Betty
eBook - ePub

Betty

Tiffany McDaniel, Ignacio GĂłmez Calvo

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  1. 528 pages
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Betty

Tiffany McDaniel, Ignacio GĂłmez Calvo

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À propos de ce livre

Un coming-of-age lĂ­rico, espiritual y feminista ambientado en el Ohio rural de los años sesenta e inspirado en la historia familiar de la autora. Soy Betty Carpenter, nacĂ­ en una bañera en 1954 y crecĂ­ en el pueblo de Breathed, Ohio. De mis ocho hermanos fui la Ășnica que heredĂ© la piel oscura de mi papĂĄ Landon, que era cheroqui. De niña creĂ­a que ser cheroqui significaba estar atado a la luna. TambiĂ©n querĂ­a ser una princesa con un vestido hecho de carcasas de cigarra y alas de violetas.ÂżTĂș te has visto en el espejo?, me decĂ­a mi mamĂĄ Alka, que arrastraba tantas piedras del pasado como las que tenĂ­a mi hermanito Lint en la cabeza. Yo ofrendaba flores de cerezo y medias de nailon de mamĂĄ al rĂ­o para quitarme el moreno, pero no funcionaba. Tampoco le funcionaba el rĂ­o a mi hermana Flossie, que le mandaba cartas a Elvis en botellas que nunca recibĂ­an respuesta.Flossie naciĂł para ser una estrella. Mi dulce hermana mayor Fraya, en cambio, lo hizo para cargar con las piedras malditas de las mujeres de la familia. Y yo nacĂ­, segĂșn papĂĄ, para ser la calabaza, la protectora de mis hermanas. Ese es tu cometido, Pequeña India. Él, con su magia ancestral y su infinita ternura, me enseñó que era poderosa.

