Brutal honestidad
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Brutal honestidad

Las vidas de Andres Calamaro

Diego Londoño

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Brutal honestidad

Las vidas de Andres Calamaro

Diego Londoño

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"Un viaje del trópico colombiano al Río de La Plata y, de allí, hasta la 'Honestidad Brutal' de uno de los más importantes juglares del rock en español, Andrés Calamaro, fue emprendido por el periodista musical Diego Londoño a través de este libro. Mediante una historia que juega con los relatos de los amigos y allegados a el 'Salmón', con una detallada investigación de reportero curtido e investigador policiaco enfermizo, y con ciertos saltos de fantasía –propios de un fervoroso musical, de un 'fan fatal'–, Londoño reconstruye la trayectoria musical de un personajeque, a través de la guitarra, el piano, las percusiones y la poesía rompió las barreras no solo del sonido, sino sobre todo, de la geografía al atravesar el Atlántico y unir en un mismo compás a Suramérica y Europa.Además de demostrar por qué el músico argentino marcó a una generación autodenominada 'salmonalista', esta producción literaria llevará al lector a conocer la humanidad del rockero ibero, desde 'La Parte de Atrás' de sus icónicos lentes."

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Information

Year
2022
ISBN
9789585040205

La sílaba tónica de dos amigos

Andrés canta siempre a la libertad Tiemblan rejas en las celdas frías Que se funden con las melodías Donde reina solamente humedad.
Jorge Larrosa
Llamé a Larrosa a su móvil; él me dijo que me recibía con cariño, que A. C. había hablado por mí con confianza y que por eso yo valía lo que pesaba. Me dijo que podíamos tomar una Stella Artois y acompañarla con una milanesa con papas fritas y puré; que fuera a su casa en el sector de Congreso, en la calle Alsina. Le agradecí, él se despidió con un abrazo de gol a través de la bocina y yo, emocionado, tomé rumbo en un taxi hacia el microcentro de Buenos Aires.
Jorge, el uruguayo, es un fotógrafo, escritor y orgulloso padre de dos hijos. que reside en Argentina desde hace muchos años. Es el dueño de sus propias historias —muchas de ellas incontables, al mezclar peligros callejeros, dramas policiales, de periodismo incuestionable y de fotografías eternas—. Jorge es el consejero de canciones y de vida de A. C. y el amigo a carta cabal de sus amigos (de “los ñeris”) que lo han acompañado a enfrentar todo tipo de cosas en la vida, por derecha o por izquierda. Eso es un “ñeri”, un compa-“ñeri” de confianza.
A los dos —a Andrés y a Jorge— los separa un año natural y un río parecido al mar al haber nacido en distintas orillas del Río de la Plata. Su amistad viene desde 1996, cuando se conocieron en una sesión de fotos contratada por Carlos José Contepomi, “el Bebe” (el reconocido presentador y conductor de radio y televisión, el hombre de La Viola). Se vieron en el “apartotel” donde estaba Andrés incendiándose en la creación de canciones caprichosas. En esa ocasión se apretaron la mano sin esperar más que eso, una mirada y unas palabras de cordialidad. El rol de Larrosa en ese encuentro sería fotografiar a Andrés con sus lentes, su cabello agrietado y sus manos siempre dispuestas a la generosidad del obturador.
Al ingresar al “apartotel”, Larrosa ni le vio la cara a Andrés; solo el abundante cabello y sus manos ocupadas —una escribiendo en un papel arrugado, y la otra, moviéndose con cadencia sobre las blancas y negras de un piano—. Allí, en la complicidad de las soledades musicalizadas, arrastradas en el suelo y volando por los aires, se construían incontinentemente canciones de oxígeno y desespero que revelaban la honestidad brutal en el corazón y la cabeza a punto de explotar de Calamaro. Estas imágenes fueron el sello imborrable en la memoria de un hombre que creció al otro lado del río, en Uruguay, en el Barrio Norte; un fotógrafo que lleva por nombres Jorge Humberto y como apellido, el inolvidable Larrosa, como un poema dedicado al perfume del amor y la muerte.
Hasta ese momento, la historia para mí apenas empezaba. Yo seguía siendo el investigador privado de vidas ajenas y públicas, el Chevalier Auguste Dupin de Allan Poe con rumbo al éxtasis añorado de canciones y épocas pasadas, de tatuajes indelebles sobre la dermis cansada y de cicatrices amorosas.
Estaba en la calle ansioso y enfrentando mi manera sagaz de llegar al centro de esta historia; mi corazón aceleró y se agolpó con fuerza aún más a la izquierda —el lado del miedo— y me hizo vibrar y dudar a la vez; obligó a cerrar los ojos. “Dale que todo va a estar como lo pensaste”, me repetí en voz silenciosa.
