1492
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1492

Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla

Homero Aridjis

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Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla

Homero Aridjis

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A la vez novela picaresca, novela de aventuras y documento histórico, ofrece al lector una recreación de la España del siglo XV, el siglo que modificó el rostro de España cuando los Reyes Católicos, con la ayuda de la Inquisición, se apoderaron de la fortuna de los judíos expulsados para financiar la expansión de su imperio. Este mosaico de sucesos es visto a través de los ojos de Juan Cabezón, descendiente de judíos conversos.

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Information

Year
2014
ISBN
9786071623539
AMANECÍA el año de 1492 cuando se tomó Granada. El rey don Fernando con sus vestiduras reales se encaminó hacia el castillo y la ciudad seguido de sus caballeros armados, la reina y sus hijos y los grandes del reino. Cerca de la Alhambra, el rey Chico Muley Boabdil salió a su encuentro a caballo, acompañado de cincuenta jinetes moros y, queriéndose apear para besar la mano del rey vencedor, éste no se lo consintió, abrazándolo. Muley Boabdil le besó el brazo, y puestos los ojos en el suelo, con el cuerpo humillado y el semblante triste, le entregó las llaves del castillo, con estas palabras: “Señor, éstas son las llaves de vuestra Alhambra y ciudad. Id, señor, y recibidlas”. El rey Fernando se las dio a la reina Isabel, diciendo: “Tome Vuestra Señoría las llaves de vuestra ciudad de Granada, y proveed de Alcaide”. La reina, cabizbaja, dijo: “Todo es de Vuestra Señoría”, y se las dio al príncipe, diciendo: “Tomad estas llaves de vuestra ciudad y Alhambra y poned en nombre de vuestro padre el Alcaide y capitán que ha de tener Granada”. El príncipe se las dio a don Íñigo de Mendoza, conde de Tendilla, ante quien se apeó del caballo y se hincó en tierra, diciendo: “Conde, el Rey, e la Reyna, Señores que presentes están, quieren os hacer merced de la tenencia de Granada y su Alhambra”. Luego, el conde de Tendilla, con el duque de Escalona, el marqués de Villena, y otros caballeros, con tres mil jinetes y dos mil espingarderos entraron en la Alhambra y se apoderaron de ella. Entró el rey don Fernando, seguido de los prelados de Toledo y Sevilla, el maestre de Santiago, don Rodrigo Ponce de León, duque de Cádiz, el mejor capitán de la guerra de Granada, fray Hernando de Talavera y otros señores y eclesiásticos. En la torre principal y en la del homenaje fueron colocados el estandarte real y el de Santiago. El rey se arrodilló ante la cruz para dar gracias a Dios por la victoria conseguida, los arzobispos y la clerecía cantaron Te deum laudamus y los de adentro mostraron los pendones del apóstol Santiago y el del rey Fernando, gritando: “¡Castilla, Castilla!” Acabada la oración, acudieron los grandes y señores a darle el parabién del nuevo reino, e hincados, uno por uno le besaron la mano, haciendo lo mismo con la reina y el príncipe. Después de comer, se volvieron en orden a los reales junto a la puerta más cercana de la ciudad. Dieron a Boabdil, el rey Chico, el valle de Purchena, y quinientos cautivos cristianos fueron puestos en libertad.
Yo llegué a Trujillo una mañana fría de niebla densa, después de dar largos rodeos por los montes y pasar puentes de piedra, de marchar días y días, leguas y leguas, sin más compañía que la de las encinas y los alcornoques entre las piedras grises.
Llegué a Trujillo a pie, muerto mi caballo cerca de los acantilados del anchuroso Tajo, bajo el vuelo de las águilas reflejadas en la corriente como si nadaran en las ramas líquidas de las encinas. Anduve de noche y de día, hallando mi camino entre los lentos árboles, en los que el silencio parecía haber echado raíces y el verde oscuro hojas en el aire.
