Epílogo a la edición de 2015. Un año después
«Se puede superar esta crisis de transmisión pero hay que actuar rápido. En primer lugar, porque el empobrecimiento de la cultura de un número cada vez mayor de personas solo puede significar el aumento acelerado del embrutecimiento en el mundo». Al escribir estas líneas como conclusión de Los desheredados, al final del verano de 2014, no sabía hasta qué punto los inviernos posteriores iban a confirmar, por desgracia, ese sombrío presentimiento. El 7 de enero, diez periodistas y dos policías fueron asesinados en un atentado en la sede de Charlie Hebdo; el 8 de enero, una policía municipal fue asesinada en Montrouge. El 9 de enero, cuatro clientes de una tienda de alimentación judía fueron asesinados en Vincennes. Algunos meses más tarde, el 13 de noviembre, varios terroristas sembraron la muerte en París, cerca del Estadio de Francia, en varias terrazas de cafés y en la sala de conciertos Bataclan, provocando varias decenas de víctimas. Víctimas, por supuesto, de la locura de esos criminales pero al mismo tiempo, también de nuestras propias renuncias. En el abandono progresivo de nuestra cultura, en la negación de nuestra herencia, en la deconstrucción de todas las referencias en nombre de una libertad vacía, en el reino de la ironía corrosiva y de la inmediatez consumista, en la pobreza de un individualismo sin memoria y sin aspiraciones, en todo ello se están abriendo camino los peores augurios. Una sociedad que rechaza transmitir y comunicar lo mejor de una cultura común a los que se incorporan a ella es una sociedad que se abre a su propia disgregación, a lo irracional y, en último término, a la violencia.
El año 2015 ha instalado trágicamente en el corazón de la sociedad la evidencia que se imponía ya en sus márgenes, lugares olvidados de la atención pública: «en todos los terrenos en los que la autoridad ha desertado prosperan los radicalismos más delirantes y la violencia más absurda». Yo no podía adivinar que este diagnóstico recibiría tan pronto una verificación tan trágica. Por desgracia, ya sabemos con certeza que esto no es más que el principio.
Podemos estar seguros de ello porque el peligro que nos amenaza no tiene nada de epifenómeno. Es cierto, los terroristas son poco numerosos y nuestras bombas quizás podrán vencer a su organización de muerte. Pero esa organización no es más que un síntoma, no el mal en sí mismo. El Estado Islámico podría desaparecer pero el corazón del problema no se habrá resuelto. Porque aquello a lo que nos enfrentamos no es un problema militar, económico, político, ni siquiera religioso. La crisis que atravesamos es, ante todo, una crisis en el corazón de nuestra cultura. En una entrevista aparecida el 3 de mayo de 2015 en el Journal du Dimanche, el historiador Pierre Nora describía así «la crisis de identidad que atraviesa Francia, una de las más graves de su historia. Es la expresión de una Francia fatigada de ser ella misma, de un país que no sabe a dónde se dirige ni sabe decir de dónde viene». Evocaba, para ilustrarlo, la primera versión de los nuevos programas de historia concebidos en el marco de la ley de refundación de la escuela, que daba carácter opcional a la enseñanza de partes enteras de la historia de Francia…
Esta crisis de identidad, que abre la vía a una disgregación de la que el terrorismo es la forma más radical, está directamente ligada al fracaso de nuestra escuela. Días después de las jornadas de enero, Le Monde elegía el evocativo titular «El 11 de septiembre francés». Pero hay una diferencia, y no pequeña, entre los atentados que nos golpearon y el 11 de septiembre de 2001: los ataques sufridos por los Estados Unidos les fueron infligidos desde el exterior, por ciudadanos de otros países que llevaron su odio a terreno americano. Al contrario, el rasgo común de los recientes atentados que hemos conocido —los del año pasado pero también los que les han ...