Muerte súbita
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Muerte súbita

Álvaro Enrigue

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Muerte súbita

Álvaro Enrigue

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El 4 de octubre de 1599, a las doce en punto del mediodía, se encuentran en las canchas de tenis públicas de la Plaza Navona, en Roma, dos duelistas singulares. Uno es un joven artista lombardo que ha descubierto que la forma de cambiar el arte de su tiempo no es reformando el contenido de sus cuadros, sino el método para pintarlos: ha puesto la piedra de fundación del arte moderno. El otro es un poeta español tal vez demasiado inteligente y sensible para su propio bien. Ambos llevan vidas disipadas hasta la molicie: en esa fecha, uno de ellos ya era un asesino en fuga, el otro lo sería pronto. Ambos están en la cancha para defender una idea del honor que ha dejado de tener sentido en un mundo repentinamente enorme, diverso e incomprensible. ¿Qué tendría que haber pasado para que Caravaggio y Quevedo jugaran una partida de tenis en su juventud? Muerte súbita se juega en tres sets, con cambio de cancha, en un mundo que por fin se había vuelto redondo como una pelota. Comienza cuando un mercenario francés roba las trenzas de la cabeza decapitada de Ana Bolena. O quizá cuando la Malinche se sienta a tejerle a Cortés el regalo de divorcio más tétrico de todos tiempos: un escapulario hecho con el pelo de Cuauhtémoc. Tal vez cuando el papa Pío IV, padre de familia y aficionado al tenis, desata sin darse cuenta a los lobos de la persecución y llena de hogueras Europa y América; o cuando un artista nahua visita la cocina del palacio toledano de Carlos I montado en lo que le parece la máxima aportación europea a la cultura universal: unos zapatos. Acaso en el momento en que un obispo michoacano lee Utopía de Tomás Moro y piensa que, en lugar de una parodia, es un manual de instrucciones. n Muerte súbita el poeta Francisco de Quevedo conoce al que será su protector y compañero de juerga toda la vida en un viaje delirante por los Pirineos en el que una hija idiota de Felipe II será propuesta para reinar en Francia y Cuauhtémoc, prisionero en la remota Laguna de Términos, sueña con un perro. Caravaggio cruza la plaza de San Luis de los Franceses, en Roma, seguido por dos sirvientes que cargan el cuadro que lo convertirá en el primer rockstar de la historia del arte, y el amateca nahua Diego Huanitzin transforma la idea del color en el arte europeo a pesar de que habla en castellano imaginario. La duquesa de Alcalá asiste a los saraos reales con una cajita de plata rellena de chiles serranos y usa un verbo que nadie entiende, pero parece temible: «xingar». Muerte súbita se vale de todas las armas de la escritura literaria para dibujar un momento tan deslumbrante y atroz en la historia del mundo que sólo puede ser representado mediante la más venerable y maltratada de las tecnologías, el artefacto cuya regla de oro es que no tiene reglas: Su Majestad la novela. Y estamos ante una novela realmente majestuosa, de enorme ambición y gran calidad literaria.

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SOBRE LA FALTA DE SENTIDO DEL HUMOR DE CASI TODOS LOS PAPAS

Hay en la colección de grabados del Museo Metropolitano de Nueva York una litografía hecha por un artista flamenco anónimo alrededor del año 1550. En su frente se lee: «Palazzo Colonna» y en su reverso: «La Loggia dei Colonnesi con la Torre Mesa edificate tra le rovine del Tempio di Serapide.» Los Colonna fueron desde el Medievo una de las familias todopoderosas de Milán y el museo que todavía se reconoce con ese nombre en la capital italiana da una idea clara del poder y la riqueza que acumularon.
Pero Roma no siempre fue Roma. O mejor: la Roma de Pío IV no era la ciudad grandilocuente que reedificó el cardenal Montalto cuando llegó a papa. La Roma del siglo XVI, pueblerina y dispersa, está mejor descrita por Montaigne, que la vio tan tímida y desdentada que su decepción se convirtió en un tópico del desamparo barroco. La ciudad estaba cuajada de ruinas pasadas y presentes por las que deambulaban con más libertad los animales que las personas. Decía Quevedo:
Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas.
El Palazzo Colonna en el año de 1565 en el que Borromeo, Montalto y Pío IV podrían haber estado bebiéndose una copa de vino mientras caía el fuego sobre el ombligo del catolicismo, no era el palacio ribeteado de merengues que se construyó más tarde. La loggia era una casa de ladrillo rojo, levantada con restos tomados del Templo de Serápido, del que quedaba en pie un tramo del frontispicio. Tenía dos plantas, cinco ventanas, dos puertas y una terraza protegida por una techumbre de teja. Atrás las ruinas: la loggia estaba recargada, literalmente, en el antiguo templo, y en torno a ella, las matas, alguna palma, un grupo de árboles más bien silvestres creciendo de la tierra, pero también por los muros.
Sería en esa terraza fresca, enladrillada, humilde, donde estarían los cardenales como se está en un palco.
Viendo la gran hoguera de todo el mundo, Pío no cantaría sobre el saco de Tiro como hizo Nerón. Estaría en silencio y con los ojos cerrados, seguiría una música –la última música del mundo anterior a la conflagración universal de baja intensidad que hoy llamamos «el Barroco» como si fuera cualquier cosa– meneando levemente el cuerpo, los ojos cerrados, la mano con las almendras llevando el compás de una orquesta.
Durante una pausa de los músicos abriría los ojos y le diría al cardenal Montalto: Te tengo un regalo. Le pudo decir otras cosas, por ejemplo, lo que dijo Leónidas Lamborgini a propósito del periodo que se abría frente a ellos: «Hemos comprado el Suplicio en lugar de la Piedad. El Temor en lugar del Perdón. El Odio en lugar del Amor. La Muerte en lugar de la Vida.» O le pudo decir lo que le confesó unos años atrás a su amigo Tolomeo Gallio, en una carta en la que le contaba de su desasosiego por el acoso que Miguel Ángel padecía por parte de la curia y que lo tenía paralizado hacía tiempo: «Su Juicio Final me encanta, pero ya es pecado mortal q...

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