicos padres del movimiento electro. El éxito de 1982 «Planet Rock» de Africa Bambaataa & The Soulsonic Force robó su melodía fatalista de «Trans-Europe» y su ritmo de caja de ritmos del tema de Kraftwerk «Numbers», de 1981.
Pero mientras que la era del bodypopping y del electric boogaloo pasó rápidamente (el hip hop de Nueva York reivindicaba un enfoque de funk de los setenta más enérgico), Kraftwerk tuvieron un impacto más duradero en Detroit, donde la música del grupo cuajó entre los negros de clase media, eurófilos y con veleidades artísticas. Desde el «Cosmic Cars» de Cybotron de 1982 al homenaje a «Autobahn» que hizo Carl Craig en 1995 con su álbum Landcruising, el techno de Detroit encaja en la famosa descripción de Derrick May: «como George Clinton y Kraftwerk encerrados en un ascensor con solo un secuenciador con el que entretenerse».

Los rebeldes del techno

—La primera vez que oí sintetizadores en un disco fue genial… Como si unos ovnis aterrizaran en los discos, así que me compré uno —ha dicho Juan Atkins—. No me aficioné a los sintetizadores por un grupo concreto. Pero «Flashlight» [el hit de R&B de Parliament que fue número uno a principios de 1978] fue el primer disco que escuché en el que quizá el setenta y cinco por ciento de la producción era electrónica: la línea de bajo era electrónica y predominaban los sintetizadores.
Atkins era entonces un chaval de dieciséis años que vivía en Belleville, una pequeña localidad situada a unos cincuenta kilómetros de Detroit, que tocaba el bajo, la batería y «hacía un poco de primera guitarra» en varios grupos de garage-funk. Tres años antes se había hecho amigo de dos chicos de su colegio un año menores: Derrick May y Kevin Saunderson.
—En aquella época —recuerda Saunderson—, Belleville era bastante racista, porque era una zona buena. Tenías que tener un poco de dinero, las casas daban a lagos y no había mucha gente negra, con lo que los tres congeniamos enseguida.
Atkins se convirtió en el mentor musical de May y lo introdujo en todo tipo de cosas raras, desde Parliament-Funkadelic a Kraftwerk.
—Va en serio, tío —dice May—. Juan fue la persona más importante de mi vida aparte de mi madre. Si no hubiese sido por él, jamás hubiese oído nada de esto. No sé dónde estaría de no haber sido por él.
A pesar de que la música que les gustaba estaba orientada a la pista de baile, los Tres de Belleville trataban con una seriedad propia del arte y del rock lo que otros aficionados al rock entonces menospreciaban como simple «música disco».
—Para nosotros siempre fue una dedicación —afirma May—. Solíamos repantingarnos a filosofar sobre lo que pensaba esa gente cuando hacía música y sobre hacia dónde creían que se dirigiría la siguiente fase musical. Y la verdad es que la mitad de las historias que nos montábamos jamás se le pasaron a ninguno de esos músicos por la cabeza. Como Belleville era una ciudad rural, veíamos la música de forma algo distinta a como se percibe si la escuchas en los clubs o cuando ves bailar a otras personas. Nosotros nos echábamos en el sofá con las luces apagadas y escuchábamos discos de Kraftwerk, Funkadelic, Parliament, Bootsy y Yellow Magic Orchestra, e intentábamos entender de verdad qué pensaban cuando hacían esa música. Jamás nos lo tomamos como un entretenimiento, para nosotros era filosofía seria.
A través de Atkins, May y Saunderson entraron en contacto con toda clase de electropop europeo posterior a Kraftwerk (Gary Numan, el E=MC2 de Giorgio Moroder) y con la extravagante new wave americana tipo The B52’s. ¿Por qué esa música europea, fría y sin funk tocó la fibra de la juventud negra de Detroit y Chicago? Atkins lo atribuye a «algo que tiene que ver con la industria y el Medio Oeste. Según los libros de historia de los Estados Unidos, cuando se formó el sindicato de trabajadores del automóvil UAW —United Automobile Workers—, blancos y negros estuvieron juntos por primera vez en una situación equiparable, luchando por lo mismo: mejores sueldos, mejores condiciones de trabajo».
