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1492
Vida y tiempos de Juan CabezĂłn de Castilla
Homero Aridjis
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1492
Vida y tiempos de Juan CabezĂłn de Castilla
Homero Aridjis
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A la vez novela picaresca, novela de aventuras y documento histĂłrico, ofrece al lector una recreaciĂłn de la España del siglo XV, el siglo que modificĂł el rostro de España cuando los Reyes CatĂłlicos, con la ayuda de la InquisiciĂłn, se apoderaron de la fortuna de los judĂos expulsados para financiar la expansiĂłn de su imperio. Este mosaico de sucesos es visto a travĂ©s de los ojos de Juan CabezĂłn, descendiente de judĂos conversos.
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Historische RomaneAMANECĂA el año de 1492 cuando se tomĂł Granada. El rey don Fernando con sus vestiduras reales se encaminĂł hacia el castillo y la ciudad seguido de sus caballeros armados, la reina y sus hijos y los grandes del reino. Cerca de la Alhambra, el rey Chico Muley Boabdil saliĂł a su encuentro a caballo, acompañado de cincuenta jinetes moros y, queriĂ©ndose apear para besar la mano del rey vencedor, Ă©ste no se lo consintiĂł, abrazĂĄndolo. Muley Boabdil le besĂł el brazo, y puestos los ojos en el suelo, con el cuerpo humillado y el semblante triste, le entregĂł las llaves del castillo, con estas palabras: âSeñor, Ă©stas son las llaves de vuestra Alhambra y ciudad. Id, señor, y recibidlasâ. El rey Fernando se las dio a la reina Isabel, diciendo: âTome Vuestra SeñorĂa las llaves de vuestra ciudad de Granada, y proveed de Alcaideâ. La reina, cabizbaja, dijo: âTodo es de Vuestra SeñorĂaâ, y se las dio al prĂncipe, diciendo: âTomad estas llaves de vuestra ciudad y Alhambra y poned en nombre de vuestro padre el Alcaide y capitĂĄn que ha de tener Granadaâ. El prĂncipe se las dio a don Ăñigo de Mendoza, conde de Tendilla, ante quien se apeĂł del caballo y se hincĂł en tierra, diciendo: âConde, el Rey, e la Reyna, Señores que presentes estĂĄn, quieren os hacer merced de la tenencia de Granada y su Alhambraâ. Luego, el conde de Tendilla, con el duque de Escalona, el marquĂ©s de Villena, y otros caballeros, con tres mil jinetes y dos mil espingarderos entraron en la Alhambra y se apoderaron de ella. EntrĂł el rey don Fernando, seguido de los prelados de Toledo y Sevilla, el maestre de Santiago, don Rodrigo Ponce de LeĂłn, duque de CĂĄdiz, el mejor capitĂĄn de la guerra de Granada, fray Hernando de Talavera y otros señores y eclesiĂĄsticos. En la torre principal y en la del homenaje fueron colocados el estandarte real y el de Santiago. El rey se arrodillĂł ante la cruz para dar gracias a Dios por la victoria conseguida, los arzobispos y la clerecĂa cantaron Te deum laudamus y los de adentro mostraron los pendones del apĂłstol Santiago y el del rey Fernando, gritando: âÂĄCastilla, Castilla!â Acabada la oraciĂłn, acudieron los grandes y señores a darle el parabiĂ©n del nuevo reino, e hincados, uno por uno le besaron la mano, haciendo lo mismo con la reina y el prĂncipe. DespuĂ©s de comer, se volvieron en orden a los reales junto a la puerta mĂĄs cercana de la ciudad. Dieron a Boabdil, el rey Chico, el valle de Purchena, y quinientos cautivos cristianos fueron puestos en libertad.
Yo lleguĂ© a Trujillo una mañana frĂa de niebla densa, despuĂ©s de dar largos rodeos por los montes y pasar puentes de piedra, de marchar dĂas y dĂas, leguas y leguas, sin mĂĄs compañĂa que la de las encinas y los alcornoques entre las piedras grises.
LleguĂ© a Trujillo a pie, muerto mi caballo cerca de los acantilados del anchuroso Tajo, bajo el vuelo de las ĂĄguilas reflejadas en la corriente como si nadaran en las ramas lĂquidas de las encinas. Anduve de noche y de dĂa, hallando mi camino entre los lentos ĂĄrboles, en los que el silencio parecĂa haber echado raĂces y el verde oscuro hojas en el aire.
