Betty
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Betty

Tiffany McDaniel, Ignacio Gómez Calvo

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Betty

Tiffany McDaniel, Ignacio Gómez Calvo

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Un coming-of-age lírico, espiritual y feminista ambientado en el Ohio rural de los años sesenta e inspirado en la historia familiar de la autora. Soy Betty Carpenter, nací en una bañera en 1954 y crecí en el pueblo de Breathed, Ohio. De mis ocho hermanos fui la única que heredé la piel oscura de mi papá Landon, que era cheroqui. De niña creía que ser cheroqui significaba estar atado a la luna. También quería ser una princesa con un vestido hecho de carcasas de cigarra y alas de violetas.¿Tú te has visto en el espejo?, me decía mi mamá Alka, que arrastraba tantas piedras del pasado como las que tenía mi hermanito Lint en la cabeza. Yo ofrendaba flores de cerezo y medias de nailon de mamá al río para quitarme el moreno, pero no funcionaba. Tampoco le funcionaba el río a mi hermana Flossie, que le mandaba cartas a Elvis en botellas que nunca recibían respuesta.Flossie nació para ser una estrella. Mi dulce hermana mayor Fraya, en cambio, lo hizo para cargar con las piedras malditas de las mujeres de la familia. Y yo nací, según papá, para ser la calabaza, la protectora de mis hermanas. Ese es tu cometido, Pequeña India. Él, con su magia ancestral y su infinita ternura, me enseñó que era poderosa.