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Informations

Année
2022
ISBN
9788418918247
Édition
1

SEGUNDA PARTE

Rey de reyes

1961-1963

4

Si encontraba tus palabras, las devoraba.
JeremĂ­as 15, 16
Corría 1961 y yo tenía siete años cuando mamå dijo que quería volver a casa. Su casa era Ohio porque allí era donde tenía sus raíces.
—Las raíces son la parte más importante de una planta —decía papá—. Una planta se alimenta por las raíces, y son las raíces las que sostienen una planta cuando todo lo demás acaba arrasado. Sin raíces, estás a merced del viento.
Había pasado tiempo suficiente para que nuestros padres perdonasen al estado del castaño de Indias.
Íbamos todos apretujados en nuestra Rambler color helecho que tiraba de un pequeño remolque de plataforma. La cola de mapache ondeaba hacia atrĂĄs, y mamĂĄ y papĂĄ se turnaban para conducir. Por la noche, mamĂĄ se ponĂ­a al volante. Yo contaba sus bostezos hasta que papĂĄ le indicaba que saliese de la carretera y parase en el bosque, señalando un par de ĂĄrboles del caucho.
Una vez que mamå apagaba el motor, papå se bajaba acompañado de un tarro de licor casero. Iba a buscar mås plantas en el bosque, aunque ya teníamos ramos de distintas hierbas secåndose en varios puntos del coche, como detrås de los asientos y en los marcos de las ventanillas.
Después del aprovisionamiento nocturno, sabía que papå se haría la cama en el capó del coche. Mamå siempre se quedaba en el asiento corrido delantero. Trustin abría el portón trasero y dejaba las piernas colgando entre el remolque y el coche mientras Fraya y Flossie se tumbaban en el asiento trasero, con las cabezas juntas, los cuerpos apuntando en direcciones opuestas y los pies asomando por cada ventanilla trasera. Lint se tumbaba encima de Fraya como un gatito faldero mientras ella le acariciaba la coronilla. A mí me dejaban dormir en el suelo del asiento de atrås o a veces en el portón trasero cuando Trustin decidía estirarse en el suelo.
Esa noche la Rambler parecĂ­a especialmente abarrotada, de modo que salĂ­ a buscar a papĂĄ.
Cada vez que pasaba por delante de un ĂĄrbol, me detenĂ­a a escribir en su tronco con el dedo. Pensaba que si les escribĂ­a a los ĂĄrboles algo bonito, me servirĂ­an de mapa para guiarme por el bosque.
Querido gran roble, tu corteza es como el canto de mi padre. AyĂșdame a orientarme. Querida haya, no se lo digas al roble, pero tus hojas son los mejores marcapĂĄginas que hay. AyĂșdame a orientarme. Querido arce, hueles al mejor de los poemas. AyĂșdame a orientarme.
Me disponía a acercarme a otro årbol cuando se me enganchó el pie con una raíz levantada. Me caí y me arañé las rodillas. Me quedé sentada en el suelo gritando, no porque me hiciese daño, sino porque me había perdido.
—Vaya, vaya. —PapĂĄ chasqueĂł la lengua cuando se parĂł junto a mí—. Con un descubrimiento como tĂș, me harĂ© rico y famoso. SaldrĂ© en primera plana de todos los periĂłdicos del mundo con un titular que diga: LANDON CARPENTER ENCUENTRA UNA MISTERIOSA CRIATURA EN EL BOSQUE. Pero antes tengo que hacerte una pregunta. —Puso su cara frente a la mĂ­a—. ÂżEres una criatura de Dios o del demonio?
—No tiene gracia, papĂĄ, y no saldrĂĄs en la portada de ningĂșn periĂłdico —dije.
—¿Ah, no? —preguntĂł Ă©l.
—No. —FruncĂ­ el ceño lo mĂĄximo que me permitieron mis pequeñas cejas—. Me he perdido, y ahora seguro que tĂș tambiĂ©n te has perdido. No puedes salir en la portada de ningĂșn periĂłdico si te has perdido a menos que sea en un artĂ­culo que diga que te has perdido. Pero nadie escribirĂ­a ese artĂ­culo porque a nadie le interesarĂ­a leerlo.
Me acordé de la paliza que los hombres habían propinado a mi padre en las minas.
—No eres importante —le espetĂ©, como debĂ­an de haberle dicho ellos—. Eres Landon Carpenter.
Él echó la espalda hacia atrás en un gesto repentino de ira.
—Tienes la boca muy pequeña para ser tan malhablada —dijo antes de beber un trago de licor y pasar por encima de mĂ­ para sentarse en el tronco de un ĂĄrbol caĂ­do medio cubierto de maleza y abundante musgo.
Cogí una hoja y la utilicé para limpiarme los puntitos de sangre de las rodillas mientras me levantaba. Después de estudiar el bosque a mi alrededor, decidí que no tenía valor para adentrarme en la oscuridad sola, de modo que me senté al lado de mi padre. Me quedé mirando el tarro que tenía en la mano. Había pintado unas estrellitas negras en el exterior del cristal.
—¿Por quĂ© siempre pintas estrellas en los botes? —le preguntĂ©.
—Porque destilo el licor por la noche, bajo las estrellas —contestĂł Ă©l antes de dejar el frasco en el suelo a sus pies.
Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la petaca con hojas de tabaco secas. Observé cómo ponía una pizca en un papel de liar.
—¿Por quĂ© no te importa que nos hayamos perdido, papĂĄ? —quise saber.
—TĂș eres la que se ha perdido, muchacha. Yo sĂ© perfectamente dĂłnde estoy.