Saqué mis manos de los bolsillos, guardé mis anteojos y seguí con valentía —y con el tiempo encima—; oprimí uno de los botones para llamar a la casa de Jorge y me aparté para ver cuántos pisos tenía; era un edificio grande y viejo de color verde y ladrillos naranja. Del hall interior me separaba una puerta de marco blanco y vidriera inmensa que era atravesada por gente que salía y entraba, salía y entraba, mientras yo esperaba para conocer al poeta de Ramallo.
Se demoró. Mientras, miré los carros que recorrían una calle de un solo sentido; frente a mí, una peluquería y al lado, una cerrajería con las puertas abajo. Seguí esperando.
Escuché hablar de Jorge cuando Andrés Calamaro presentó su canción “Nos volveremos a ver”, en el multitudinario regreso triunfal de 2005.
“La siguiente es una letra del poeta de Ramallo, Jorge Larrosa, mi compadre. Se llama ‘Nos volveremos a ver’, y en estas circunstancias dice mucho, muchas gracias”.
Se abrió la puerta, sonaron las bisagras oxidadas.
—¿Cómo andás, Diego? —dijo Jorge.
Salió. Lucía tranquilo. Acomodó sus lentes, achicó los ojos y vi sus dientes cuando tomó una bocanada de aire.
—Bien feliz de estar acá, Jorge —repliqué.
Llegamos a su casa; la televisión estaba encendida a todo volumen con un programa de debate político. Un gato siamés gris con ojos azules maullaba mientras se frotaba en mi pantalón. Era “Loquillo”; no paraba de maullar. Un paso, dos pasos, tres pasos, seguía bajo mis pies haciendo piruetas circenses —era un experto—. Quería decir algo, “¿Qué querría decir?, ¿lo incomodé?”, pensé. Jorge fue por comida y le sirvió un poco.
Fotografías del “Salmón” habitaban como canciones sonando, como un recibimiento especial con marcha imperial al paso del rocanrol sureño. Todas las épocas, todos los cortes de cabello y el aumento de tatuajes en esas imágenes, tesoro de Andrés.
Nos sentamos en una mesa que resistía el peso incalculable del conocimiento, al estar cargada de libros y papeles rayados. Estábamos frente a la televisión —que seguía sonando— y tomamos una Stella Artois y brindamos mientras lo miré a los ojos, esos ojos agudos que han visto todo detrás de sus lentes rayados. Noté sus facciones marcadas y su sonrisa corta mientras él iba y volvía de la cocina pues me preparaba una milanesa con puré. Hablamos a la distancia —medio gritando entre paredes blancas— sobre libros, música, filosofía e intelectualidad casual, sin pretensiones. Y claro, de Andrés, el amigo en común, del que puedo ver cuatro o cinco fotografías a mi alrededor, el amigo del que ahora descubro su vida secreta.
Mientras comemos, termina de contarme su primer encuentro con Calamaro y “Bebe” Contepomi, el día en el que se miraron y forjaron una amistad entrañable de años y vidas. Ese día, las fotos en tal “apartotel” no se hicieron; la cámara se aburrió o se deprimió; quedó estática, con la doble exposición de otras miradas y la mirada oscura de ella, con la luz apagada en el centro de una mesa prestada y repleta de vida. No hubo fotos, solo hablaron y hablaron hasta que sintieron que eran cómplices de las conversaciones que vendrían. En realidad, Andrés habló mucho y Jorge escuchaba atento cada reflexión de ese poeta rebelde y enigmático que, de a poco, se convertiría en su amigo.
—Y vos, ¿no sabés escribir?, ¿solo tomás fotos? —le preguntó Andrés a Larrosa.
—Sí sé escribir, lo hago a diario —contestó Jorge.
—No, pero, escribir canciones —replicó Calamaro.
Hubo silencio y verdad. La vigilia de conversación significó la apertura a un mundo que ni el mismo Larrosa imaginó, pues nunca había escrito una canción en su vida. Hasta ahora, en ese hotel, solo conocía a un buen amigo, que luego de cada sílaba se volvía el mejor.
Esas preguntas y respuestas disparadas, repentinamente abrieron el portal para más conversaciones y temas, y menos fotos. Ese día —esos días— no sacaron las instantáneas fotográficas por las que Jorge Larrosa fue contratado, pero sí sacaron tiempo para imaginar la eternidad desde las batallas literarias y las trincheras musicales.
La relación entre Larrosa y Calamaro se hizo fuerte, pues cruzaron juntos las puertas de la hermandad y la sinceridad sin dolor; entraron en los submundos de la calle y la complicidad de amigos atravesando el puente de relatos que, necesariamente, no hay que contar y quedarán en la historia oculta de las amistades peligrosas y verdaderas.
Soñando con los ojos abiertos, mi vida dentro de las vísceras y síntomas de claustrofobia; así estaba yo con las historias de Larrosa. De repente, sonó algo detrás de la puerta principal de la casa; el gato seguía maullando, el televisor continuaba escupiendo debates políticos a alto volumen, la milanesa iba por la mitad y la cerveza había llegado al reposo que nadie quiere.
—Es Dylan —me dice Larrosa en susurro mientras la puerta empieza a abrirse.
—¿Dylan? —pregunto asustado, pero no tengo respuesta.
De Bob Dylan recuerdo su guitarra y su armónica; su simpleza acústica y su incomodidad en We are the world junto a Michael Jackson y otros artistas pop de los años ochenta que no eran como él. Lo recuerdo sin sonrisas y con un sombrero de ala ancha y plumaje multicolor.
