Conexiones perdidas
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Conexiones perdidas

Johann Hari, Antonio Lozano

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Conexiones perdidas

Johann Hari, Antonio Lozano

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Hari sufrió de depresión desde niño y comenzó a tomar antidepresivos cuando era adolescente. Como a toda su generación, le dijeron que la causa de su problema era un desequilibrio químico en su cerebro. Pero años más tarde comenzó a investigar y aprendió que casi todo lo que nos han dicho sobre la depresión y la ansiedad es falso. Viajando por todo el mundo, Hari descubrió que los científicos sociales estaban descubriendo evidencias de que la depresión y la ansiedad no son causadas por un desequilibrio químico en nuestro cerebro, sino que son en gran parte consecuencia de problemas que tienen que ver con la forma en que vivimos hoy en día. Una vez identificadas nueve causas reales de depresión y ansiedad, Hari se dirigió a algunos científicos, que proponen soluciones radicalmente diferentes y que parecen funcionar.Conexiones perdidas nos lleva a un debate muy diferente sobre la depresión y la ansiedad, que muestra cómo, juntos, podemos acabar con esta epidemia. Un viaje épico que cambiará nuestra forma de pensar acerca de una de las crisis más grandes de nuestra cultura actual.

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05
Agarrando la bandera
(introducción a la
segunda parte)
Tras descubrir todo lo expuesto con anterioridad empecé a seguir el sendero que llevaba desde la investigación de George Brown y Tirril Harris a diferentes rincones del planeta. Quería saber quién más había estudiado las dimensiones en apariencia ocultas de la depresión y la ansiedad, y lo que esto significaba a la hora de ver cómo podíamos reducirlas. Durante los años siguientes me encontré con sociólogos y psicólogos que, repartidos por todo el mundo, se habían dedicado a agarrar la andrajosa bandera de George y Tirril.[75] De San Francisco a Sídney, de Berlín a Buenos Aires, me senté a conversar con ellos y acabé considerándolos una suerte de Célula Alternativa de la Depresión y la Ansiedad, consagrada a enhebrar una historia más compleja y verdadera.
Solo después de haber escuchado durante muchas horas a estos sociólogos reparé en un elemento común a todas las causas sociales y psicológicas de la depresión y la ansiedad.
Todas son formas de desconexión. Todos son modos en que nos hemos visto apartados de necesidades innatas, las cuales hemos perdido en algún punto del camino.
A estas alturas, después de haber investigado la depresión y la ansiedad durante varios años, he conseguido identificar nueve causas. Deseo subrayar que no estoy afirmando que se trate de las únicas causas de la depresión y la ansiedad. Habrá otras pendientes de ser descubiertas (o que no se habrán cruzado en el camino de mi investigación). Tampoco sostengo que el conjunto de las personas con depresión o ansiedad vayan a encontrarse con todos estos factores en sus vidas. Yo mismo, sin ir más lejos, experimenté solo algunos.
Pero seguir este sendero iba a hacer que reconsiderara algunas de mis convicciones más profundas.
[75] Tirril Harris, Where Inner and Outer Worlds Meet: Psychosocial Research in the Tradition of George Brown, Londres: Routledge, 2000, pp. 27-28.

