La palabrera
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La palabrera

María Eliana Carrasco Linford

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La palabrera

María Eliana Carrasco Linford

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La Palabrera es la historia de un pueblo y sus habitantes que se ven enfrentados a lo que podría entenderse como un acontecimiento: la irrupción de lo inesperado en un mundo que parecía acabado; la evidencia de una transformación que llega con sus oportunidades de cambio, sus premoniciones y la necesidad de descifrarlas. Aquel paraje llamado Entre Voces, alejado de la civilización, rodeado por dos montañas y un volcán, un día se despierta con la noticia de que Ismenia, la muda del pueblo (y quien es una de las hijas de su fundador), puede hablar.

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La palabrera
Doña Rosario durmió mal aquella noche y, cuando logró conciliar el sueño, los ronquidos de don Jacinto volvieron a despertarla. Su marido, tendido allí a su lado, no parecía percibir el aire afiebrado y el silbido monocorde de los grillos. Hasta las palomas que anidaban en el tejado se escuchaban inquietas y su ronroneo se sumaba al ruido de los arañazos que producían al zapatear sobre las tejas calientes.
Pero doña Rosario, acostumbrada a los calores del verano, no supo a qué atribuir el extraño nerviosismo que la embargaba.
Sin hacer ruido se acercó a la ventana; nunca había dejado de admirar la belleza de los abetos de la plaza, esos árboles que su padre hizo plantar y que ella vio desde niña. La luz de la luna se filtraba por los resquicios de las ramas. El cielo, excesivamente estrellado, presagiaba otro día de calor agobiante.
Los generosos pechos de doña Rosario estaban mojados de sudor y el camisón de lienzo le pareció más grueso que otras veces. Lo dejó resbalar hasta los pies y frotó todo su cuerpo con una esponja empapada en agua y vinagre de manzanas que había tenido la precaución de dejar en el lavatorio de porcelana. La antigua receta aliviaba la fiebre y destapaba los poros. Detuvo la esponja en su frente y luego regresó a la cama.
Despertó con los sonidos habituales de la casa. Desde la cocina subían el aroma del café recién colado y las voces de Carmela y Esther que preparaban el desayuno.
Jacinto, bajo la ducha, tarareaba la misma canción añeja de todos los días.
El crujido de los peldaños terminó con la modorra que aún tenía pegada a sus párpados hinchados por la mala noche.
Margarita y Germán parecían estar muy alegres: ese día finalizaban las clases e iniciaban unas largas vacaciones de verano.
A pesar de su robusta apariencia, doña Rosario se deslizaba ágil por el pasillo del segundo piso. Había heredado ese viejo caserón a la muerte de sus padres. También heredó a Carmela, quien fue contratada para todo servicio, y a los pocos meses dio a luz a Esther, debido a un inexplicable descuido, según doña Rosario, y a un increíble milagro, según dijo la misma Carmela.
Escuchó un murmullo en el cuarto de su hermana. Se detuvo intrigada y aguzó el oído: el ruido continuaba invariable.
Entonces abrió la puerta. Ahí estaba Ismenia de pie frente a la ventana, vestida aún con su larga camisa de noche y el pelo blanco recogido en la nuca. Con sus dedos frotaba suavemente sus mejillas, la mirada celeste se le perdía en la nada y movía los labios, lenta y acompasadamente, mientras salían de su boca sonidos parecidos a una letanía.
Doña Rosario, con los ojos abiertos, quedó largo rato observándola sin lograr entender lo que estaba sucediendo.
De pronto Ismenia se dio vuelta hacia ella. Sus ojos sonreían, tranquilos.
Las palabras salieron lentas, nítidas y bien pronunciadas.
Doña Rosario quedó petrificada en el umbral de la puerta. Pasaron algunos segundos antes de que pudiera reaccionar.
Doña Ismenia sonrió dulcemente y volvió a mirar por la ventana. Ahí se quedó contemplando los cerros, como siempre, como todos los días.
Doña Rosario corrió a llamar a la familia. Todos se encontraban desayunando en la cocina. Carmela servía las tostadas humeantes mientras Esther llenaba las tazas.
Esther derramó el café sobre el mantel. No era propio de doña Rosario este nerviosismo; ella siempre mantenía la calma hasta en los peores momentos.
Margarita miró la palidez de su madre.
Formaron un círculo alrededor de tía Ismenia. Se veía tan tranquila como siempre.
Carmela y Ester intentaron correr despavoridas escaleras abajo.
Ismenia continuó inmutable pronunciando palabras:
Doña Rosario puso un chal sobre los hombros de su hermana.
Don Jacinto González terminó de abrochar su chaqueta negra, se acercó a su mujer y se despidió con el mismo beso insípido de todos los días. No era un hombre que abandonara sus obligaciones por cualquier cosa y la puntualidad era una de sus más preciadas virtudes. Dio una ojeada a su reloj de bolsillo y bajó las escaleras.
Doña Rosario siguió observando a su hermana que, desde pequeña, se había dado a entender por medio de dibujos. Comenzó con trazos débiles y después de un tiempo logró hacerlo en forma rápida y segura. Así, Ismenia obtenía lo que deseaba con mucha más fuerza que si lo hubiese pedido en forma oral.
Cuando don Romualdo Romero donó el terreno para construir la iglesia, los dibujos de Ismenia se llenaron de colorido.
Guiados por el entusiasmo del padre Rojas, el pueblo de Entre Voces logró reunir los fondos necesarios para construir la capilla. Ismenia, sentada en uno de los escaños de la plaza, miraba cómo se levantaba el templo. Don Romuald...

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