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Information

Year
2022
ISBN
9788418918247

SEGUNDA PARTE

Rey de reyes

1961-1963

4

Si encontraba tus palabras, las devoraba.
Jeremías 15, 16
Corría 1961 y yo tenía siete años cuando mamá dijo que quería volver a casa. Su casa era Ohio porque allí era donde tenía sus raíces.
—Las raíces son la parte más importante de una planta —decía papá—. Una planta se alimenta por las raíces, y son las raíces las que sostienen una planta cuando todo lo demás acaba arrasado. Sin raíces, estás a merced del viento.
Había pasado tiempo suficiente para que nuestros padres perdonasen al estado del castaño de Indias.
Íbamos todos apretujados en nuestra Rambler color helecho que tiraba de un pequeño remolque de plataforma. La cola de mapache ondeaba hacia atrás, y mamá y papá se turnaban para conducir. Por la noche, mamá se ponía al volante. Yo contaba sus bostezos hasta que papá le indicaba que saliese de la carretera y parase en el bosque, señalando un par de árboles del caucho.
Una vez que mamá apagaba el motor, papá se bajaba acompañado de un tarro de licor casero. Iba a buscar más plantas en el bosque, aunque ya teníamos ramos de distintas hierbas secándose en varios puntos del coche, como detrás de los asientos y en los marcos de las ventanillas.
Después del aprovisionamiento nocturno, sabía que papá se haría la cama en el capó del coche. Mamá siempre se quedaba en el asiento corrido delantero. Trustin abría el portón trasero y dejaba las piernas colgando entre el remolque y el coche mientras Fraya y Flossie se tumbaban en el asiento trasero, con las cabezas juntas, los cuerpos apuntando en direcciones opuestas y los pies asomando por cada ventanilla trasera. Lint se tumbaba encima de Fraya como un gatito faldero mientras ella le acariciaba la coronilla. A mí me dejaban dormir en el suelo del asiento de atrás o a veces en el portón trasero cuando Trustin decidía estirarse en el suelo.
Esa noche la Rambler parecía especialmente abarrotada, de modo que salí a buscar a papá.
Cada vez que pasaba por delante de un árbol, me detenía a escribir en su tronco con el dedo. Pensaba que si les escribía a los árboles algo bonito, me servirían de mapa para guiarme por el bosque.
Querido gran roble, tu corteza es como el canto de mi padre. Ayúdame a orientarme. Querida haya, no se lo digas al roble, pero tus hojas son los mejores marcapáginas que hay. Ayúdame a orientarme. Querido arce, hueles al mejor de los poemas. Ayúdame a orientarme.
Me disponía a acercarme a otro árbol cuando se me enganchó el pie con una raíz levantada. Me caí y me arañé las rodillas. Me quedé sentada en el suelo gritando, no porque me hiciese daño, sino porque me había perdido.
—Vaya, vaya. —Papá chasqueó la lengua cuando se paró junto a mí—. Con un descubrimiento como tú, me haré rico y famoso. Saldré en primera plana de todos los periódicos del mundo con un titular que diga: LANDON CARPENTER ENCUENTRA UNA MISTERIOSA CRIATURA EN EL BOSQUE. Pero antes tengo que hacerte una pregunta. —Puso su cara frente a la mía—. ¿Eres una criatura de Dios o del demonio?
—No tiene gracia, papá, y no saldrás en la portada de ningún periódico —dije.
—¿Ah, no? —preguntó él.
—No. —Fruncí el ceño lo máximo que me permitieron mis pequeñas cejas—. Me he perdido, y ahora seguro que tú también te has perdido. No puedes salir en la portada de ningún periódico si te has perdido a menos que sea en un artículo que diga que te has perdido. Pero nadie escribiría ese artículo porque a nadie le interesaría leerlo.
Me acordé de la paliza que los hombres habían propinado a mi padre en las minas.
—No eres importante —le espeté, como debían de haberle dicho ellos—. Eres Landon Carpenter.
Él echó la espalda hacia atrás en un gesto repentino de ira.
—Tienes la boca muy pequeña para ser tan malhablada —dijo antes de beber un trago de licor y pasar por encima de mí para sentarse en el tronco de un árbol caído medio cubierto de maleza y abundante musgo.
Cogí una hoja y la utilicé para limpiarme los puntitos de sangre de las rodillas mientras me levantaba. Después de estudiar el bosque a mi alrededor, decidí que no tenía valor para adentrarme en la oscuridad sola, de modo que me senté al lado de mi padre. Me quedé mirando el tarro que tenía en la mano. Había pintado unas estrellitas negras en el exterior del cristal.
—¿Por qué siempre pintas estrellas en los botes? —le pregunté.
—Porque destilo el licor por la noche, bajo las estrellas —contestó él antes de dejar el frasco en el suelo a sus pies.
Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la petaca con hojas de tabaco secas. Observé cómo ponía una pizca en un papel de liar.
—¿Por qué no te importa que nos hayamos perdido, papá? —quise saber.
—Tú eres la que se ha perdido, muchacha. Yo sé perfectamente dónde estoy.