06
Primera causa:
desconexión de un
trabajo con sentido
Joe Phillips no veía el momento de que acabara el día.[76] Si hubierais entrado en la tienda de pinturas de Filadelfia donde trabajaba y le hubierais pedido un litro de pintura de una tonalidad específica, os hubiera indicado que la seleccionarais de una tabla y que él luego os la prepararía. El guion siempre era el mismo. Colocaba una muestra del pigmento en una lata, introducía la lata en una máquina con pinta de microondas y la máquina comenzaba a dar violentas sacudidas. De este modo conseguía nivelar el color de la pintura. A continuación os cobraría y diría: «Gracias, señor». Esperaría a que llegara el siguiente cliente y repetiría la operación de nuevo. Esperaría a que llegara el siguiente cliente y repetiría la operación. Todo el día. Cada día.
Atender un pedido.
Agitar la pintura.
Decir: «Gracias, señor».
Esperar.
Atender un pedido.
Agitar la pintura.
Decir: «Gracias, señor».
Esperar.
Otra vez. Y otra vez.
Nadie reparaba en si Joe hacía bien o no su trabajo. El único comentario que recibía de su jefe era para recriminarle a gritos que llegara tarde. Joe siempre pensaba lo mismo al salir del trabajo: «No creo haberle cambiado la vida a nadie». La actitud de sus empleadores, me contó, era: «Vas a hacerlo de esta manera. Y vas a presentarte a esta hora. Mientras sigas estas pautas, no habrá ningún problema». Sin embargo, él se descubría pensando: «¿Y la posibilidad de cambiar? ¿Y la posibilidad de crecer? ¿Y la posibilidad de dejar huella en la empresa para la que trabajo? Porque cualquiera puede llegar a la hora y cumplir con lo que le mandan».
La sensación de Joe era que sus pensamientos, conocimientos y sentimientos constituían casi un defecto. Pero tan pronto compartía conmigo cómo le hacía sentir su trabajo, mientras cenábamos en un restaurante chino, de inmediato se reprendía a sí mismo. «Hay gente ahí fuera que mataría por este trabajo, y lo entiendo. Estoy agradecido». El sueldo era razonable: le permitía vivir junto a su novia en un lugar agradable; conocía a mucha gente que no disfrutaba de nada de esto. La culpa le remordía por sentirse así. Sin embargo, los sentimientos volvían a la carga.
Y agitaba más pintura.
Y agitaba más pintura.
Y agitaba más pintura.
«La monotonía yacía en el hecho de que uno se sentía todo el rato haciendo cosas que no quería —me contó—. ¿Dónde quedaba la alegría? Mi intelecto no llega a poder explicarlo, pero la sensación general era que… [uno] necesitaba algo con lo que llenar ese vacío. Pese a que nunca conseguías sacar algo en claro sobre qué era exactamente ese vacío».
Joe salía de casa a las siete de la mañana, trabajaba todo el día y regresaba a las siete de la tarde. Empezó a darle vueltas a que «si uno se pasa así entre cuarenta y cincuenta horas laborables a la semana, y si de verdad no lo disfruta, se dirige de cabeza a la depresión y la ansiedad. Y me cuestionaba los motivos por los que lo hacía. Tiene que existir algo mejor para mí». Empezó a sentir, me dijo, que «no había esperanza. ¿Qué sentido tiene?».
«Uno debe sentirse desafiado de un modo positivo —me soltó, encogiéndose un poco de hombros. Sospecho que le resultaba embarazoso hablarme de esto—. Uno debe saber que tiene una voz. Uno debe saber que si se le ocurre una buena idea, puede compartirla y cambiar algo». Nunca antes había tenido un trabajo como aquel y temía no volver a tenerlo.
Si dedicas buena parte del día a anularte de cara a sobrevivir a una nueva jornada laboral —me contó—, resulta difícil desconectar e interactuar con la gente que quieres cuando regresas a casa. A Joe le quedaban cinco horas para él antes de acostarse y volver a agitar pintura. Solo aspiraba a apoltronarse delante del televisor o a estar a solas. Los fines de semana solo deseaba beber mucho y ver un partido.
Después de escuchar algunos de mis discursos en línea, e interesado en hablar del tema de mi último libro, centrado en parte en la adicción, Joe se puso un día en contacto conmigo. Quedamos en vernos y pasear un rato por las calles de Filadelfia, antes de sentarnos a comer. En el restaurante me contó una historia. Cuando ya llevaba años agitando pintura, cierta noche acudió al casino con un amigo y ahí le ofrecieron una pastillita de color azul. Contenía treinta miligramos de Oxicontina, un analgésico basado en opiáceos. Tras ingerirla, sintió un entumecimiento agradable. Al cabo de unos días pensó que aquello podía ayudarle en el trabajo. Tomarse esa pastillita conseguía evaporar los pensamientos que habían estado aflorando en su cabeza. Poco tiempo después, «me aseguraba de tomármelas antes de salir de casa, me aseguraba de que no me faltaran en el trabajo para llegar hasta el final de la jornada, racionándomelas». Al volver a casa se tomaba algunas más con unas cervezas mientras pensaba: «Aguantaré en esa mier...

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