José Sazbón
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José Sazbón

Una antología comentada de su obra

Ricardo Piglia, Alberto Aníbal Pérez y Daniel Lvovich

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José Sazbón

Una antología comentada de su obra

Ricardo Piglia, Alberto Aníbal Pérez y Daniel Lvovich

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En este libro, los principales núcleos de la obra de José Sazbón están organizados en secciones, cada una de las cuales consta de una introducción y una selección de artículos a cargo de especialistas en cada área. Así, presentamos aquí sus textos fundamentales, ordenados según los grandes temas a los que dedicó su obra: el marxismo, el estructuralismo, la memoria, la historiografía, la Revolución francesa, la Escuela de Frankfurt y la historia intelectual. Junto al bello texto de Ricardo Piglia, al diálogo hasta ahora inédito entre Sazbón y Perry Anderson y a las secciones dedicadas a la biblioteca y a la bibliografía del autor, este libro ofrece una herramienta sistemática para acceder al pensamiento de uno de los intelectuales más relevantes de la Argentina de la segunda mitad del siglo XX.

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Hacia una historia estructural.
El proyecto arqueológico

José Sazbón
El conocimiento histórico, conocimiento de la historia de los hombres, parece tener, a primera vista, un objeto claro, delimitado y fácilmente situable: se trata de recuperar una realidad social e individual alejada de nosotros en el tiempo (y, a veces, también en el espacio) por medio de operaciones que la vuelvan inteligible, transparente a nuestra mirada. Es este el marco formal de sus estudios y no parece sujeto a controversia. Así, un historiador puede comenzar una disertación ante sus colegas afirmando simplemente: “la tarea del historiador consiste en reconstituir el pasado. Este es un punto sobre el que todo el mundo, historiadores profesionales y profanos, están de acuerdo”1.
En efecto, existe una unanimidad que a veces vela los problemas epistemológicos propios de la “reconstitución” histórica. ¿De dónde partir para este trabajo recuperador? Claro está: de las fuentes. Solo que este primer movimiento natural del historiador es menos inocente de lo que parece.
Las “fuentes” no son tales sino por una decisión de quien las busca, por una convergencia de la mirada que sitúa ese objeto en medio de otros confiriéndole un valor iluminador, otorgándole la cualidad de índice que señala algo que se trata de reconstruir. Pero esa señal que el historiador encuentra no tiene, como las cosas de la naturaleza, una exterioridad total; justamente: señala. Apunta a un contexto de utilización, a una trama de relaciones, a un universo de sentido. Así surge la ilusión de que aumentando la cantidad de “señales” encontradas, de fuentes, aparecerá con más nitidez el universo señalado, el momento histórico. En el límite –representado por la historiografía clásica– esto implica la posibilidad de establecer un nivelamiento entre lo que el historiador llega a saber sobre un período, un momento de la historia, y lo que sabían de sí mismos los contemporáneos de ese período. Esta ilusión supone, al menos, dos olvidos.
En primer lugar, el historiador no puede ver los hechos del pasado como sus contemporáneos los vieron. Estos ven desarrollarse los hechos “sobre el trasfondo del pasado, mientras que el historiador confronta siempre los acontecimientos con lo que se producirá más tarde”2. Aun aceptando que los acontecimientos sean los mismos para unos y otro, el problema es “quién, de los contemporáneos o el historiador, ve la realidad3. El historiador cuenta con una información suplementaria respecto de la que poseen los contemporáneos de la época estudiada; puede discriminar, entre la masa de hechos, actitudes, proyectos, decisiones, aquellos que tienen un carácter fundamental y los que, en cambio –a pesar de la valoración que le dieron los hombres de la época–, son solo accidentales, accesorios. Solo que este privilegio es, a su vez, una modalidad de la propia situación histórica del historiador: serán sus valores, sus prejuicios, sus expectativas, sus ideales, los que encuadrarán la distinción entre fundamental y accesorio. Se ha dicho que cada generación de historiadores ha percibido de manera distinta la Revolución francesa. Desde luego, cada una tenía, respecto de las anteriores, más información y, tal vez, mayor refinamiento crítico. Pero sobre todo es una modulación en el marco de captación de los hechos lo que distingue a unas de otras, a un historiador de otros. El acontecimiento no es un dato bruto, localizable apenas entre en el campo de la visión. Extremando el escepticismo se podría preguntar, con Lévi-Strauss: “por hipótesis, el hecho histórico es lo que ha pasado realmente; pero ¿dónde ha pasado algo?”4. El hecho histórico, entonces, “no es más dado que los otros; es el historiador, o el agente del devenir histórico, quien lo constituye por abstracción”5.
Esto nos lleva al segundo de los olvidos mencionados: esa abstracción es una operación socialmente condicionada: la Historia se hace desde la historia. Son las técnicas del momento, las preocupaciones teóricas y prácticas, los valores asumidos por el historiador los que llevan a la superficie lisa del pasado esa configuración rotunda –el hecho histórico– que parece imponerse por sí misma solo porque se han olvidado sus operaciones constitutivas. Elección, selección, descomposición, unificación: el ademán con que el historiador trae a la luz el acontecimiento no puede hacer desaparecer las manipulaciones a que lo sometió, ni el hecho de que es una entre otras posibles esa luz que él buscó para demostrar su transparencia. El principio de que “la historia nunca es la historia, sino la historia-para”6 es difícilmente discutible: la objetividad histórica es una función del campo de prácticas (teórica, social, ideológica) que recorre el historiador. Quienes están en la disciplina conocen ese riesgo: “no es tan simple distinguir entre los prejuicios y la observación del hecho”7; “es el historiador solamente quien introduce las relaciones entre los hechos que enuncia”8. Entre el historiador y las fuentes se interponen, pues, una serie de esquemas de comprensión e interpretación que no siempre son, a su vez, objetivados y vistos en su propia relatividad histórica.
Una historia de la historia de los últimos tiempos mostraría, sin duda, grandes diferencias en el modo de acercamiento a las “realidades” estudiadas. Dhondt, por ejemplo, ve así una de las líneas divisorias: “se podría decir que los historiadores de las nuevas escuelas parten de un cuestionario, mientras que los historiadores de la escuela clásica parten de las fuentes”9. En realidad, este criterio es débilmente aclaratorio; el “partir de las fuentes” no es un movimiento ingenuo en el historiador de la escuela clásica: seguramente no tienen para él status de fuentes los registros parroquiales (que el demógrafo moderno busca ávidamente) o los archivos que ponen de relieve el movimiento de los precios durante cierto periodo. En cambio mirará con mayor interés los anales de las casas reales o la alternancia de los funcionarios en la cumbre del Estado: es que también él somete a los datos brutos un “cuestionario”; le preocupa el ritmo de la vida política, la rivalidad entre las naciones, la biografía puntual de un gobernante. Por eso, es más sugerente la segunda oposición que señala Dhondt: “la otra oposición fundamental entre las dos escuelas… se presenta de este modo. Los historiadores de las generaciones anteriores mostraban cómo, en su opinión, se efectuó el desarrollo histórico en un caso determinado, pero no se preocupaban por presentar su demostración particular como un ejemplo de un esquema de desarrollo que podría reproducirse, mutatis mutandi”10. Es decir, se trata de la oposición entre generalidad y especific...

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