Cuentos de amor de locura y de muerte
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Cuentos de amor de locura y de muerte

Horacio Quiroga

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Cuentos de amor de locura y de muerte

Horacio Quiroga

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El amor, la locura y la muerte van juntos. Uno desencadena al otro. En esta colección de cuentos, encontramos que estos estados se ligan en los mismos de una forma prácticamente sólida. Los relatos cargados de dolor, traición, maldad, misterio, crueldad, abandono, soledad e indiferencia concluyen en los finales más imprevistos.

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Cuentos de amor
de locura
y de muerte
Una estación de amor
Primavera
Era el martes de Carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas miró al carruaje de adelante. Extrañado de una cara que no había visto en el coche la tarde anterior, preguntó a sus compañeros:
—¿Quién es? No parece fea.
—¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero ya núbil.1 Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo del cutis muy fino. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes entre negras pestañas. Tal vez un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o gran terquedad. Pero sus ojos, tal como eran, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.
—¡Qué encanto! —murmuró, quedando inmóvil con una rodilla en el almohadón del surrey.2 Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria.3 Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de papel, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cocheros y aún al carruaje: las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fue, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.
—¿Quiénes son? —preguntó Nébel en voz baja.
—El doctor Arrizabalaga... Cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica... Es cuñada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial condescendencia.
Este fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia. Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al día siguiente, se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían, volviendo la cabeza a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel. Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías. Mas sobre el almohadón del surrey quedaba aún uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él sobre la rueda de los jazmines del país.
Nébel saltó con él por sobre la rueda del surrey, dislocose casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y con el entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se reían.
—¡Pero, loca! —le dijo la madre, señalándole el pecho—. ¡Ahí tienes uno!
1 Núbil: persona, en especial mujer, que está en edad de contraer matrimonio.
2 Surrey: carruaje ligero tirado por caballos de cuatro ruedas, que tiene dos o cuatro asientos.
3 Victoria: carruaje con dos asientos, abierto y con capota.
El carruaje arrancaba al trote. Nébel que había descendido afligido del estribo, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía con el cuerpo casi fuera del coche.
Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, sino de cuerpo. Y he aquí que desde el segundo día perdía toda su serenidad. Pero en cambio, ¡qué encanto!
—¡Qué encanto! —se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y profunda...

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