Me dejó lamer el borde del papel de liar para poder envolver el tabaco. Acto seguido rascó una cerilla contra la cinta de papel de lija de su sombrero. Mientras encendía el cigarrillo, le miré la cicatriz de la palma de la mano izquierda. La piel se arrugaba como si prácticamente se le hubiese derretido la palma. Él también miró la cicatriz, estudiándola desde todos los ángulos. Cuando empezó a fruncir el entrecejo, apartó la vista y se quitó el sombrero. Me lo puso y dio una chupada al cigarrillo.
—¿No te da miedo que siempre nos perdamos? —le pregunté—. A mí sí. Tengo miedo.
Él espiró soplando hacia las estrellas.
—¿Sabías que el humo es la niebla de las almas? —dijo—. Por eso es sagrado y puede llevarse tu miedo a las nubes, que es el hogar de los comemiedos.
—¿Los comemiedos?
—Unas criaturitas buenas que devoran todo lo que te da miedo para que puedas vivir tranquila.
Me dio el cigarrillo y me dijo que aguantase el humo en la boca antes de soltarlo rápido. Solo fui capaz de expulsarlo tosiendo. Iba a volver a inspirar, pero papá me dijo que cuidase mis pulmones.
—Los necesitarás para correr por los campos —dijo, cogiendo el cigarrillo.
Observamos cómo el humo se alejaba y desaparecía.
—Sigo sintiéndome perdida —confesé.
Papá me miró antes de volver a desviar la vista a la oscuridad del bosque.
—Una vez encontré un bosque maldito, ¿sabes? —dijo—. Había ido a buscar plantas, pero me dormí. Cuando me desperté, había perdido la brújula.
—¿Una brujilla? —pregunté—. ¿Y la llevas encima? Tiene que ser muy chiquitita. ¿Es buena? Déjame verla.
Me puse a hurgar en sus bolsillos, pero solo encontré sus bolitas de ginseng. Él rio y me detuvo con el brazo.
—Tranquila, Betty —dijo, riendo aún—. Brújula, no brujilla. Me refiero al sentido de la orientación. Aplané la hierba detrás de mí, pero seguía perdido. Cuando atardeció, pensaba que me quedaría en ese bosque toda la eternidad.
—¿Qué hiciste, papá?
—Cogí unas piedrecitas y escribí mi nombre en la tierra para que la gente supiese que tenía uno. Luego me tumbé y miré las estrellas en el cielo. Entonces me di cuenta de que sabía dónde estaba.
—¿Dónde estabas?
—Al sur del cielo.
—¿Dónde está eso?
—Mira arriba, Betty.
Me orientó suavemente la cabeza hacia el cielo empujándome por debajo de la barbilla con el dorso de la mano.
—Allí arriba, en alguna parte, está el cielo —dijo—. Y nosotros estamos un poco al sur. Ahí se encuentra el sur del cielo. Está aquí mismo. —Pisó fuerte el suelo debajo de nosotros—. No importa dónde estés ni adónde vayas, porque siempre estarás al sur del cielo.
—Estaré al sur del cielo.
Miré al cielo con gran asombro.
—No se puede estar en otro sitio —aseguró él.
Apagó el cigarrillo pellizcándolo con los dedos y se lo metió en la bota. Simuló que me echaba una colilla en el zapato, pero como yo estaba descalza, me hizo cosquillas en el talón hasta que rompí a reír.
—No ha crecido —dijo de mi pie, midiéndolo con la mano—. Pero nunca volverá a ser tan pequeño.
—No dejaré que crezca, papá.
—Seguro que no. —Rio por lo bajo dejando mi pie en el suelo—. Más vale que descansemos. Mañana nos espera un viaje largo. Con suerte, por la tarde veremos Ohio.
—¿Puedo dormir contigo en el capó?
—¿No te enfriarás? —preguntó.
—Tengo una bufanda. —Me envolví el cuello con mi largo cabello moreno—. ¿La ves?
—¿Seguro que no quieres dormir en la Rambler?
—Preferiría dormir en Marte, que por cierto es el tema de un cuento nuevo que he escrito. Lo escribí en una servilleta en la cafetería en la que paramos cuando pasamos por Luisiana, pero se me olvidó.
—¿Se te olvidó el cuento? —preguntó él.
—No. —Negué con la cabeza—. Se me olvidó la servilleta. Pero me acuerdo del cuento. Es el mejor cuento marciano que he escrito.
—Siempre escribes sobre Marte. Debes de tener sangre marciana.
—Hala, el cuento trata precisamente de la sangre marciana.
—Eso tengo que oírlo.
Estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.
—El caso es que los marcianos quieren invadir la tierra —empecé a relatar.
—Parece que los marcianos siempre quieren invadir lo que es nuestro —observó él.
—Supongo que no lo pueden evitar. Para invadirnos, mandan pájaros —dije, tratando de formar una figura de pájaro con las manos—. Son de una especie que solo se encuentra en Marte. Los pájaros tienen unas alas igualitas a los menús a cuadros de la cafetería. Sus cuerpos son como los frascos de kétchup de la cafetería, y sus cabezas, tazas al revés.
—¿Como las tazas en las que mamá y yo bebimos el café? —quiso saber él, llevándose una taza imaginaria a los labios y sorbiendo.
—Sí. Y las patas de los pájaros son cucharillas largas de postre, como la que Trustin utilizó para comer su helado con zumo de naranja. Las ...

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