âPor doquiera que a Truxillo entrares andarĂĄs una legua de berrocalesâ, dice el refrĂĄn, y dice bien, porque antes de entrar en la villa se encuentran los berrocales incrustados en la tierra como tortugas quietas entre las yerbas ralas, peñascos cenicientos subiendo uno sobre otro semejantes a velos grises que se volvieron animales pĂ©treos, crĂĄneos rotos.
Envuelto por la niebla entrĂ© en la villa color tierra y color piedra, con su muralla, su castillo y sus torres, desde donde se dominaban todos los puntos de la lejanĂa: los montes azul pĂĄlido, los caminos borrosos, los arroyos vagos, el horizonte polvoriento.
La luna, pĂĄlida y rasgada, todavĂa estaba en el cielo cuando vine por calles angostas y torcidas a la plaza, en busca del mesĂłn de doña Luz Pizarro, mujer gruesa y espaciosa, hija de labradores.
âA los que andan peregrinos, pasen en paz âdijo, desde la puerta de su casa.
âÂżNo sois una de esas posaderas que salen a los caminos para invitar a los viajeros a sus posadas y cuando estĂĄn en ellas les son vendidas las velas a grandes precios? âle dije, para burlarla.
âNuestro Señor ha dicho en su Evangelio: âQuien os reciba me recibirĂĄâ âcontestĂł.
âÂżSois acaso doña Luz Pizarro? âpreguntĂ©.
âRespondo a ese nombre desde que nacĂ y nunca lo he mudado âdijo.
âVengo de la parte de vuestro amigo don MartĂn MartĂnez.
âÂżCĂłmo se halla ese hombre tan amado por mĂ, con el que años atrĂĄs estuve a punto de casarme?
âVive en la mĂĄs completa serenidad de su ĂĄnima ârespondĂ.
âEstorbĂł la boda un cura apĂłstata, pero ya os contarĂ© la historia cuando acabĂ©is de descansar y comer âañadiĂłâ. Ahora, entrad en la posada, que habĂ©is llegado a una villa admirable que no tiene igual en el mundo entero.
âNo soy muy rico âadvertĂâ. MartĂn MartĂnez me dijo que hallarĂa con vos una pieza a buen precio, por algunas semanas.
âEntrad y hablaremos luego, que todos los pobres que aquĂ llegan reciben su pitanza, cuanto mĂĄs un amigo de mi amigo don MartĂn MartĂnez âdijo ella, dĂĄndome el cuarto mĂĄs resguardado del viento en su mesĂłn, y alimentĂĄndome enseguida con una carne tan llena de sebo que mi estĂłmago flaco no la pudo digerir por grande rato.
Me acostĂ© despuĂ©s de vĂsperas y no despertĂ© hasta la hora de la tercia del otro dĂa. SĂłlo habĂa otro huĂ©sped en la casa, un mercader del que no se podĂa decir si era joven o viejo, pesado de cuerpo o ĂĄgil, de rostro hermoso o feo, justo el tipo de hombre que uno ve en la vida infinitas veces y uno lo olvida infinitas veces. Pero, no obstante la vaguedad de su persona, al hablar con las gentes iba siempre al grano, decĂa lo que querĂa y nada mĂĄs; como si uno se enfrentara a dos personas a la vez, una que miraba con franqueza y otra que escondĂa alguna cosa, una que tenĂa una expresiĂłn pĂĄlida malsana, igual que si acabase de salir de una larga enfermedad, y otra evasiva, emprendedora, cruda, rapaz. Andaba por el mesĂłn dĂa y noche, de prisa, haciendo preparativos para mercar, vender, trocar o partir; aunque en realidad no tenĂa prisa, no mercaba, no vendĂa, no trocaba, no partĂa, desde el umbral de la puerta observando la torre del palacio de los ChĂĄvez, el campanario de la iglesia de Santiago, la muralla, el castillo, la distancia. Doña Luz Pizarro invariablemente se confundĂa al toparse con Ă©l, creyendo que deseaba algo que no deseaba, que iba a decir algo que no decĂa, y que iba a marcharse, pero no se marchaba. Se dirigĂa a ella con premura, atropellĂĄndose, sin tiempo que perder, ocioso, enfrente de ella calmo, sin mĂĄs ocupaciĂłn que mirarla a los ojos. Lo que le fascinaba en Ă©l, decĂa doña Luz, era su manera clarĂsima de pronunciar cada palabra, el orden mesurado y casi perfecto de sus razones, su discreciĂłn y su falta completa de risa; que, desde el dĂa en que llegĂł, meses atrĂĄs, este hombre de dos caras nunca habĂa reĂdo.
