El devenir de las artes
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El devenir de las artes

Gillo Dorfles

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El devenir de las artes

Gillo Dorfles

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Las artes han sido posibles siempre bajo el signo del devenir; en el cambio, en la transformación continua, en la constante revisión crítica de las formas y los procedimientos, en el análisis de los mensajes. En todo ello se encuentra la razón de su fuerza de comunicación y las condiciones mismas de su existencia.

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Information

Year
2012
ISBN
9786071638366

Segunda Parte

TÉCNICA Y POÉTICA
DE LOS LENGUAJES ARTÍSTICOS

I. LAS ARTES VISUALES

A. PINTURA

1. Justificación del término “artes visuales”

Agrupar la pintura, la escultura, la arquitectura, el dibujo, etc., bajo la denominación única de “artes visuales” es costumbre reciente y quizá impuesta por el reiterado apremio de la psicología, base de muchas investigaciones estéticas. Es cierto que después de haber considerado durante algún tiempo risible la clasificación lessinguiana de las artes en espaciales y temporales, existe actualmente la tendencia a restablecer una división de las mismas que toma en consideración más bien el órgano sensorial que interviene más directamente en el acto de disfrute que el medio en que el arte mismo se desarrolla. Por otra parte, dada la amplitud que gradualmente van adquiriendo los conocimientos científicos, sus cambios, así como los de nuestras nociones de espacio y tiempo con su tendencia incluso a fusionarse e integrarse, sería inconcebible discurrir hoy acerca del arte exclusivamente, “espacial o temporal”. He aquí por qué la distinción lessinguiana, que por una parte vuelve a ser aceptada, pierde, por otra, su validez. Nadie ignora que la música se extiende y propaga también en una dimensión espacial además de la cronológica (aspecto sobre el que he de insistir); a nadie se le oculta que tanto en la pintura, la escultura e incluso en la arquitectura, interviene ineludiblemente, activa y presente, un componente temporal, para no hablar de los recientes y vigorosos intentos de “dinamizar” la pintura y la escultura por medio de varios artificios, para dotar a estas artes, en otro tiempo “estáticas”, de la inestabilidad y la mutabilidad, sello de nuestra época dinámica e inquieta.
No echemos en olvido al cinematógrafo, el cual tantos puntos de contacto tiene con las artes visuales, en el que el movimiento y el trascurrir del tiempo constituyen casi su más íntima y veraz naturaleza.
Nos ocuparemos en breve con más pormenores de la importancia del elemento temporal en la pintura y en la escultura; por el momento, mi interés primordial es el de justificar la agrupación en un único capítulo de las tres principales formas artísticas, de las tres artes “mayores”, con el breve, y hoy necesario, apéndice del arte industrial.

2. La pintura como arte del color

La pintura —es cosa sabida— antes que otra cosa es el arte del color. No creo que haya dificultad alguna para aceptar esta aseveración elemental. Desde la remota Antigüedad de Lascaux hasta nuestros días, el color ha sido siempre el elemento dominante en este arte, hasta tal punto que podríamos afirmar que sus otros componentes: línea, claroscuro, perspectiva, tono, timbre, etc., no son más que derivados sucesivos de esta única y primordial sustancia cromática que puede llegar hasta su anulación en el blanco y negro o a su exaltación en fulgores de los más inesperados empastes, hasta la mística quietud de los fondos de oro, o la inagotable furia caótica del “manchismo” actual.
El color es, pues, el gran señor que domina la pintura, y es lógico que desde los tiempos más remotos se hayan tejido, en torno del color y sus misterios, leyendas y leyes, prejuicios y preceptos, consejos y normas.1
Al señalar, hace algunos años, la peculiar evolución del color a través de las diversas etapas de la pintura, hice notar ante todo, la importancia de establecer la distinción entre color tonal y color tímbrico. Esta diferenciación me parece aceptable, al menos en parte, aunque con toda cautela; sobre todo creo que podría permitirnos llegar a establecer una distinción entre la pintura de hoy y la de ayer, mejor que por medio de otras hipotéticas razones teóricas, históricas o filosóficas. En efecto, hablar, como se hace a menudo, de pintura abstracta y realista, futurista y expresionista, prodigar clasificaciones en escuelas y tendencias, puede tener un interés histórico, pero que es escaso desde el punto de vista del conocimiento técnico-estético de este arte, cuyos secretos estructurales nos interesa, ante todo, descubrir.
Quiero una vez más precisar en este primer capítulo dedicado a la pintura, aquello que habrá de ser válido igualmente para los capítulos dedicados a las otras artes; esto es, que mi intención es la de llegar a una interpretación técnico-estética de los diferentes lenguajes artísticos, tales como se presentan en la actualidad, utilizando sólo de manera ocasional algunos ejemplos y principios tomados de su historia. Sería, en efecto vano, a más de superfluo, tratar de esbozar aquí una historia de las diversas artes o la de su estética. Pienso, en cambio, que la única manera de articular una estética actual y la comprensión de los diversos lenguajes artísticos, como en la actualidad se nos presentan, sea su análisis y estudio en su presente etapa tratando en la medida de lo posible de anticipar o trazar su devenir.
Baste esta aclaración para excusarme de inevitables omisiones en citas de autores y libros que hacen referencia al pasado, reciente o remoto. Pero otra razón que me ha persuadido de la oportunidad de extenderme, sobre todo, en la actual situación técnico-expresiva de las artes, es la que creo debiera ser evidente, tomando en cuenta todo lo que he dicho en la primera parte de este libro, y en otros de mis trabajos: o sea que la rapidez de las mutaciones que el arte experimenta hoy (o, si se prefiere el término, la entropía subyacente en el lenguaje artístico) es tan vasta e intensa, en comparación con la de cualquier época precedente, que sería de escasa utilidad detenerse en la consideración de actitudes estéticas y perceptivas pasadas, cuando las presentes aparecen tan complejas y oscuras.