Atkins, May y Saunderson pertenecían a una nueva generación de jóvenes negros del área de Detroit que habían crecido acostumbrados al bienestar.
—Mi abuelo trabajó en la Ford durante veinte años, era como un trabajador del automóvil de profesión —afirma Atkins—. Muchos de los hijos y de los nietos que llegaron después de esa integración se acostumbraron a una vida mejor. Es curioso que Detroit sea ahora una de las ciudades más deprimidas de Estados Unidos y que, en cambio, siga siendo la ciudad natal de los negros más influyentes del país. Si en aquel momento tenías trabajo en la fábrica, ganabas pasta. Y el blanco que tenías al lado no ganaba cinco o diez dólares más la hora. Todo el mundo era igual. Lo que pasó es que surgió un ambiente de chavales que crecieron creyéndose lo más porque sus padres ganaban dinero trabajando en la Ford, la General Motors o la Chrysler y los habían ascendido a capataces o incluso a un trabajo de cuello blanco.
Según Atkins, la eurofilia de esos jóvenes negros de clase media formaba parte de su intento de «distanciarse de los chavales de las casas de protección oficial, del gueto».
Eddie Fowlkes —que pronto se convertiría en el cuarto miembro de la camarilla de Belleville, a pesar de ser de una zona más dura de Detroit— recuerda cómo eran los chavales del West Side de Detroit, más pijo.
—Les interesaban más la ropa de marca y los coches, porque los chavales del West Side tenían más dinero que los del East Side. Tenían más oportunidades de viajar, de comprar libros y demás. Les gustaban cosas como Cartier y todas las mierdas sobre las que leían en la revista GQ. Y veías a chicos negros del West Side que vestían como en GQ, y todo aquello fue creciendo y tomó la forma de una escena, una cultura.
Según Jeff Mills —un importante productor y DJ en los noventa, que entonces iba al último curso del instituto—, American Gigolo fue una película que tuvo mucha influencia en esa juventud negra obsesionada por la moda europea, por el estilo de vida chic del personaje principal, interpretado por Richard Gere, y su gran armario repleto de montones de camisas y zapatos.
Una expresión de esta subcultura de la movilidad social ascendente eran los clubs y la música de baile. De todas formas, no estamos hablando de discotecas, sino de clubs sociales de instituto con nombres como Snobs, Brats (Niños Mimados), Ciabattino, Rafael, Charivari. Este último, bautizado así por la tienda de ropa de Nueva York, inspiró lo que algunos consideran el primer track del techno de Detroit, «Sharevari», de A Number of Names. Los miembros de estos clubs alquilaban espacios y organizaban fiestas en ellos. Según Carl Craig, otro acólito de May y Atkins de la primera época:
—Estaban obsesionados con ser guays a lo GQ y con la música italiana «progresiva», es decir, música disco italiana, básicamente.
Las comillas de «progresiva» se deben a que su música derivaba más de la música eurodisco hecha con sintetizadores y cajas de ritmo de Giorgio Moroder que del sinfónico sonido Filadelfia. Y es que artistas italianos como Alexander Robotnick, Klein & MBO y Capricorn llenaron el vacío dejado por la muerte de la música disco en Estados Unidos. En el circuito de baile y fiesta de Detroit también se oía electro-funk de Nueva York, sellos como West End y Prelude, artistas como Sharon Redd, Taana Gardner, The Peech Boys y Was (Not Was); los nuevos románticos ingleses y artistas del synth-pop europeos como Visage, Yello, Telex, Yazoo, Ultravox, y new wave americana como The B52’s, Devo y Talking Heads.
—Tío, no sé si esto habría podido pasar en otro lugar del país que no fuera Detroit —se ríe Atkins—. ¿Te imaginas a trescientos o cuatrocientos chavales negros bailando al ritmo de «Rock Lobster»? ¡Pues eso es lo que pasó en Detroit!
Otro factor que determinó los gustos eurófilos de la juventud de Detroit fue el influyente DJ radiofónico Charles Johnson, «the Electrifyin’ Mojo», cuyo programa The Midnight Funk Association se emitía todas las noches por la WGPR (la primera emisora FM negra de la ciudad) durante los últimos años de la década de los setenta y los primeros de la de los ochenta. Junto a canciones P-Funk y temas plagados de sintetizadores de Prince como «Controversy», Mojo ponía «Tour de France» de Kraftwerk y otros artistas electro-pop europeos. Además, todas las noches soltaba su rollo nave nodriza4, con el que animaba a los oyentes a encender las luces del coche o la luz de la mesita de noche para que la nave intergalática supiera dónde aterrizar.