“Por doquiera que a Truxillo entrares andarás una legua de berrocales”, dice el refrán, y dice bien, porque antes de entrar en la villa se encuentran los berrocales incrustados en la tierra como tortugas quietas entre las yerbas ralas, peñascos cenicientos subiendo uno sobre otro semejantes a velos grises que se volvieron animales pétreos, cráneos rotos.
Envuelto por la niebla entré en la villa color tierra y color piedra, con su muralla, su castillo y sus torres, desde donde se dominaban todos los puntos de la lejanía: los montes azul pálido, los caminos borrosos, los arroyos vagos, el horizonte polvoriento.
La luna, pálida y rasgada, todavía estaba en el cielo cuando vine por calles angostas y torcidas a la plaza, en busca del mesón de doña Luz Pizarro, mujer gruesa y espaciosa, hija de labradores.
—A los que andan peregrinos, pasen en paz —dijo, desde la puerta de su casa.
—¿No sois una de esas posaderas que salen a los caminos para invitar a los viajeros a sus posadas y cuando están en ellas les son vendidas las velas a grandes precios? —le dije, para burlarla.
—Nuestro Señor ha dicho en su Evangelio: “Quien os reciba me recibirá” —contestó.
—¿Sois acaso doña Luz Pizarro? —pregunté.
—Respondo a ese nombre desde que nací y nunca lo he mudado —dijo.
—Vengo de la parte de vuestro amigo don Martín Martínez.
—¿Cómo se halla ese hombre tan amado por mí, con el que años atrás estuve a punto de casarme?
—Vive en la más completa serenidad de su ánima —respondí.
—Estorbó la boda un cura apóstata, pero ya os contaré la historia cuando acabéis de descansar y comer —añadió—. Ahora, entrad en la posada, que habéis llegado a una villa admirable que no tiene igual en el mundo entero.
—No soy muy rico —advertí—. Martín Martínez me dijo que hallaría con vos una pieza a buen precio, por algunas semanas.
—Entrad y hablaremos luego, que todos los pobres que aquí llegan reciben su pitanza, cuanto más un amigo de mi amigo don Martín Martínez —dijo ella, dándome el cuarto más resguardado del viento en su mesón, y alimentándome enseguida con una carne tan llena de sebo que mi estómago flaco no la pudo digerir por grande rato.
Me acosté después de vísperas y no desperté hasta la hora de la tercia del otro día. Sólo había otro huésped en la casa, un mercader del que no se podía decir si era joven o viejo, pesado de cuerpo o ágil, de rostro hermoso o feo, justo el tipo de hombre que uno ve en la vida infinitas veces y uno lo olvida infinitas veces. Pero, no obstante la vaguedad de su persona, al hablar con las gentes iba siempre al grano, decía lo que quería y nada más; como si uno se enfrentara a dos personas a la vez, una que miraba con franqueza y otra que escondía alguna cosa, una que tenía una expresión pálida malsana, igual que si acabase de salir de una larga enfermedad, y otra evasiva, emprendedora, cruda, rapaz. Andaba por el mesón día y noche, de prisa, haciendo preparativos para mercar, vender, trocar o partir; aunque en realidad no tenía prisa, no mercaba, no vendía, no trocaba, no partía, desde el umbral de la puerta observando la torre del palacio de los Chávez, el campanario de la iglesia de Santiago, la muralla, el castillo, la distancia. Doña Luz Pizarro invariablemente se confundía al toparse con él, creyendo que deseaba algo que no deseaba, que iba a decir algo que no decía, y que iba a marcharse, pero no se marchaba. Se dirigía a ella con premura, atropellándose, sin tiempo que perder, ocioso, enfrente de ella calmo, sin más ocupación que mirarla a los ojos. Lo que le fascinaba en él, decía doña Luz, era su manera clarísima de pronunciar cada palabra, el orden mesurado y casi perfecto de sus razones, su discreción y su falta completa de risa; que, desde el día en que llegó, meses atrás, este hombre de dos caras nunca había reído.