âHe recorrido las ferias destos reinos âme dijo una noche, que, para mi sorpresa, vino a sentarse conmigo a la tabla redonda para hacerme compañĂaâ, la de Badajoz, la de Santiago, la de Talavera de la Reina, la de Sevilla, la de CĂĄdiz y la de Ăvila, pero ninguna he visto tan concurrida como la de Medina del Campo, en la que se dan cita los mercaderes de Flandes, GĂ©nova, Toledo, Segovia, Valencia, Inglaterra, Francia, Irlanda y Portugal, abundando en sedas, brocados, telas de oro y plata, paños, perlas, ganados, pescados, carnes, vinos, aceites, mieles, especierĂas, maderas, semillas, frutas verdes y secas, puertas, ventanas, cueros, ceras, vasijas de barro y vidrio. He andado salvo y seguro, entre cristianos, judĂos y moros, pagando mi portazgo, mi diezmo y mi derecho de suelos cuando he sido obligado a ello.
Prolijo en su descripciĂłn de las ferias, se mostrĂł conocedor de los pesos y medidas que estaban en uso por aquellos dĂas, alargando su plĂĄtica hasta la medianoche para hablarme de cĂĄntaras de ocho azumbres para el vino, fanegas de doce celemines para el pan y varas castellanas para el paño; durante su interminable trafagar habĂa comprado y vendido cueros de caballo y asno para hacer escudos, sombreros de Segovia, jabones blancos y prietos de Sevilla, azafrĂĄn de Zaragoza, loza de MĂĄlaga y vidrios de Alhama; habĂa ido con sus carretas, acĂ©milas y muleteros por caminos y montes con gran peligro de su vida y hacienda, hasta que la Santa Hermandad llenĂł los campos de salteadores asaeteados.
HablĂł de innumerables cosas y al final se replegĂł en sĂ mismo, como si de pronto otra criatura en su persona se hubiese dado cuenta que se habĂa descubierto demasiado ante un desconocido, informĂĄndolo no sĂłlo de las ferias, sino de sus mercaderĂas y dineros. Se despidiĂł de mĂ, con el aire de alguien que despuĂ©s de revelarse locuazmente ante un extraño lamenta haberse mostrado familiar y corre a esconderse. Al otro dĂa se fue del mesĂłn, sin dejar rastro de Ă©l, ni decir de dĂłnde venĂa ni cĂłmo se llamaba.
Ido el mercader, quedĂ©me solo en la posada sin otra ocupaciĂłn que la de dejarme cuidar por mi nada fea hostelera, y sin mĂĄs trabajo que el de andar al castillo, con su muralla como una serpiente terrosa tendida al sol. Anduve tambiĂ©n por Santa MarĂa la Mayor, la calle de las Palomas, la casa de los Escobar y la puerta de San AndrĂ©s. AllĂĄ en la plaza Mayor, me dijeron, habĂa vivido hasta hacĂa poco tiempo doña Vellida, judĂa rica, viuda y madre de tres hijos, que el corregidor de Trujillo, Diego Arias de Anaya, habĂa hecho ahorcar en 1491. Años atrĂĄs, denunciada por la aljama de la villa a los reyes por sus amores carnales con el alcaide y corregidor Sancho del Ăguila, que muchas veces habĂa sido hallado dormido con ella haciendo adulterio, Fernando e Isabel habĂan mandado a Alonso Contreras, vecino de Valladolid, para prender sus cuerpos y secuestrar sus bienes. Denunciada dos meses despuĂ©s por la misma aljama por tener amores con el alguacil Gonzalo de Herrera, los reyes ordenaron de nuevo al dicho Alonso Contreras prender los cuerpos de los culpables y secuestrar sus bienes. Seis años mĂĄs tarde, el corregidor de Trujillo, Diego Arias de Anaya, la arrestĂł por amores adĂșlteros con el cristiano Juan Ruiz; pero esta vez la atormentĂł y la hizo cabalgar en un asno por la ciudad, confiscando la mitad de sus bienes para la cĂĄmara de los reyes y desterrĂĄndola perpetuamente de Trujillo. Doña Vellida presentĂł una peticiĂłn a los monarcas explicando que Juan Ruiz con palabras y engaños la habĂa requerido muchas veces de amores, hasta que la tuvo por fuerza; lo que callĂł para no ser deshonrada. Sin poder echarlo de su casa a ninguna hora, el corregidor los habĂa prendido a ambos, atormentĂĄndola a ella. Los reyes mandaron a Diego Arias de Anaya que quitase el embargo de sus bienes y la dejase libremente volver a la ciudad y estar en su casa durante quince dĂas, al cabo de los cuales cumpliese su destierro. Pero el corregidor, ensañado, la hizo prender y la ahorcĂł, tomĂĄndole sus bienes y maravedĂs.