También, su Mr. Tambourine man, el Nobel de Literatura no recogido y la crítica pendiente a su respuesta. Recuerdo libros, cancioneros y documentales; sus canciones como crónica y sus versos como literatura. Sus gafas negras, su cigarro en los dientes, sus ojos pintados y sus botas vaqueras.
Pero, sobre todo, recuerdo a su amigo Calamaro y la gira que hicieron juntos; desde el set list hasta su enojo por un cover, la emoción de Andrés por estar junto a su ídolo de vidas y muertes, y la discreción de Bob en las canciones de Andrés.
Y, por supuesto, el talento de Larrosa en esa gira para no olvidar. Sus fotografías con el viento pegando en la sien y en un taxi con el periódico del día. De Bob Dylan recuerdo su juventud perdida en más de setenta años
“¿Será el Dylan que recuerdo y quiero?”, pensé.
Esperé que entrara Dylan con su cabello desaliñado y sus ojos a medio abrir. Esperé al de “Blowin› in the wind”, el del bigote bien perfilado y la nariz prominente, el de las historias con oídos por millones, el caminante de las calles repletas de agua y nieve de Minnesota.
Entró. Estaba blanco y joven; Dylan tenía unos cincuenta años menos y llevaba una mochila estudiantil, camiseta negra, sudadera Adidas azul y el cabello con gel tirado hacia atrás. Me miró pero no dijo nada.
—Saluda, Dylan, es Diego, el amigo de Andrés.
Me miró, me saludó con un formalismo increíble —o más bien, difícil en su edad— y me dio un par de recomendados; uno de un libro de Hiromi Kawakami (que dice que el cielo es azul y la tierra, blanca) y el otro, de música y anime. No más.
Cruzó el pasillo, cerró la puerta de su habitación y quedamos de nuevo Jorge, el gato y yo en la misma mesa con la televisión a todo volumen y la milanesa mordida.
—Es Dylan, mi hijo, el ahijado de Andrés. El de la foto —explicó Jorge mientras señalaba una foto desgastada por el tiempo.
Fue tomada en su casa (donde descansan el corazón, los problemas, las cuentas por pagar y la vida íntima de un padre y dos hijos) y en ella, Andrés aparece con una camiseta de Mötley Crüe y el tatuaje de calamar en primer plano mientras carga al niño Dylan que tendría, si acaso, unos cuantos días de nacido. Le levanta la mano como diciendo “acá estoy yo, con mi papá y mi padrino, “el Salmón””. Por su parte, Jorge mira a la cámara. No tiene lentes y tampoco es el que toma la foto; se ve feliz al lado de su amigo y su hijo.
Dylan Larrosa es un joven que recibió afecto de Andrés cuando tenía solo unos meses y, tal vez por eso, su nombre sea un homenaje a otro ídolo aspiracional de varias generaciones. Ahijado y padrino, Dylan y Andrés Calamaro.
Hasta ese momento no habíamos hablado siguiendo una cartografía de preguntas hasta que decidí prender la grabadora, no sin antes preguntarle si le molestaba y Jorge, en silencio —con una seña—, me dijo que la prendiera.
—Puedo hablar por mí, nada más, —me aclaró apelando al respeto que le tiene a su amigo. Mientras, yo voy prendiendo ese aparato para registrar un anecdotario de lujo y no dejar esta historia a merced del olvido.
La historia de Jorge Larrosa es apasionante. Llegó al mundo el día de los muertos mexicanos (el 2 de noviembre), pero en casa lo registraron el 5 porque su madre, María, decía que esa fecha era para rendirle tributo al anticristo.
Nació en un barrio humilde de la hermosa Montevideo, Barrio Sur, y se crio en el Barrio de Palermo (ambos rivales y hermanos). Fue a una escuela pública en la que estudiaban cristianos, judíos, negros y blancos; todos en una torre de babel barrial, en la que el idioma era el mismo. Creció con el fútbol como amigo y la pobreza como vecina, pero la felicidad siempre estuvo bajo su cielo al lado de sus padres, José y María, y de sus hermanos, Graciela y Daniel.
Desde pequeño le atrajo la escritura y no por leer, sino por contar; pero como no leía, no podía contar. Y no es que faltaran palabras; le faltaba lectura. Así que se dio a la tarea de leer todo el tiempo —más que estudiar— hasta que necesitó leer como respirar, comer o dormir. Abrir un libro para Jorge era salir de su barrio, de su ciudad, de su país; sumergirse sin temor y navegar por el Río de la Plata sin mojarse, con la respiración intacta y la música sonando. Eso lo apasionó y se entregó a las letras, a devorarlas con sutileza y amor.
De niño, “Siddhartha”, “La divina comedia” y “El cantar de mio Cid” lo envolvieron en una vida ajena que latía en cada página. Más tarde, leyó “Cien años de soledad”, de “Gabo” escuchando de fondo a los Wawancó —la orquesta de cumbia argentina—. Luego llegaron la salsa, el rock, los amigos, los viajes, lo prohibido y la fotografía, y nada fue igual para ese chico uruguayo que con los ojos cerrados se ent...

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