Me dejĂł lamer el borde del papel de liar para poder envolver el tabaco. Acto seguido rascĂł una cerilla contra la cinta de papel de lija de su sombrero. Mientras encendĂ­a el cigarrillo, le mirĂ© la cicatriz de la palma de la mano izquierda. La piel se arrugaba como si prĂĄcticamente se le hubiese derretido la palma. Él tambiĂ©n mirĂł la cicatriz, estudiĂĄndola desde todos los ĂĄngulos. Cuando empezĂł a fruncir el entrecejo, apartĂł la vista y se quitĂł el sombrero. Me lo puso y dio una chupada al cigarrillo.
—¿No te da miedo que siempre nos perdamos? —le pregunté—. A mĂ­ sĂ­. Tengo miedo.
Él espiró soplando hacia las estrellas.
—¿Sabías que el humo es la niebla de las almas? —dijo—. Por eso es sagrado y puede llevarse tu miedo a las nubes, que es el hogar de los comemiedos.
—¿Los comemiedos?
—Unas criaturitas buenas que devoran todo lo que te da miedo para que puedas vivir tranquila.
Me dio el cigarrillo y me dijo que aguantase el humo en la boca antes de soltarlo rĂĄpido. Solo fui capaz de expulsarlo tosiendo. Iba a volver a inspirar, pero papĂĄ me dijo que cuidase mis pulmones.
—Los necesitarás para correr por los campos —dijo, cogiendo el cigarrillo.
Observamos cĂłmo el humo se alejaba y desaparecĂ­a.
—Sigo sintiĂ©ndome perdida —confesĂ©.
PapĂĄ me mirĂł antes de volver a desviar la vista a la oscuridad del bosque.
—Una vez encontrĂ© un bosque maldito, Âżsabes? —dijo—. HabĂ­a ido a buscar plantas, pero me dormĂ­. Cuando me despertĂ©, habĂ­a perdido la brĂșjula.
—¿Una brujilla? —pregunté—. ÂżY la llevas encima? Tiene que ser muy chiquitita. ÂżEs buena? DĂ©jame verla.
Me puse a hurgar en sus bolsillos, pero solo encontrĂ© sus bolitas de ginseng. Él rio y me detuvo con el brazo.
—Tranquila, Betty —dijo, riendo aĂșn—. BrĂșjula, no brujilla. Me refiero al sentido de la orientaciĂłn. AplanĂ© la hierba detrĂĄs de mĂ­, pero seguĂ­a perdido. Cuando atardeciĂł, pensaba que me quedarĂ­a en ese bosque toda la eternidad.
—¿QuĂ© hiciste, papĂĄ?
—CogĂ­ unas piedrecitas y escribĂ­ mi nombre en la tierra para que la gente supiese que tenĂ­a uno. Luego me tumbĂ© y mirĂ© las estrellas en el cielo. Entonces me di cuenta de que sabĂ­a dĂłnde estaba.
—¿Dónde estabas?
—Al sur del cielo.
—¿Dónde está eso?
—Mira arriba, Betty.
Me orientĂł suavemente la cabeza hacia el cielo empujĂĄndome por debajo de la barbilla con el dorso de la mano.
—AllĂ­ arriba, en alguna parte, estĂĄ el cielo —dijo—. Y nosotros estamos un poco al sur. AhĂ­ se encuentra el sur del cielo. EstĂĄ aquĂ­ mismo. —PisĂł fuerte el suelo debajo de nosotros—. No importa dĂłnde estĂ©s ni adĂłnde vayas, porque siempre estarĂĄs al sur del cielo.
—EstarĂ© al sur del cielo.
Miré al cielo con gran asombro.
—No se puede estar en otro sitio —asegurĂł Ă©l.
ApagĂł el cigarrillo pellizcĂĄndolo con los dedos y se lo metiĂł en la bota. SimulĂł que me echaba una colilla en el zapato, pero como yo estaba descalza, me hizo cosquillas en el talĂłn hasta que rompĂ­ a reĂ­r.
—No ha crecido —dijo de mi pie, midiĂ©ndolo con la mano—. Pero nunca volverĂĄ a ser tan pequeño.
—No dejarĂ© que crezca, papĂĄ.
—Seguro que no. —Rio por lo bajo dejando mi pie en el suelo—. MĂĄs vale que descansemos. Mañana nos espera un viaje largo. Con suerte, por la tarde veremos Ohio.
—¿Puedo dormir contigo en el capó?
—¿No te enfriarás? —preguntó.
—Tengo una bufanda. —Me envolví el cuello con mi largo cabello moreno—. ¿La ves?
—¿Seguro que no quieres dormir en la Rambler?
—Preferiría dormir en Marte, que por cierto es el tema de un cuento nuevo que he escrito. Lo escribí en una servilleta en la cafetería en la que paramos cuando pasamos por Luisiana, pero se me olvidó.
—¿Se te olvidĂł el cuento? —preguntĂł Ă©l.
—No. —NeguĂ© con la cabeza—. Se me olvidĂł la servilleta. Pero me acuerdo del cuento. Es el mejor cuento marciano que he escrito.
—Siempre escribes sobre Marte. Debes de tener sangre marciana.
—Hala, el cuento trata precisamente de la sangre marciana.
—Eso tengo que oírlo.
EstirĂł las piernas y las cruzĂł a la altura de los tobillos.
—El caso es que los marcianos quieren invadir la tierra —empecĂ© a relatar.
—Parece que los marcianos siempre quieren invadir lo que es nuestro —observĂł Ă©l.
—Supongo que no lo pueden evitar. Para invadirnos, mandan pĂĄjaros —dije, tratando de formar una figura de pĂĄjaro con las manos—. Son de una especie que solo se encuentra en Marte. Los pĂĄjaros tienen unas alas igualitas a los menĂșs a cuadros de la cafeterĂ­a. Sus cuerpos son como los frascos de kĂ©tchup de la cafeterĂ­a, y sus cabezas, tazas al revĂ©s.
—¿Como las tazas en las que mamĂĄ y yo bebimos el cafĂ©? —quiso saber Ă©l, llevĂĄndose una taza imaginaria a los labios y sorbiendo.
—Sí. Y las patas de los pájaros son cucharillas largas de postre, como la que Trustin utilizó para comer su helado con zumo de naranja. Las ...

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