En la plaza Mayor, a menudo me topĂ© con Abraham BarchillĂłn, pregonero de la aljama, el semas de los judĂos que encendĂa las lĂĄmparas en la sinagoga. TenĂa fama de loco, truhĂĄn y borracho, de tuerto y cumplidor de todo mal, de hombre menguado y vil que andaba arcado por las calles haciendo donaires y pullas, pidiendo dĂĄdivas y dando la vida por un vaso de vino. En la plaza corrĂa de una parte a otra con un medio pavĂ©s, un capacete y una lanza en la mano, a vista de la mayor parte de los vecinos de la villa, que le tiraban cintos, se reĂan de Ă©l y con Ă©l, mientras echaba maldiciones de la Ley a un Gonzalo PĂ©rez Jarada, un procesado que habĂa sido regidor de Trujillo; quien, un dĂa, lo habĂa encerrado en la sinagoga junto con otros judĂos, por lo que habĂa tenido que salir por el tejado.
A veces, el domingo venĂan a comer al mesĂłn conversos y cristianos. Los conversos se sentaban a la cabecera de la mesa con sus ritos y ceremonias, su propia comida y sin mezclar los platos, despuĂ©s de oĂr misa en la iglesia de San MartĂn como fieles catĂłlicos. Los cristianos comĂan conejos, perdices, cordero, gallinas, pescados, congrios, puercos y tocinos, que doña Luz tenĂa colgados en la casa en abundancia.
Por la tarde paseaban por la plaza los cristianos principales de Trujillo: los ChĂĄvez, los Hinojosa, los Pizarro, los Vargas y otros menos importantes, como el pintor Alonso GonzĂĄlez, el escudero Alfonso RodrĂguez y el alarife AlĂ de Orellana. Se veĂan los judĂos Delgado, Cohen, Follequinos, el fĂsico Cetia, el mayordomo de la sinagoga Samuel Barzilay y los hijos de Ysaque Saboca, a quien habĂa arruinado y metido en la cĂĄrcel el regidor Gonzalo PĂ©rez Jarada. Isaac del Castillo, su mujer Jumila y su hija Azibuena, informantes de la InquisiciĂłn, y Ălvaro y Francisco de Loaisa, âcon sus ombres omiseros e de mala condiciĂłnâ, daban tambiĂ©n la vuelta. Vistos, quizĂĄs, por el espectro ubicuo del converso GarcĂa VĂĄzquez Miscal, que un dĂa tratĂł de acuchillar al dicho Gonzalo PĂ©rez Jarada en las cuatro calles de la villa y fue quemado por el Santo Oficio.