—Tenía la voz más magnánima que hayas oído jamás —recuerda Derrick May—. Ese tío tenía tanta imaginación que te aturdía. Quedabas embelesado por la radio. Es algo que no he vuelto a oír y que probablemente no vuelva a oír.
Alrededor de 1980, Atkins y May empezaron a dar los primeros pasos para convertirse en DJ.
—Juan y yo empezamos a acariciar la idea de hacer nuestros propios remixes, en plan broma, usando el botón de pause, una pletina y un plato básico —cuenta Derrick May—. Cogíamos un disco y lo pausábamos, editábamos cosas solo con la ayuda del pause. Se nos daba genial. Eso nos llevó a una experimentación constante, flipábamos todo el rato e intentábamos mogollón de cosas raras. Y Juan pensó: «Joder, tío, vamos a dar un paso más, vamos a profesionalizarnos y montar nuestra empresa para pinchar». Encontramos a un tío que tenía un estudio de música, una especie de sitio que se alquilaba, y que también alquilaba el equipo. Era muy amable con nosotros y nos prestaba una sala en la parte de atrás, donde había montado un par de platos y unos altavoces. Nos dejaba aquella sala durante horas ¡y no nos cobraba nada! Allí Juan me enseñó a mezclar. Recuerdo los dos singles con los que aprendí a mezclar: «Fashion» de David Bowie y «Rapper Dapper Snapper» de Edwin Birdsong. Me pasé semanas mezclando esos dos discos mientras Juan me tocaba las pelotas cada vez que la cagaba.
Atkins y May decidieron llamarse Deep Space Soundworks y su primer trabajo como DJ fue en 1981, en una fiesta organizada por un amigo de Derrick en la que fueron teloneros del DJ más famoso de Detroit, Ken Collier.
—Estaba a tope, pero nadie bailaba —recuerda May—. Pinchábamos discos a 45 [singles de siete pulgadas] y ni siquiera teníamos patinadores en los platos. Madre mía, cuando nos sustituyó Collier, la pista de baile se llenó en 2,2 segundos. Fue la experiencia más bochornosa de nuestras vidas, toda una lección de humildad.
A principios de los ochenta, Detroit tenía un circuito de fiestas enorme y la competencia entre los cuarenta o cincuenta DJ de la ciudad era feroz. Todos los fines de semana había varias fiestas, que muchas veces eran temáticas (por ejemplo, todo el mundo tenía que llevar ropa del mismo color).
—En todas partes tenías que concentrarte mucho, porque en Detroit el público era muy especial, y si no te lo currabas o la cagabas en una mezcla, la gente te miraba y se largaba de la pista de baile. Y así es como mejorábamos, porque no teníamos margen para el error. El público no lo habría aceptado. En Detroit una fiesta era el acontecimiento principal. La gente incluso se compraba ropa nueva.
May y Atkins aplicaron la misma intensidad teórica al arte de mezclar y organizar un set que la que antes aplicaban a escuchar discos.
—Detrás del hecho de pinchar discos había toda una filosofía elaborada por nosotros. Nos sentábamos y nos poníamos a elucubrar qué pensaba el tío que había grabado el disco y a buscar un disco que combinara con este para que en la pista de baile entendieran el concepto. ¡Cuando pienso en toda la energía mental que dedicábamos a eso! Nos pasábamos la noche anterior a la fiesta pensando en qué pondríamos la noche siguiente, en qué gente iría a la fiesta, en el concepto de la clientela. ¡Era una locura!
Al final, Deep Space empezaron a montar sus propias fiestas.
—Alquilábamos un pub, por ejemplo, y lo convertíamos en un club —recuerda Eddie Fowlkes, que entonces era miembro del grupo de DJ—. El primer sitio donde organizamos una fiesta fue el Roskos, creo, que era un local cutre de máquinas recreativas. Lo que intentabas hacer era llevar a la gente a un sitio distinto, en el que no se ...

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