Muerte sĂșbita
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Muerte sĂșbita

Álvaro Enrigue

  1. 264 pages
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Muerte sĂșbita

Álvaro Enrigue

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El 4 de octubre de 1599, a las doce en punto del mediodĂ­a, se encuentran en las canchas de tenis pĂșblicas de la Plaza Navona, en Roma, dos duelistas singulares. Uno es un joven artista lombardo que ha descubierto que la forma de cambiar el arte de su tiempo no es reformando el contenido de sus cuadros, sino el mĂ©todo para pintarlos: ha puesto la piedra de fundaciĂłn del arte moderno. El otro es un poeta español tal vez demasiado inteligente y sensible para su propio bien. Ambos llevan vidas disipadas hasta la molicie: en esa fecha, uno de ellos ya era un asesino en fuga, el otro lo serĂ­a pronto. Ambos estĂĄn en la cancha para defender una idea del honor que ha dejado de tener sentido en un mundo repentinamente enorme, diverso e incomprensible. ÂżQuĂ© tendrĂ­a que haber pasado para que Caravaggio y Quevedo jugaran una partida de tenis en su juventud? Muerte sĂșbita se juega en tres sets, con cambio de cancha, en un mundo que por fin se habĂ­a vuelto redondo como una pelota. Comienza cuando un mercenario francĂ©s roba las trenzas de la cabeza decapitada de Ana Bolena. O quizĂĄ cuando la Malinche se sienta a tejerle a CortĂ©s el regalo de divorcio mĂĄs tĂ©trico de todos tiempos: un escapulario hecho con el pelo de CuauhtĂ©moc. Tal vez cuando el papa PĂ­o IV, padre de familia y aficionado al tenis, desata sin darse cuenta a los lobos de la persecuciĂłn y llena de hogueras Europa y AmĂ©rica; o cuando un artista nahua visita la cocina del palacio toledano de Carlos I montado en lo que le parece la mĂĄxima aportaciĂłn europea a la cultura universal: unos zapatos. Acaso en el momento en que un obispo michoacano lee UtopĂ­a de TomĂĄs Moro y piensa que, en lugar de una parodia, es un manual de instrucciones. n Muerte sĂșbita el poeta Francisco de Quevedo conoce al que serĂĄ su protector y compañero de juerga toda la vida en un viaje delirante por los Pirineos en el que una hija idiota de Felipe II serĂĄ propuesta para reinar en Francia y CuauhtĂ©moc, prisionero en la remota Laguna de TĂ©rminos, sueña con un perro. Caravaggio cruza la plaza de San Luis de los Franceses, en Roma, seguido por dos sirvientes que cargan el cuadro que lo convertirĂĄ en el primer rockstar de la historia del arte, y el amateca nahua Diego Huanitzin transforma la idea del color en el arte europeo a pesar de que habla en castellano imaginario. La duquesa de AlcalĂĄ asiste a los saraos reales con una cajita de plata rellena de chiles serranos y usa un verbo que nadie entiende, pero parece temible: «xingar». Muerte sĂșbita se vale de todas las armas de la escritura literaria para dibujar un momento tan deslumbrante y atroz en la historia del mundo que sĂłlo puede ser representado mediante la mĂĄs venerable y maltratada de las tecnologĂ­as, el artefacto cuya regla de oro es que no tiene reglas: Su Majestad la novela. Y estamos ante una novela realmente majestuosa, de enorme ambiciĂłn y gran calidad literaria.

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Informations

SOBRE LA FALTA DE SENTIDO DEL HUMOR DE CASI TODOS LOS PAPAS

Hay en la colección de grabados del Museo Metropolitano de Nueva York una litografía hecha por un artista flamenco anónimo alrededor del año 1550. En su frente se lee: «Palazzo Colonna» y en su reverso: «La Loggia dei Colonnesi con la Torre Mesa edificate tra le rovine del Tempio di Serapide.» Los Colonna fueron desde el Medievo una de las familias todopoderosas de Milån y el museo que todavía se reconoce con ese nombre en la capital italiana da una idea clara del poder y la riqueza que acumularon.
Pero Roma no siempre fue Roma. O mejor: la Roma de PĂ­o IV no era la ciudad grandilocuente que reedificĂł el cardenal Montalto cuando llegĂł a papa. La Roma del siglo XVI, pueblerina y dispersa, estĂĄ mejor descrita por Montaigne, que la vio tan tĂ­mida y desdentada que su decepciĂłn se convirtiĂł en un tĂłpico del desamparo barroco. La ciudad estaba cuajada de ruinas pasadas y presentes por las que deambulaban con mĂĄs libertad los animales que las personas. DecĂ­a Quevedo:
Buscas en Roma a Roma, ÂĄoh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas.
El Palazzo Colonna en el año de 1565 en el que Borromeo, Montalto y Pío IV podrían haber estado bebiéndose una copa de vino mientras caía el fuego sobre el ombligo del catolicismo, no era el palacio ribeteado de merengues que se construyó mås tarde. La loggia era una casa de ladrillo rojo, levantada con restos tomados del Templo de Seråpido, del que quedaba en pie un tramo del frontispicio. Tenía dos plantas, cinco ventanas, dos puertas y una terraza protegida por una techumbre de teja. Atrås las ruinas: la loggia estaba recargada, literalmente, en el antiguo templo, y en torno a ella, las matas, alguna palma, un grupo de årboles mås bien silvestres creciendo de la tierra, pero también por los muros.
SerĂ­a en esa terraza fresca, enladrillada, humilde, donde estarĂ­an los cardenales como se estĂĄ en un palco.
Viendo la gran hoguera de todo el mundo, PĂ­o no cantarĂ­a sobre el saco de Tiro como hizo NerĂłn. EstarĂ­a en silencio y con los ojos cerrados, seguirĂ­a una mĂșsica –la Ășltima mĂșsica del mundo anterior a la conflagraciĂłn universal de baja intensidad que hoy llamamos «el Barroco» como si fuera cualquier cosa– meneando levemente el cuerpo, los ojos cerrados, la mano con las almendras llevando el compĂĄs de una orquesta.
Durante una pausa de los mĂșsicos abrirĂ­a los ojos y le dirĂ­a al cardenal Montalto: Te tengo un regalo. Le pudo decir otras cosas, por ejemplo, lo que dijo LeĂłnidas Lamborgini a propĂłsito del periodo que se abrĂ­a frente a ellos: «Hemos comprado el Suplicio en lugar de la Piedad. El Temor en lugar del PerdĂłn. El Odio en lugar del Amor. La Muerte en lugar de la Vida.» O le pudo decir lo que le confesĂł unos años atrĂĄs a su amigo Tolomeo Gallio, en una carta en la que le contaba de su desasosiego por el acoso que Miguel Ángel padecĂ­a por parte de la curia y que lo tenĂ­a paralizado hacĂ­a tiempo: «Su Juicio Final me encanta, pero ya es pecado mortal q...

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