El domingo de Quasimodo, 29 de abril de 1492, fue distinto. Entre las doce y la una del dĂa se pregonĂł a altas voces, ante gran muchedumbre de hombres y mujeres, con tres trompetas, rey de armas, dos alcaides, dos alguaciles, en el Real de Santa Fe la provisiĂłn de los Reyes CatĂłlicos dada en la ciudad de Granada el 31 de marzo de ese mismo año, mandando âa todos los judĂos e judĂas de qualquier hedad que sean que biben e moran e estĂĄn en los dichos nuestros reynos e señorĂos asĂ los naturales como los non naturales que en qualquier manera e por qualquier cavsa ayan benido e estĂ©n en ellos que fasta en fin del mes de jullio primero que biene de este presente año, salgan de todos los dichos nuestros reinos e señorĂos con sus hijos e hijas, criados e criadas e familiares judĂos, asĂ grandes como pequeños, de qualquier hedad que sean, e non sean osados de tornar a ellos ni estar en ellos ni en parte alguna dellos de bibienda ni en otra manera alguna so pena que si no lo fiziesen e cumpliesen asĂ e fueren hallados estar en los dichos reynos e señorĂos e benir a ellos en qualquier manera, yncurran en pena de muerte e confiscaciĂłn de todos sus bienes para la nuestra CĂĄmara e Fisco, en las quales penas yncurran por ese mismo fecho e derecho sin otro proceso, sentencia ni declaraciĂłn. E mandamos e defendemos que ningunas nin algunas personas de los dichos nuestros reynos de qualquier estado, condiciĂłn, dignidad que sean, non sean osados de rescebir nin acoger ni defender ni tener pĂșblica ni secretamente judĂo ni judĂa pasado el dicho tĂ©rmino de fin de jullio en adelante para siempre jamĂĄs, en sus tierras ni en sus casas nin en otra parte alguna de los dichos nuestros reynos e señorĂos, so pena de perdimiento de todos sus bienes, vasallos e fortalezas e otros heredamientos, e otrosĂ de perder qualesquier mercedes que de nos tengan para la nuestra CĂĄmara e Fisco.
âE porque los dichos judĂos e judĂas puedan durante el dicho tiempo fasta en fin del dicho mes de jullio mejor disponer de sĂ e de sus bienes e hazienda, por la presente los tomamos e recibimos so nuestro seguro e anparo e defendimiento real e los aseguramos a ellos e a sus bienes para que durante el dicho tiempo fasta el dicho fin del dicho mes de jullio puedan andar e estar seguros e puedan entrar e vender e trocar e enagenar todos sus bienes muebles e raĂzes e disponer dellos libremente e a su boluntad, e que durante el dicho tiempo no les sea fecho mal ni daño ni desaguisado alguno en sus personas ni en sus bienes contra justicia so las penas en que cayen e yncurren los que quebrantan nuestro seguro real. E asimismo damos licencia e facultad a los dichos judĂos e judĂas que puedan sacar fuera de todos los dichos nuestros reynos e señorĂos sus bienes e haziendas por mar e por tierra con tanto que no saquen oro ni plata ni moneda amonedada ni las otras cosas vedadas por las leyes de nuestros reynos, salvo en mercaderĂas que non sean cosas vedadas o en canbiosâ.
Pregonado el edicto general de expulsiĂłn en los lugares pĂșblicos y acostumbrados, y cabe en las cisternas, donde celebraban los moradores de Trujillo su concejo, en presencia de los justicias, el juez de Hermandad y los corredores pĂșblicos de cada poblaciĂłn de los reinos y señorĂos de Fernando e Isabel pusieron las armas reales en las puertas principales de las juderĂas, asĂ como en las casas principales de todos los judĂos, las que quedaron âaprendidas a manos de la corte de su Altezaâ. DespuĂ©s de esto pasaron a inventariar, secuestrar y depositar todos sus bienes muebles como sedientes, mandando el comisario y notario del rey, so indignaciĂłn de su Alteza y pena de excomuniĂłn de los inquisidores, que enviasen personas fieles a guardar a los judĂos y juderĂas, a fin de que ellos no pudiesen vender, ni transportar, ni encomendar, alienar ni ocultar sus bienes hasta que fuera hecho el inventario y secuestro de los mismos. Fueron llevados uno por uno los moradores de las juderĂas a prestar juramento ante el comisario de la Santa InquisiciĂłn, en presencia de los justicias y el juez de la Hermandad con el fin de declarar âtodos y qualesquier bienes, tributos, censales, nombres, derechos e acciones a vos pertenecientes e devientes en qualquier manera, e de qualquier especie, natura e condiciĂłnâ, pues âsi se fallara por vos o por otras personas haber seydo transportados, escondidos, apartados o encomendados, o a vos deberse... et no havĂ©ys aquellos dicho, notificado y declarado al dicho comisario, segunt dicho es, desde agora en adelante os sometĂ©ys a la Sancta YnquisiciĂłn y querĂ©ys ser caydo en pena de relapso... como contrafacto y defensor de los herejesâ.
En el reino de AragĂłn, fray Pedro de Valladolid y maestre MartĂn GarcĂa amonestaron y exhortaron a los fieles cristianos so pena de excomuniĂłn y pena arbitraria a los inquisidores que no fuesen osados âpor sĂ o por interpolada persona o personas, directamente ni indirecta, ni por qualquier color, recebir ni tomar por vĂa d...