3. El timbrismo cromático

Cuando hace unos 15 años o algo así, me arriesgué a un primer intento de establecer la distinción entre color tonal y color tímbrico,2 adoptando este último término para señalar la peculiar naturaleza del color predilecta en nuestros días, como la fue, dentro de ciertos límites, en épocas prerrenacentistas, adopté como punto de partida la comparación entre el lenguaje musical y el pictórico, y creí haber hallado una notable identidad en la evolución de los dos aspectos de ambas artes. Ahora, pasado el tiempo, y después de haber visto la difusión hasta en la cotidiana crónica artística del término que propuse entonces, pienso que puedo precisar mejor las características que justifican el calificativo de “tímbrico” para un determinado color o mejor dicho para un determinado empleo del mismo. Efectivamente, si prescindimos de la pintura de épocas muy lejanas de la nuestra, creo que quienquiera que analice la pintura de nuestra área de civilización occidental, en el periodo que grosso modo abarca del siglo XVI al XIX, no hallará dificultad en percatarse de cómo, hasta el siglo pasado, la pintura se valió de la clase de cromatismo que podemos calificar de “tonal”, es decir, aquella en la que los diversos componentes cromáticos de una pintura se funden entre sí para llegar a convertirse en un casi-acorde de todos los colores. En esta clase de pintura, todos y cada uno de los elementos cromáticos pierden sus características particulares y adquieren una naturaleza común contribuyendo a crear en lo pintado la atmósfera y, por consiguiente, el tono; de igual manera, la música en la época en que predominaba la armonía, creó, por medio del acorde de varios sonidos, una amalgama sonora con la que perseguía, antes que la exaltación de cada “timbre”, la total atmósfera fónica del trozo musical.
Únicamente antes y después de aquel periodo es cuando el color se presenta en estado de pureza y, sobre todo, libre del prejuicio de su “componente atmosférico”.
En otras palabras, la sensación de atmósfera, indispensable para representar un paisaje, un ambiente, “un trozo de vida”, se extendía hasta el retrato, la naturaleza muerta, y, por fin, hasta la obra decorativa; anulaba la búsqueda del valor puramente cromático, pigmentario, de textura, diríamos, para valorar el aspecto plástico del claroscuro. Por el contrario, con el advenimiento de los fauves, y después de las tendencias “abstraccionistas” y “concretistas”, que habrían de desvincular, cada vez más, la pintura de lo representativo, el color no sólo recobró el carácter heráldico (señalado, por Read, a propósito del color “cuatrocentista”),3 sino que al fin asumió absoluta preeminencia.
Un ejemplo “absoluto” de esto se dio —como veremos— en la pintura constructivista y en mucho abstraccionismo geométrico, pero, después del crepúsculo del abstraccionismo geométrico, todavía el color continúa siendo “tímbrico”. También en las desordenadas marañas “manchistas”, incluso en las composiciones “informales” o de “acción”, el color continúa desempeñando su papel de protagonista de la pintura (y no el de satélite de la tonalidad paisajista), con la diferencia de que los “suntuosos” empastes, la interposición de materias diferentes, las “chorreaduras” y “goteos”, las incrustaciones, llegan a crear una “atmósfera” nueva, que ya no es naturalista, pero que se acerca más al tonalismo de lo que estuvieran las del “fauvismo” y las de los sucesivos movimientos abstractos.
Y, precisamente, allí radica uno de los principales equívocos de lo informal, que ha creído poder escamotear, mediante un tonalismo renovado, la atmósfera legada a la pintura naturalista; y es probable que también a ese hecho se deba su rápida e inesperada declinación, tras un florecimiento un tanto rápido y efímero. Mas lo que me interesa subrayar es el hecho, hoy evidente, del valor que se va concediendo, no sólo a la gama de los colores, sino a su “sustancia”, al tipo de material empleado, a su densidad, a su pastosidad, a todas las cualidades que, creo, se reúnen en lo que podría definirse como su propiedad tímbrica.
De nuevo es útil la comparación con la música; como tendré ocasión de precisar en el capítulo a ésta dedicado, existe en la actualidad una vasta corriente que, llevando hasta el último extremo su complacencia en los efectos tímbricos (y aquí el término recobra su sentido usual) tan exaltados por los dodecafonistas y todavía antes por los primeros poli y atonalistas, busca precisamente la articulación casi autónoma de cada uno de los sonidos, empleados de manera “puntillista” con su precisa y aislada calidad tímbrica, para hacer evidente al máximo la carga sonora de cada uno de los sonidos, más que valerse del sincrónico y confuso efecto de los empastes tonales, que evocan todavía las apacibles y románticas atmósferas “ochocentistas”.