—He recorrido las ferias destos reinos —me dijo una noche, que, para mi sorpresa, vino a sentarse conmigo a la tabla redonda para hacerme compañía—, la de Badajoz, la de Santiago, la de Talavera de la Reina, la de Sevilla, la de Cádiz y la de Ávila, pero ninguna he visto tan concurrida como la de Medina del Campo, en la que se dan cita los mercaderes de Flandes, Génova, Toledo, Segovia, Valencia, Inglaterra, Francia, Irlanda y Portugal, abundando en sedas, brocados, telas de oro y plata, paños, perlas, ganados, pescados, carnes, vinos, aceites, mieles, especierías, maderas, semillas, frutas verdes y secas, puertas, ventanas, cueros, ceras, vasijas de barro y vidrio. He andado salvo y seguro, entre cristianos, judíos y moros, pagando mi portazgo, mi diezmo y mi derecho de suelos cuando he sido obligado a ello.
Prolijo en su descripción de las ferias, se mostró conocedor de los pesos y medidas que estaban en uso por aquellos días, alargando su plática hasta la medianoche para hablarme de cántaras de ocho azumbres para el vino, fanegas de doce celemines para el pan y varas castellanas para el paño; durante su interminable trafagar había comprado y vendido cueros de caballo y asno para hacer escudos, sombreros de Segovia, jabones blancos y prietos de Sevilla, azafrán de Zaragoza, loza de Málaga y vidrios de Alhama; había ido con sus carretas, acémilas y muleteros por caminos y montes con gran peligro de su vida y hacienda, hasta que la Santa Hermandad llenó los campos de salteadores asaeteados.
Habló de innumerables cosas y al final se replegó en sí mismo, como si de pronto otra criatura en su persona se hubiese dado cuenta que se había descubierto demasiado ante un desconocido, informándolo no sólo de las ferias, sino de sus mercaderías y dineros. Se despidió de mí, con el aire de alguien que después de revelarse locuazmente ante un extraño lamenta haberse mostrado familiar y corre a esconderse. Al otro día se fue del mesón, sin dejar rastro de él, ni decir de dónde venía ni cómo se llamaba.
Ido el mercader, quedéme solo en la posada sin otra ocupación que la de dejarme cuidar por mi nada fea hostelera, y sin más trabajo que el de andar al castillo, con su muralla como una serpiente terrosa tendida al sol. Anduve también por Santa María la Mayor, la calle de las Palomas, la casa de los Escobar y la puerta de San Andrés. Allá en la plaza Mayor, me dijeron, había vivido hasta hacía poco tiempo doña Vellida, judía rica, viuda y madre de tres hijos, que el corregidor de Trujillo, Diego Arias de Anaya, había hecho ahorcar en 1491. Años atrás, denunciada por la aljama de la villa a los reyes por sus amores carnales con el alcaide y corregidor Sancho del Águila, que muchas veces había sido hallado dormido con ella haciendo adulterio, Fernando e Isabel habían mandado a Alonso Contreras, vecino de Valladolid, para prender sus cuerpos y secuestrar sus bienes. Denunciada dos meses después por la misma aljama por tener amores con el alguacil Gonzalo de Herrera, los reyes ordenaron de nuevo al dicho Alonso Contreras prender los cuerpos de los culpables y secuestrar sus bienes. Seis años más tarde, el corregidor de Trujillo, Diego Arias de Anaya, la arrestó por amores adúlteros con el cristiano Juan Ruiz; pero esta vez la atormentó y la hizo cabalgar en un asno por la ciudad, confiscando la mitad de sus bienes para la cámara de los reyes y desterrándola perpetuamente de Trujillo. Doña Vellida presentó una petición a los monarcas explicando que Juan Ruiz con palabras y engaños la había requerido muchas veces de amores, hasta que la tuvo por fuerza; lo que calló para no ser deshonrada. Sin poder echarlo de su casa a ninguna hora, el corregidor los había prendido a ambos, atormentándola a ella. Los reyes mandaron a Diego Arias de Anaya que quitase el embargo de sus bienes y la dejase libremente volver a la ciudad y estar en su casa durante quince días, al cabo de los cuales cumpliese su destierro. Pero el corregidor, ensañado, la hizo prender y la ahorcó, tomándole sus bienes y maravedís.