4. La disgregación de la espacialidad perspectiva y la objetivación de la imagen

El error en que con más frecuencia incurren quienes estudian los problemas de perspectiva consiste en no tomar en cuenta, ante todo, su faceta estética, excediéndose con complacencia en sus aspectos matemático, psicológico e histórico; mas no es posible todavía formarse una idea concreta de tan complejo fenómeno sin recurrir además a sus sólidas bases científicas. Efectivamente el público, por naturaleza, permanece aferrado a una determinada “visión espacial”, musical, plástica, que juzga inmutable e imperecedera y esto a pesar de que ya los lenguajes diversos no responden a las exigencias de la época y la cultura en que nos hallamos inmersos. Por eso es particularmente fecundo el estudio de la transformación espacial que advino en la pintura “cuatrocentista” italiana, precisamente porque presenta el caso de una época relativamente cercana, de la que conocemos los antecedentes y la continuación, y esto explica, también, el éxito obtenido por teorías como las sostenidas por Francastel.4
Al estudiar la obra de artistas de la primera mitad del “Quatrocento” como Paolo Uccello, Bicci di Lorenzo, Sassetta, etc., se descubre fácilmente en ella el empleo de antiguas recetas asociadas a búsquedas espaciales nuevas, en tanto que sólo después de la mitad del siglo (en las obras de L. B. Alberti, Brunelleschi, Beato Angélico, Piero Della Francesca) la perspectiva renacentista adquiere su verdadero carácter. Llegados a este punto importa poco decidir hasta qué extremo fueron exclusivas e inéditas las recetas espaciales empleadas por esos artistas o si habían sido ya empleadas por griegos y romanos; lo que, sin duda, interesa es percatarnos del hecho de que, precisamente, en aquella época, los artistas sintieron con singular urgencia la necesidad de dar a sus imágenes figurativas una “veracidad” ignorada, desde luego, en los siglos precedentes más inmediatos.
El principio, como es sabido, consiste en la intención del artista de inscribir las imágenes del mundo en un cubo abierto por una de sus caras —al que Francastel llama “cubo escenográfico”— dentro del cual son válidas aparentemente todas las leyes ópticas y físicas del “mundo exterior”. El error de suponer identificable la realidad fingida en el interior del cubo escenográfico con la del mundo exterior procede de suponer el espacio como algo realmente tangible, inseparable de la personal “experiencia” del que lo contempla. Únicamente pues, el hábito sancionado por varios siglos es el que ha impuesto esta singular concepción del espacio, de igual modo que tres siglos de armonía “tonal” nos habituaron, musicalmente, al concepto de la tonalidad inalterable. Es necesario, por esto, considerar la perspectiva renacentista como producto de un convenio, en igual medida que lo hacemos con la perspectiva china de planos superpuestos y con la “...

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