En la plaza Mayor, a menudo me topé con Abraham Barchillón, pregonero de la aljama, el semas de los judíos que encendía las lámparas en la sinagoga. Tenía fama de loco, truhán y borracho, de tuerto y cumplidor de todo mal, de hombre menguado y vil que andaba arcado por las calles haciendo donaires y pullas, pidiendo dádivas y dando la vida por un vaso de vino. En la plaza corría de una parte a otra con un medio pavés, un capacete y una lanza en la mano, a vista de la mayor parte de los vecinos de la villa, que le tiraban cintos, se reían de él y con él, mientras echaba maldiciones de la Ley a un Gonzalo Pérez Jarada, un procesado que había sido regidor de Trujillo; quien, un día, lo había encerrado en la sinagoga junto con otros judíos, por lo que había tenido que salir por el tejado.
A veces, el domingo venían a comer al mesón conversos y cristianos. Los conversos se sentaban a la cabecera de la mesa con sus ritos y ceremonias, su propia comida y sin mezclar los platos, después de oír misa en la iglesia de San Martín como fieles católicos. Los cristianos comían conejos, perdices, cordero, gallinas, pescados, congrios, puercos y tocinos, que doña Luz tenía colgados en la casa en abundancia.
Por la tarde paseaban por la plaza los cristianos principales de Trujillo: los Chávez, los Hinojosa, los Pizarro, los Vargas y otros menos importantes, como el pintor Alonso González, el escudero Alfonso Rodríguez y el alarife Alí de Orellana. Se veían los judíos Delgado, Cohen, Follequinos, el físico Cetia, el mayordomo de la sinagoga Samuel Barzilay y los hijos de Ysaque Saboca, a quien había arruinado y metido en la cárcel el regidor Gonzalo Pérez Jarada. Isaac del Castillo, su mujer Jumila y su hija Azibuena, informantes de la Inquisición, y Álvaro y Francisco de Loaisa, “con sus ombres omiseros e de mala condición”, daban también la vuelta. Vistos, quizás, por el espectro ubicuo del converso García Vázquez Miscal, que un día trató de acuchillar al dicho Gonzalo Pérez Jarada en las cuatro calles de la villa y fue quemado por el Santo Oficio.
El domingo de Quasimodo, 29 de abril de 1492, fue distinto. Entre las doce y la una del día se pregonó a altas voces, ante gran muchedumbre de hombres y mujeres, con tres trompetas, rey de armas, dos alcaides, dos alguaciles, en el Real de Santa Fe la provisión de los Reyes Católicos dada en la ciudad de Granada el 31 de marzo de ese mismo año, mandando “a todos los judíos e judías de qualquier hedad que sean que biben e moran e están en los dichos nuestros reynos e señoríos así los naturales como los non naturales que en qualquier manera e por qualquier cavsa ayan benido e estén en ellos que fasta en fin del mes de jullio primero que biene de este presente año, salgan de todos los dichos nuestros reinos e señoríos con sus hijos e hijas, criados e criadas e familiares judíos, así grandes como pequeños, de qualquier hedad que sean, e non sean osados de tornar a ellos ni estar en ellos ni en parte alguna dellos de bibienda ni en otra manera alguna so pena que si no lo fiziesen e cumpliesen así e fueren hallados estar en los dichos reynos e señoríos e benir a ellos en qualquier manera, yncurran en pena de muerte e confiscación de todos sus bienes para la nuestra Cámara e Fisco, en las quales penas yncurran por ese mismo fecho e derecho sin otro proceso, sentencia ni declaración. E mandamos e defendemos que ningunas nin algunas personas de los dichos nuestros reynos de qualquier estado, condición, dignidad que sean, non sean osados de rescebir nin acoger ni defender ni tener pública ni secretamente judío ni judía pasado el dicho término de fin de jullio en adelante para siempre jamás, en sus tierras ni en sus casas nin en otra parte alguna de los dichos nuestros reynos e señoríos, so pena de perdimiento de todos sus bienes, vasallos e fortalezas e otros heredamientos, e otrosí de perder qualesquier mercedes que de nos tengan para la nuestra Cámara e Fisco.
”E porque los dichos judíos e judías puedan durante el dicho tiempo fasta en fin del dicho mes de jullio mejor disponer de sí e de sus bienes e hazienda, por la presente los tomamos e recibimos so nuestro seguro e anparo e defendimiento real e los aseguramos a ellos e a sus bienes para que durante el dicho tiempo fasta el dicho fin del dicho mes de jullio puedan andar e estar seguros e puedan entrar e vender e trocar e enagenar todos sus bienes muebles e raízes e disponer dellos libremente e a su boluntad, e que durante el dicho tiempo no les sea fecho mal ni daño ni desaguisado alguno en sus personas ni en sus bienes contra justicia so las penas en que cayen e yncurren los que quebrantan nuestro seguro real. E asimismo damos licencia e facultad a los dichos judíos e judías que puedan sacar fuera de todos los dichos nuestros reynos e señoríos sus bienes e haziendas por mar e por tierra con tanto que no saquen oro ni plata ni moneda amonedada ni las otras cosas vedadas por las leyes de nuestros reynos, salvo en mercaderías que non sean cosas vedadas o en canbios”.
Pregonado el edicto general de expulsión en los lugares públicos y acostumbrados, y cabe en las cisternas, donde celebraban los moradores de Trujillo su concejo, en presencia de los justicias, el juez de Hermandad y los corredores públicos de cada población de los reinos y señoríos de Fernando e Isabel pusieron las armas reales en las puertas principales de las juderías, así como en las casas principales de todos los judíos, las que quedaron “aprendidas a manos de la corte de su Alteza”. Después de esto pasaron a inventariar, secuestrar y depositar todos sus bienes muebles como sedientes, mandando el comisario y notario del rey, so indignación de su Alteza y pena de excomunión de los inquisidores, que enviasen personas fieles a guardar a los judíos y juderías, a fin de que ellos no pudiesen vender, ni transportar, ni encomendar, alienar ni ocultar sus bienes hasta que fuera hecho el inventario y secuestro de los mismos. Fueron llevados uno por uno los moradores de las juderías a prestar juramento ante el comisario de la Santa Inquisición, en presencia de los justicias y el juez de la Hermandad con el fin de declarar “todos y qualesquier bienes, tributos, censales, nombres, derechos e acciones a vos pertenecientes e devientes en qualquier manera, e de qualquier especie, natura e condición”, pues “si se fallara por vos o por otras personas haber seydo transportados, escondidos, apartados o encomendados, o a vos deberse... et no havéys aquellos dicho, notificado y declarado al dicho comisario, segunt dicho es, desde agora en adelante os sometéys a la Sancta Ynquisición y queréys ser caydo en pena de relapso... como contrafacto y defensor de los herejes”.
En el reino de Aragón, fray Pedro de Valladolid y maestre Martín García amonestaron y exhortaron a los fieles cristianos so pena de excomunión y pena arbitraria a los inquisidores que no fuesen osados “por sí o por interpolada persona o personas, directamente ni indirecta, ni por qualquier color, recebir ni tomar por vía d...

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